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Un mapa de gustos y placeres

Algunas credenciales sobre preferencias culinarias se conforman desde la experiencia de la prueba e insistencia, mera estadística y algo de capricho inicial

Cremadillos de can Pomar, en Campos.
Cremadillos de can Pomar, en Campos. tolo ramon

Un señor de Pollença con expresión y circunferencia de acreditado gourmand goloso, tomó una bandeja con media docena de cremadillosen can Pomar, en Campos. Explicó la razón de su visita secundaria, a la lejana pastelería local. “Son, ciertamente, los mejores de Mallorca”, anotó con el bagaje de pruebas alternativas de contraste y la justificación casi de un furtivo.

Esas credenciales sobre gustos se conforman desde la experiencia de la prueba e insistencia, mera estadística y algo de capricho inicial. Desde Ibiza, un lector acreditado respondió a otra crónica anterior sobre sentidos anunciando que esperaba, “con fruición”, a que llegara la víspera de san Juan para acudir a tomar una señalada “coca amb aubercocs de can Vadell, sublime, con la pasta empapada por el jugo que deja ir la fruta”. Un ritual anual.

Jubilados ociosos y en recreo acuden a las once de la mañana a tomar una sustanciosa esquina de coca de verdura recién sacada de la panza de fuego de can Figaseca o de sa Llongeta. En La Coqueria del mercado de santa Catalina, una Toneta, ensaya la coca de ración. La mínima cola crujiente de la ensaimada es inevitable, así el galtarrot del caproig o el pedaç de bisbe, delicadezas sin receta y ni chef.

Un puñado de galletas recientes del forn des Paners, deleite de funcionarios amantes de la langosta de ficción, el “longuet del Bosch o el bocata caliente de butifarra/camaiot del Central.

En la Marina de Vila, la fonda Formentera, can Juanito Tur fue arrasada por un fast food y el esplendor del plato que resume el Mediterráneo: burrida de raya. Aquel eco de la ciudad de viajeros y refugiados está en el menú de identidad del veterano can Alfredo en Vara de Rey. Un frito de pulpo interesante en can Peixet del puerto de Ibiza, con curiosos bigotazos y el techo de sabina; el mismo bocado, distinto y digno, en la cocina actual de s’Estanc vell de Vilafranca, de Mallorca.

Algunas delicadezas, sin chef ni recetario, conforman rutas que ilustran la memoria
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La fritura de pescado (de morena, en invierno) del bar Cala de Calafiguera, otra esquina de la íntima cartografía de los placeres. Aquí un tomate seco privado, allá el hinojo encurtido, las aceitunas trencades —hito autóctono total—, los caracoles fritos de s’Abeurador, el omelette souflé y el arroz de la montaña de son (sant) Salvador, el foiegrás de cerdo de Munar, medio siglo sin cambios o el queso tierno de oveja jamás en venta o el viejo de vaca de Subaida, émulo del parmesano.

Reconocer, insistir, recordar y evocar están en la misma hoja. El deseo es un argumento intransferible y el gusto una credencial que se educa, una opción privada. Un puñado de ancianos describen con añoranza sus viajes por mar a Menorca para comprobar si can Burdó de Ciutadella (ya extinto) cultivaba el secreto de la caldereta de langosta y comprar un queso mahonés seco, viejo, rural con la leche de hierbas saladas por la tramontana en su seno por el mar que vuela.

Una peregrinación laica es ir a can Aguedet de es Mercadal, afamado por el director de La Vanguardia Horacio Saénz Guerrero, donde Águeda, Crispin y Miquel Mariano ya en la puerta evidencian el aroma y dignidad del guiso tradicional. Y con vino propio. La repostería de almendra en el vecino Cas Sucrer.

Un fuga a Formentera, sin multitudes, además de la expedición, debe ser catar peix sec en ensaladas rústicas y probar uno de los vino interesantes del territorio, Cap de Barbaria, al nivel mítico de Ànima Negra, cuatro Kilos, y el rigor de los Gelabert o Binigrau, Armero, Ferrer o Mesquida-Mora. Hay caldos que explican un lugar. La Guía Michelin acreditó su máxima para mesas en lejanía: “vale la pena el viaje”.

La reputación, la marca, sobrevive y es histórica porque entra en la mitificación doméstica. Construir/inventar una tradición va más allá del éxito del instante y del negocio. Comer es recordar, descubrir que no hay cambios aventurados, que las sucesivas elaboraciones se corresponden a lo anterior para no decepcionar.

El pastelero de referencia de sa Pobla, Xisco Moranta, con parroquianos más allá de Mallorca, retirado, oficia en familia la sencilla dulzura de la honestidad. Cerró can Net y adiós empanadas de musola de viernes de cuaresma, las empanadas de botifarra, de fruta confitada y los cuartos de época. Ahora un maestro se ve huérfano, sin el paladar de elección desde su infancia, sin los cuartos exquisitos, apoteosis y pérdidas.

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