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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Mis recuerdos de Jack

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Era enero de 1932, tres semanas antes de que yo naciera y la noche anterior a los exámenes finales para el joven de 14 años John Kennedy, que era por entonces alumno de noveno grado en la escuela Choate de Wallingford (Connecticut). En un descanso de los libros, le escribió una nota a mi madre que está colgada ahora en las paredes de mi despacho en el Senado. El final de la nota decía: "P.D. ¿Puedo ser padrino del niño?". Fue el comienzo, incluso antes de mi nacimiento, de una relación especial que mantuve con Jack durante toda su vida, hasta la última vez que nos vimos, el fin de semana anterior a su muerte.Se escribirá, sin duda, mucho sobre Jack con ocasión de este aniversario, 20 otoños después de su muerte. Estamos sorprendidos de que haya pasado tanto tiempo desde ese día de noviembre de 1963 y nuestra sorpresa revela lo vívidamente que su vida afectó a la de tantas otras personas. Todavía pienso en él con frecuencia, en el presidente, en el ser humano, en el hermano que tan bien conocí y amé. Para mí, el dolor de su pérdida no se borrará jamás y, sin embargo, todos mis recuerdos de él son felices.

Mis primeros recuerdos son de las peleas con almohadas que teníamos todas las mañanas cuando Jack regresaba del colegio a pasar las vacaciones en casa. No tenía yo más que tres años. Pero después de haber peleado y jugado hasta la hora del desayuno, me llevaba a la playa y me contaba historias del mar. En los años siguientes, navegaba con Jack en una de las pequeñas embarcaciones que tanto quería, Tenovus, llamada así por los 10 primeros componentes de la familia, y el One more, bautizado tras mi nacimiento. Mi tarea, al acabar, consistía en plegar y guardar las velas. Era un trabajo largo y pesado y me quejaba a Jack. Tenía que hacerlo por Joe, me decía, refiriéndose a nuestro hermano mayor.

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"¿Por qué no lo hace Boboy por ti?", le preguntaba.

"Si Bobby lo tiene que hacer por mí, entonces tú lo tienes que hacer por él", me respondía Jack. Años más tarde, durante sus campañas en el Senado y a la Presidencia, tuve que ir con mucha frecuencia a hablar por él en algún lugar perdido. "Teddy", se reía, "te ha tocado volver a recoger las velas".

Jack me impulsaba a hacer algunas acciones alocadas que, en opinión de mi padre, eran demasiado peligrosas para un chico de seis u ocho años: saltar desde el tejado del garaje con una sábana como paracaídas, o lanzarme al agua desde lo alto de unas rocas cuando todavía estaba aprendiendo a nadar. "Está muy alto", le gritaba a Jack, que me estaba esperando en el agua.

"¿No tienes confianza en mí?", contestaba. A pesar de todo, tenía mis dudas, pero me tapaba la nariz y saltaba. Jack conseguía que lo hiciera muchas veces y muy pronto, ese mismo verano, nos lanzábamos al agua y nadábamos juntos.

Para mí, que tenía nueve años, la segunda guerra mundial significó el enrolamiento de mis hermanos Joe, Jack y Bobby en el Ejército. Joe no regresé. Fue el momento más duro y más triste que he visto en mi familia. Jack se encontraba entonces en casa, con un permiso del hospital donde le habían curado sus heridas de guerra. Me llevó a una base naval en Florida y me metió a escondidas en un paquebote a las cuatro y media de la mañana. Ese verano, y en numerosos fines de semana de los veranos siguientes, incluso después de su llegada al Congreso, Jack se pasaba horas enteras jugando al fútbol y navegando conmigo.

Dábamos largos paseos por la playa y hablábamos durante horas hasta que veíamos el reflejo que el sol, al ponerse, arrojaba sobre nuestras pisadas en la arena húmeda y regresábamos a casa. "En un día despejado", decía a menudo con la vista clavada en el mar, "se puede ver Irlanda". Y, a lo largo de esos paseos, no! deteníamos si el mar estaba en calma y, como señal de buena suerte, lanzábamos una piedra hacia la isla de nuestros antepasados Kennedy y Fitzgerald. Casi dos décadas después, en visitas a Hyannis Port tras su elección a la Presidencia, seguíamos dando esos paseos y arrojando piedras al mar.

Jack era siempre el que más leía de la familia o que cualquier persona que haya conocido. Cuando yo estaba en la escuela superior, vio sobre la mesa de mi habitación el poema épico de Stephen Vincent Benet sobre la guerra civil norteamericana El cuerpo de John Brown. Al fin de semana siguiente, aprovechando momentos libres en el vuelo de regreso a Washington y en su despacho del Congreso, había acabado el libro. Le dije bromeando que, para acabarlo tan rápido, tenía que haber estado leyendo incluso en los escaños del Congreso. "Es mejor que lo que se suele oír allí", me contestó. Quería hablar del libro y de la guerra civil, de manera que me puse rápidamente a trabajar en el tema antes de su vuelta a Hyannis.

El cuerpo de John Brown se convirtió en uno de los libros favoritos de Jack y la guerra civil en uno de sus temas de interés más perdurables. Cuando ya era presidente, nos pasábamos las tardes de los domingos viajando en helicóptero desde Camp David a los campos de batalla de la guerra civil. Volando sobre Manassas, me dijo: "Aquí fue donde mataron al único hijo de Daniel Webster". Y a muchos otros miles. Se calló durante un momento y añadió :"¡Qué devastadora es la guerra".

En 1950 fui a la universidad.

Me llevaba conmigo mis conversaciones con Jack, que iban desde poesía a deportes y política.Unos años extraordinarios de aprendizaje y risas. Jack fue el mejor profesor que he tenido ja más y esos fueron los años más felices de mi vida.

Mi iniciación en la política tuvo lugar en la campaña para la reelección de Jack al Senado en 1958, que constituiría la prueba para su campaña nacional de 1960. Me nombró gerente de campaña en 1958, pero mi auténtico trabajo consistía en viajar por Massachusetts en sustitución suya cuando se encontraba en Wisconsin, Virginia Occidental o en cualquier otro Estado donde se tenían que celebrar las primarias. Le preocupaba que los votantes de su propio Estado sintieran su ausencia y, además, quería darme experiencia para una posible candidatura mía al Senado en 1962. Obtuvo la reelección con un margen de casi un millón de votos, el mayor en la historia de Massachusetts en todo Estados Unidos ese año. Aquella noche, a solas con él tras la fiesta de celebración, alcé mi copa y le dije: "Por 1960, presidente, si es que lo logras". Tan rápido como siempre, me respondió: "Y por 1962, senador Kennedy, si es que lo logras".

Durante su campaña presidencial, estuve prácticamente con Jack en todos los Estados, hablando de nuevo en su nombre, con frecuencia en pueblos perdidos a donde no tenía tiempo de ir. En cierta ocasión estaba yo dando la mano a los miembros del turno de las siete de la mañana de una mina de carbón de Virginia Occidental, cuando de repente apareció un coche de policía. Jack había perdido la voz; me llevaron al aeropuerto más cercano y desde allí volé hasta el lugar de su próximo mitin, Ravenswood, donde se mantuvo sentado en silencio mientras yo lanzaba su discurso con entusiasmo y la multitud no cesaba de gritar enfervorizada.

Fue una experiencia embriagadora para alguien que sólo tenía 28 años, pero en medio del aplauso final, Jack se puso en pie y en un ronco susurro logró decir: "Teddy, tienes que esperar hasta los 35 para poder presentarte a la Presidencia". Seguimos así dos días más hasta que recuperó la voz. Luego me miró y me dijo: "Muy bien, Teddy, ya te puedes marchar". Y, a la mañana siguiente, regresé a la misma mina de la vez anterior, a la hora de la entrada del tumo de las siete de la mañana.

Recuerdo que, unos meses después, en la sesión inaugural de la Presidencia de Jack, medité sobre lo alto que había llegado desde aquellos largos meses en cama, unos años antes, cuando el joven senador había estado al borde de la muerte tras la operación en la espalda provocada por sus heridas de guerra. En aquella época pasé mucho tiempo con él, viendo cómo luchaba lentamente para recuperar la salud. Se pasaba las mañanas trabajando en Perfiles de coraje, el libro por el que se le concedió el premio Pulitzer. Todas las tardes pintábamos los dos al óleo y por la noche, antes de la cena, colocábamos los cuadros en los caballetes y le pedíamos a la familia que juzgara cuál era el mejor. A veces ganaba yo.

Jack era, tal como escribió el poeta Robert Frost, "una persona familiarizada con la noche", con el dolor y con el peligro de muerte. Creo que todo ello le dio cierto sentido de perspectiva cuando llegó a la presidencia. Un amigo comentó que en 1960 Jack parecía "totalmente despreocupado" por el resultado de las primarias de Oregón. Sabía ser irónico y humorístico consigo mismo, característica sorprendente en un político. Y, no obstante, era un hombre muy preocupado no sólo consigo mismo, sino con ideas y cuestiones de política. De él, más que de ninguna otra persona, aprendí lo importante que era tomarse las cuestiones políticas en seno, pero no tomarse a uno mismo jamás con demasiada seriedad.

En los años de la Casa Blanca, cuando yo ya estaba en el Senado, solía ver a Jack al final de la tarde. Me colaba por la puerta de atrás de la Casa Blanca y, si era verano, nos sentábamos en la terraza del segundo piso, veíamos ponerse el sol y hablábamos de los acontecimientos del día. Jack estaba siempre aguardando, lleno de ansiedad, la aprobación de la ley de Derechos Civiles y de Atención Médica y la reelección cle 1964, en la que esperaba obtener el mandato que 1960 le había negado.

Una tarde de otoño, en 1963, en la casa de nuestros padres en Palm Beach, hablamos de su viaje a Tejas a la semana siguiente. Hablamos de ello informalmente, sin darnos cuenta de la tragedia que se avecinaba. Recordaba su viaje por Tejas durante la campaña de 1960, que culminó con su aparición ante los ministros religiosos de Houston, donde hizo una defensa de la tolerancia religiosa. "Sin ese discurso o sin Tejas no hubiera ganado", me dijo. Ahora quería volver a solucionar las luchas intemas de los demócratas en Tejas. Le contrariaba la situación, pero estaba seguro de poder volver a ganar en Tejas. "Siempre atraigo a mucha gente en mis mítines en Tejas", me dijo. Pensaba que en esta ocasión habría más gente aún, porque iba con Jackie. "El fin de semana siguiente regresamos a Palm Beach. ¿Por qué no te vienes con nosotros?", me preguntó. Jack era perfectamente consciente de la fragilidad de la vida humana, pero esa noche el pensamiento más lejano de nuestras mentes era que pudiera encontrarse en el crepúsculo de su vida o de su presidencia.

Creo que si hubiera tenido la posibilidad de sentarse en la terraza de la Casa Blanca a examinar los años de su mandato hubiera señalado ciertos logros, que con los años han adquirido mayor fuerza y significado.

En primer lugar, insistió en la idea de que Norteamérica podía ser una nación próspera y compasiva. Mi hermano no era un ideólogo, alguien que cree que el Gobierno es siempre malo o siempre bueno, sino que veía un Gobierno activo, eficaz, preocupado, como un medio de progreso para las familias trabajadoras y la clase media, y una ayuda' esencial para todos los grupos que habían sido marginados o que estaban en peor situación.

Mis recuerdos de Jack

Creía que una de las pruebas básicas de una sociedad era su forma de tratar a los ancianos, los enfermos y los pobres. Por eso luchó por los programas de atención médica, de formación profesional y de nutrición, y a su muerte estaba planeando la guerra a la pobreza. Estaba escandalizado de la pobreza que había visto en las zonas rurales de Virginia del Oeste: la desesperanza grabada en cientos de rostros. Jamás lo olvidó, y no iba a permitir que Norteamérica se quedara cruzada de brazos. Ésta fue la base fundamental de su reto: preguntar qué es lo que podemos hacer por nuestro país y unos por otros.En ningún otro tema era ese reto más urgente que en la búsqueda de la plena igualdad. Jack fue el primer presidente que dijo que los derechos civiles eran "una cuestión moral" fundamental y que los trató como tal. Estaba dispuesto a arriesgar su popularidad para conseguir la integración racial en la educación y para eliminar los carteles de sólo blancos, que habían constituido una burla de la declaración norteamericana de que "todos los hombres nacen iguales".

Y, por último, Jack defendía la idea de una Norteamérica que fuera fuerte tanto en su propia defensa como en la causa de la paz. Cometió errores, como fue el primero en reconocer tras el desastre de Bahía Cochinos. Demostró que un presidente le podía plantar cara a la Unión Soviética, como hizo en la crisis de los mis¡les en Cuba, sin sacrificar los ideales que debe siempre defender esta nación. En Latinoamérica sustituyó la vieja alianza para la represión por una nueva alianza para el progreso. Creía en la causa de los derechos del hombre, por lo que su fotografía, recortada de periódicos y vieja por los años, sigue presente en cabañas y aldeas de todo el mundo.

Desde su muerte he visto en multitud de ocasiones objetos que le recuerdan, desde tapices con su efigie en los barrios pobres de Dublín hasta calles con su nombre en zonas rurales perdidas de la India. La primavera pasada, mi hijo Patrick y yo vis¡tamos una isla frente a la costa de Panamá, patria de una tremendamente pobre tribu de indios, San Blas. Tienen la costumbre de dar a sus hijos el nombre de una persona admirada; en esa isla conocimos a decenas de John Fitzgerald Kennedy; algunos, de sólo dos o tres años. Una generación después, en este remoto lugar, en el que pocos indios entienden inglés, Jack sigue siendo un héroe.

Tuvo una extraordinaria capacidad para crecer, aprender y dirigir. En 1960 se. presentó a la presidencia llevando como principal argumento la cuestión de la superioridad soviética en misiles; pero, no obstante, se convirtió en el presidente que vio, más allá del enfrentamiento con los soviéticos, la posibilidad y necesidad de la paz en la era nuclear.

Antes de partir a su encuentro con Nikita Jruschov, en 1961, vino solo a Hyannis. Pasamos la tarde en su casa hablando de todo, desde la crisis de Berlín hasta la política de Boston; luego fuimos caminando entre la vaporosa niebla a casa de nuestros padres. En el curso de los meses desde su llegada a la presidencia había visto de cerca la horrible capacidad de aniquilación nuclear. "Espero que Jruschov también lo entienda", dijo.

"¿Cómo sabremos si va bien la conferencia?", preguntó nuestro padre.

"Estad atentos y mirad si le doy el barco", respondió Jack, refiriéndose a un modelo a escala que llevaba de regalo al dirigente soviético.

A la mañana siguiente a su partida, le dolía la espalda. Con el helicóptero esperando, caminó lentamente hasta el salón para que madre pudiera ponerle un emplasto en la espalda. Se quejaba de no haber tenido tiempo de afeitarse donde le estaba poniendo el emplasto y que, cuando llegara a Viena, "me voy a morir de dolor cuando me lo quiten".

"No seas cobardica, h¡jo", le contestó madre. "Eres el presidente de Estados Unidos".

Papá siguió cuidadosamente el desarrollo de la conferencia de Viena. Tras el primer día, dijo: "Bueno, Jack no le ha dado el barco". Pero en el último encuentro las cámaras mostraron la entrega del regalo, y papá dijo, finalmente: "Parece que todo ha ido mejor de lo que dicen los peiódicos". Unos días después, Jack se hallaba de regreso en Hyannis, y nos dijo, lamentándose: "Ojalá me hubiera guardado el barco".

En la época en que Jack firmó el Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares, en 1963, papá había tenido un ataque al corazón y no podía hablar. Pero todos los viernes esperaba en el porche, sentado en su silla de ruedas, a que el helicóptero de su hijo se posara sobre el césped delantero de su casa; el servicio secreto se oponía a que el helicóptero aterrizara en ese punto, pero Jack insistía porque sabía que papá le estaba esperando. Jack explicó con detalle el Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares; papá escuchaba y asentía vigorosamente con la cabeza. Papá sabía que era uno de los éxitos como presidente de los que Jack se sentía más orgulloso.

La última vez que Jack y yo aparecimos juntos en público fue el 19 de octubre de 1963, un mes antes de su muerte, en una multitudinaria comida para recaudar fondos en el Commonwealth Armory de Boston. Se encontraba en la cumbrede su poder y popularidad, y bromeaba tranquila y felizmente sobre Barry Goldwater, su más probable adversario en 1964. En ese momento se volvió hacia mí y empezó a bromear con el público sobre los costes de contribuir a las dos campañas, la suya y la mía. Para él, 1964 sería el último hurra, pero mis carreras al Senado podían continuar durante bastante tiempo. Sonrió, mientras decía: "Supongo que pronto vendrá mi última campaña, pero tenemos a Teddy con nosotros, o sea que estas comidas podrán celebrarse indefinidamente".

Estoy ahora totalmente convencido de que lo que continuará indefinidamente es la fuerza y el atractivo de su legado. Fue un dirigente inspirador y afirmativo, no una de: esas personas negativas que buscan el poder basándose en la ira, la sospecha y el egoísmo mezquino. Decía y creía profundamente que Estados Unidos podría ser mejor, pero que hacía falta que todos nos esforzáramos al máximo. Nos pedía que nos comprometiéramos. Apelaba a nuestra generosidad con el Cuerpo de Paz y a nuestra imaginación con el programa espacial. Dejó tras sí la fe de que todos nosotros, grandes o pequeflos, en una forma u otra, podemos hacer que todo sea diferente y la idea de que todos tenemos' obligación de intentarlo. Cerca de la mitad de nuestro pueblo eran todavía niños o no habían nacido cuando él murió. Pero son muchos millones los que sienten su pérdida como algo personal y ven en su vida un ejemplo inspirador. Mi hermano hizo que todos nosotros nos sintiéramos orgullosos de ser norteamericanos.

John Fitzgerald Kennedy no pertenece todavía a la historia porque su influencia es todavía fuerte en nuestras esperanzas y corazones. Lo que hizo que su muerte fuera tan terrible era que había muchos hombres en Dallas, en Estados Unidos y en todo el mundo que le admiraban e incluso le querían. Sus 1.000 días de presidente son ya una tarde pasada, pero no se han olvidado todavía. Para su familia, sus amigos y todos los que le conocieron fue un brillante destello de luz en nuestras vidas que aún no se ha apagado. Para decenas y cientos de millones de todo el mundo que jamás le conocieron personalmente, pero que sentían que le conocían, su recuerdo está aún vivo y su luz llega hasta los más oscuros rincones de la existencia humana. Veinte años después, su luz sigue viva y no creo que disminuya ni se apague.

Jack es mi hermano y le quiero.

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