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Argentina: la hora de los sables / 1

La corrupción abrió el camino de los militares al poder

Defraudada la esperanza popular depositada en el gobierno peronista, que se inició en 1973 y en el marco de una crisis política, económica e institucional sin antecedentes, desde hace mes y medio, las Fuerzas Armadas argentinas asumieron nuevamente la conducción del país.

El golpe de Estado, que se concretó en la madrugada del 24 de marzo al ponerse en marcha la de nominada «Operación Bolsa», fue recibido, en principio, con una mezcla de alivio e indiferencia. Tras detener a la ex presidente de la nación, María Estela Martínez de Perón, a bordo del helicóptero que la trasladaba desde la Casa de Gobierno a la residencia oficial, las tropas del Ejército, la Marina y la Aeronáutica se lanzaron sobre Buenos Aires y las ciudades más importantes del interior. Los argentinos se despertaron esa mañana al son de las marchas militares.

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«Agotadas todas las instancias del mecanismo constitucional —afirmaba el primer bando militar—, superada la posibilidad de rectificaciones dentro del marco de las instituciones y demostrada, en forma irrefutable, la imposibilidad de recuperación del proceso por vías naturales, llega a su término una situación que agravia a la nación y compromete su futuro».

La historia de un fraude

La huelga general, auspiciada por la CGT en caso de una intervención militar, no tuvo éxito entre los trabajadores. Los siete millones y medio de votantes que encumbraron al peronismo, asistieron pacíficamente al derrocamiento de Isabel Perón y no opusieron ninguna resistencia al nuevo orden instaurado por las Fuerzas Armadas.

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Solo tres años atrás, el 25 de mayo de 1973, los militares se retiraban de la Casa de Gobierno en medio de una multitud que los insultaba y conscientes de que los pocos aciertos logrados durante la administración castrense, no compensaban los siete años de dictadura que había sufrido él pueblo argentino. En su lugar, el flamante presidente Héctor J. Cámpora lanzaba un programa que sintetizaba, según él mismo lo expuso, el máximo anhelo peronista: construir «una patria socialmente justa, económicamente independiente y políticamente soberana».

Pero el tiempo puso en evidencia que las promesas y las consignas eran formas vacías de contenido. Si bien es cierto que los presos políticos salieron de las cárceles y que el poder adquisitivo de los trabajadores experimentó temporalmente una sensible mejora, además de reducirse la deuda externa de seis mil millones de dólares en un 23 por ciento durante el primer año, tampoco cabe duda que el Gobierno prestó más atención a la lucha que libraban entre si las heterogéneas facciones justicialistas que al cumplimiento de su programa.

El esfuerzo de las autoridades se centró en desprestigiar a la organización guerrillera Montoneros (peronistas de izquierda), cuyos militantes habían ganado un inusitado prestigio combatiendo fogosamente a la dictadura militar de depuesta y soportando el peso de la campaña electoral justicialista. El 1. º de mayo de 1974 es el mismo general Perón quien, investido ya como presidente, asume la disputa partidaria expulsándolos del movimiento. El enfrentamiento con el «líder de los trabajadores», obligó a los Montoneros a retornar a la clandestinidad desde donde, junto al Ejército Revolucionario del Pueblo, comenzaron a hostilizar al Gobierno. Como contrapartida surgió la Alianza Anticomunista Argentina (ultraderecha), visiblemente protegida por el oficialismo, dejando un saldo que actualmente supera los dos mil asesinatos.

De esta manera, el tan cacareado Plan Trienal del Ministerio de Economía, cuya aplicación tendría que suponer un resurgimiento de la alicaída industria nacional y una explotación racional de las riquezas, quedó reducido a su más mínima expresión: el congelamiento de los precios como forma artificial de contener la inflación.

Los últimos 90 días

María Estela Martínez de Perón ascendió a la primera magistratura del país envuelta en una crisis económica que en nada contribuyó a paliar las divisiones partidarias que generaron la muerte de su esposo. Por el contrario, el enfrentamiento que suscitó la disputa por la herencia de Perón entre el «lópez reguismo» —grupo con el que se identificaba la presidente— y la cúspide sindical paralizó la escasa actividad gubernamental y se tradujo en un manifiesto «vacío de poder».

Hasta entonces, las Fuerzas Armadas, encubiertas en un dudoso profesionalismo, se habían dedicado a la lucha antiguerrillera sin intervenir directamente en los asuntos del Estado. Tres meses antes del derrocamiento de la viuda de Perón, la paciencia de los militares llegó al límite. A través del comandante en jefe del Ejército, general Jorge Videla, lanzaron un ultimatum otorgando al Gobierno un plazo de 90 días para rectificar su rumbo.

El momento elegido por los uniformados no podía ser mejor. La corrupción administrativa y las estafas cometidas o promovidas por las autoridades, en las que se halla involucrada la misma presidente, eran el lema obligado de todos los periódicos. Isabel Perón, por otra parte, veía día a día desmoronarse su prestigio ante el creciente aumento del coste de vida y los conflictos obreros que contestaban su gobierno.

La respuesta oficial al llamado de atención militar, desató finalmente las tensiones acumuladas. El ministró de Economía, Emilio Mondelli, anunció por la red de radio y televisión un plan que, elaborado conjuntamente con el embajador norteamericano, Robert Hill, auspiciaba un drástico congelamiento salarial, En el orden externo, basado en la necesidad de fomentar las inversiones el «Plan Mondelli» proponía, para satisfacer al Fondo Monetario Internacional, la desnacionalización de las empresas anteriormente «argentinizadas» y la modificación de toda la legislación que impidiera obtener mayores dividendos al capital extranjero.

Con una inflación pronosticada en un 600 por 100 para fin de año y una deuda externa que bordea los diez mil millones de dólares —35 por 100 más que en 1973—, el anuncio del equipo económico no podía concitar el apoyo popular. Desobedeciendo las órdenes impartidas por las direcciones sindicales que apoyaban a Isabel Perón, las huelgas obreras se propagaron rápidamente en los centros industriales del país. Era evidente que el aumento del 20 por 100 otorgado por la presidente no podía cubrir ni siquiera el alza del 28 por 100 que había experimentado los productos de primera necesidad durante el mes de febrero. En el otro extremo del agitado contexto social, los empresarios convocaron a una reunión para determinar el camino a seguir. La resolución del cónclave patronal se hizo pública en todos los medios periodísticos, los que se ocuparon de señalar que el lanzamiento de un nuevo «lock out» no tenía otro fin que el de socavar las débiles bases sobre las que todavía hacía equilibrio el Gobierno.

En los cuarteles, mientras tanto, había comenzado la cuenta atrás. Los militares sólo esperaban que la Junta de Comandantes en Jefe decidiera la hora y el día en que saldrían con las tropas a la calle.

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