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El golpismo en el Cono Sur

La dictadura argentina iniciada en 1976 surge de una larga tradición intervencionista en una región de regímenes militares

El golpe de Estado militar del 24 de marzo de l976 se produjo en un contexto regional sembrado de regímenes castrenses (Brasil, Bolivia, Uruguay, Chile, más el caso crónico de Paraguay) y bajo las coordenadas de un mundo bipolar en el que la guerra fría entre el Este y el Oeste mantenía su vigencia y las zonas de influencia estaban relativamente delimitadas como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial.

En ese clima de la época, la larga tradición golpista argentina fue muchas veces alentada y sostenida por sectores civiles que participaron en distintas formas de conspiración junto con los mandos militares para dirimir por la fuerza los conflictos políticos. El ciclo se abrió en 1930 con el derrocamiento del presidente radical Hipólito Yrigoyen, representante político de las clases medias, por el general de inspiración fascista José Uriburu, que derivó en una década de fraude y restauración conservadora.

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A partir de esa fecha se sucedieron, en una espiral ascendente, los golpes de diferente incidencia y proyección promovidos por el "partido militar". En 1943, el encabezado por el entonces coronel Juan Perón y los generales Rawson y Ramírez, que abrió el camino a las dos presidencias constitucionales de Perón, en un momento de ascenso político y social de los trabajadores. El segundo de estos gobiernos fue interrumpido por el cruento golpe de 1955, encabezado por los generales Lonardi y Aramburu. En 1962, los militares derrocaron al desarrollista Arturo Frondizi, y en 1966 las Fuerzas Armadas provocaron la caída del Gobierno radical de Arturo Illia, al que sucedió el régimen presidido por el general Juan Carlos Onganía. Fueron años de una acentuada acción represiva y una amplia radicalización política y social, en los que se gestaron asimismo los grupos guerrilleros que actuarían en los años setenta.

Dictadura excepcional

El periodo 1930-1973 muestra que de 16 presidentes argentinos 11 fueron militares y sólo dos, ambos generales, completaron su mandato: Agustin Justo en la década del treinta y Perón entre los cuarenta y los cincuenta. Sin embargo, pese a proceder de esta larga tradición golpista, el llamado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983) marcó desde el principio el carácter excepcional de esa dictadura: las Fuerzas Armadas encabezadas por el teniente general Jorge Videla, el amirante Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti -que derrocaron al Gobierno de María Estela Martínez de Perón- ocupaban como institución todos los resortes centrales del Estado,sin límites prefijados en el tiempo para el desarrollo de su proyecto totalitario y mesiánico de salvación del país.

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Esa doble circunstancia -el marco de los regímenes militares en el Cono Sur y el peso de la experiencia intervencionista en la vida política interna- ilustraba una compleja secuencia histórica de relaciones entre los militares y la emergente sociedad de masas latinoamericana, su forma de articular el Estado, establecer políticas de desarrollo y abordar los conflictos derivados de un reparto profundamente desigual de la riqueza, todo ello en los rígidos límites ideológicos fijados por la dependencia de Estados Unidos. Pese a las grandes diferencias existentes entre los países de la región, y siendo la historia de cada uno de ellos determinante a la hora de conformar la modalidad y duración de los regímenes militares, estos golpes de Estado se alimentaron sin embargo en una matriz funcional común (la Doctrina de la Seguridad Nacional elaborada por civiles y militares en Washington) y su mecánica operativa tuvo rasgos similares.

Así, los pronunciamientos castrenses-que derrocaron a Gobiernos reformistas, populistas, desarrollistas o que perseguían un cambio gradual hacia el socialismo- suspendieron las garantías constitucionales, prohibieron los partidos y organizaciones sociales y sindicales, e instauraron la censura de prensa y la represión política, económica y social, lo que alimentó las largas caravanas del exilio. Después de una primera fase, todos buscaron fórmulas para institucionalizarse. O, en su defecto, "devolver" el Gobierno "a los civiles".

El caso de Brasil fue precursor, por la importancia regional del país pero también por haber iniciado una secuencia de militarización del conflicto social en el Cono Sur americano. El golpe del general Humberto Castelo Branco puso fin en 1964 al Gobierno reformista de Joao Goulart y situó rápidamente en la presidencia del país al citado jefe del Ejército. Contó con el activo apoyo de la embajada de EEUU: un año después del asesinato del presidente norteamericano John Kennedy, y con la Administración demócrata ya en manos de su sucesor, Lyndon Johnson, de la fórmula "seguridad y desarrollo" el primero de los términos pasó a ser prioritario para Washington en su relación con los países latinoamericanos. Un lustro después de la llegada al poder en Cuba (1959) de los insurgentes encabezados por Fidel Castro, los Ejércitos del continente acentuaron su función de custodios de las "fronteras ideológicas" dentro de cada país.

Los militares brasileños controlaron el poder durante 21 años, aunque el régimen realizó en ese período varios intentos de legitimación: creación artificial de dos partidos permitidos, reformas constitucionales, reapertura controlada del Congreso, acontecimientos que marcaron las presidencias sucesivas del mariscal Artur da Costa e Silva y de los generales Emilio Garrastazú Médici, Ernesto Geisel y Joao Baptista de Figueiredo. Finalmente, en 1985, tras un proceso de apertura política y de intensa actividad de la oposición, fue elegido un primer presidente civil en más de dos décadas.

En Bolivia, la endémica cadena de golpes militares, también iniciada en 1964 con el derrocamiento de Víctor Paz Estenssoro por parte del general René Barrientos, marcó un sinuoso camino de inestabilidad institucional y social, que incluyó entre 1970 y 1971 la breve experiencia de gobierno de un militar nacionalista, Juan José Torres, rápidamente clausurada por el entonces coronel y luego general derechista Hugo Bánzer Suárez, quien retuvo el poder al frente de un régimen de mano dura hasta 1980. Torres fue asesinado en Buenos Aires cuando comenzó a funcionar la Operación Condor, mediante la cual las dictaduras del subcontinente coordinaron sus fuerzas represivas para eliminar a opositores exiliados en algunos de esos países.

En Uruguay, la progresiva militarización del Estado fue manifiesta durante la presidencia de Juan María Bordaberry (a partir de l972): el Ejército asumió el control de la lucha contra la guerrilla urbana de los Tupamaros, surgida a finales de los sesenta, la clausura del Congreso y la prohibición de la actividad de los partidos. Un Consejo de Estado designó presidente en l976 a Aparicio Méndez por cinco años, en los que continuó la crisis económica y la persecución de los opositores. Los exiliados llegaron a ser medio millón, en un país de tres millones de habitantes. Finalmente, en l981 el general retirado Gregorio Álvarez asumió la presidente para un periodo de transición, caracterizado por el crecimiento de la agitación social y política. Esa tutela castrense duró hasta comienzos de l985.

La batalla de Chile

El proceso de Chile muestra una serie de rasgos excepcionales en este cuadro de golpismo militar americano. El ahora anciano ex dictador Augusto Pinochet, que todavía en el 2001 es noticia -aunque esta vez en calidad de reo por violaciones de los derechos humanos-, ha marcado la vida chilena durante más de dos décadas, desde que encabezara en l973 el golpe de Estado que derrocó al Gobierno de la Unidad Popular presidido por el socialista Salvador Allende.

En primer lugar, al aplastar una singular experiencia política de transformación estructural y tránsito al socialismo a partir de la legalidad vigente, después de llegar al Gobierno en votaciones libres. Una situación paradójica que además de movilizar a las fuerzas de la derecha chilena encendió las alarmas en Washington, donde el doctor Henry Kissinger, entonces secretario de Estado del presidente republicano Richard Nixon, arbitró una serie de medidas de apoyo clandestino al cruento golpe que finalmente se produjo.

En segundo lugar, porque asumió un liderazgo militar fuertemente personalizado, cosa que no ocurrió en los países vecinos, donde la presencia de Juntas Militares al frente del poder tuvo un perfil más corporativo, del que sólo sobresalía, y de manera provisional, el elegido como primus inter pares para ejercer la presidencia. Finalmente, por alcanzar una considerable base social y electoral, generando una derecha pinochetista que en parte ha seguido apoyándolo cuando perdió en 1988 el plebiscito para prolongar su mandato y debió convocar elecciones dos años más tarde.

Así, con este Pinochet crepuscular, se cierra el círculo del golpismo en el Cono Sur abierto en los años sesenta, cuyas dolorosas secuelas son hoy, a la vez, presente e historia.

El enemigo interior

La mayor parte de los jefes militares latinoamericanos que encabezaron golpes de Estado recibieron en los años cincuenta y sesenta formación táctica, estratégica y doctrinal en centros militares estadounidenses, en un momento fuertemente marcado por la guerra fría entre Washington y Moscú. Cuando se produjo el golpe de l976, ya se habían graduado en esas academias, desde sus comienzos, más de 500 oficiales superiores argentinos. La idea de la existencia de un estado de guerra permanente contra "el comunismo" fue sistematizada en la Doctrina de la Seguridad Nacional impartida en esos centros, que tras definir el marco geopolítico de actuación de los ejércitos americanos, subrayaba la existencia de un enemigo común, "la subversión comunista", manifestación de una amenaza "global" a la que se debía abordar también con planteamientos integrales. Esta batalla contra "el enemigo interior" se libraría en el marco de una "tercera guerra mundial" declarada por la penetración ideológica de "la izquierda subversiva" en los países de Occidente. En el desarrollo de esa lucha "contrainsurgente" se aprovechaban, asimismo, experiencias como la de Francia en Indochina y posteriormente en Argelia, de las que se derivaba la asunción de la tortura como medio de utilización masiva y rutinaria para obtener "información". El desarrollo de esas ideas en situaciones de conflicto podrían llevar, como así ha sido, a la aniquilación del "enemigo". La trágica experiencia de la última dictadura argentina muestra que ese "enemigo" fue, para quienes planificaron y ejecutaron el golpe, casi toda la sociedad, incluidos ancianos y niños que acababan de nacer.

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