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Los nietos de Gengis Kan

Los hazaras, la etnia más castigada de Afganistán, piden no ser excluidos de la conferencia de paz de Bonn

Guillermo Altares

Es un pequeño destacamento situado en las afueras de Kabul. Se nota inmediatamente, por sus rasgos mongoles, que son hazaras. Van bien uniformados y están organizados. Pero tienen miedo. A unos 500 metros de su posición, en el destruido palacio del presidente Amin, hay 'unos hombres armados' y no han subido a comprobar quiénes son. Finalmente, lo hacen, para descubrir que son guerrilleros de Basir Salangee, el comandante de la Alianza del Norte encargado de la seguridad en el oeste de la capital afgana, pero nadie se había molestado en informarles de su presencia, a pesar de que esta zona está, en teoría, bajo su control y de que ellos también forman parte de la Alianza. Hachim Sultaní, el jefe, dice orgulloso que ahora son soldados del Gobierno y que los hazaras necesitan la paz más que nadie, 'porque los talibanes asesinaron a mucha gente en Bamiyán y en Mazar-i-Sharif'.

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Los cinco soldados llevan dos años luchando y vienen de diferentes partes de Afganistán. 'En el Ejército no hay sólo hazaras, sino miembros de todas las etnias', explica otro combatiente, Ahmed, que también recuerda los sufrimientos de su pueblo, descendiente de las hordas mongolas de Gengis Kan y el único de todos los de Afganistán que practica el islam shií, lo que le ha costado muchas veces el odio de las otras etnias. Representan a casi el 20% de la población afgana y ahora temen quedar excluidos de las conversaciones que comienzan el lunes en Bonn y, por tanto, del Gobierno del país.

'Tenemos que participar en el futuro de Afganistán', asegura Hazami (prefiere ser identificado sólo por su apellido), uno de los líderes del principal partido de los hazaras, Hezb-e-Wahdat. El escenario ha cambiado por completo: del puesto militar desolado al bullicioso barrio de Karti-si, el distrito hazara de la capital afgana, donde viven unas 30.000 familias. La gente de Hazami, un hombre de 37 años, bien vestido, que defiende con vigor sus argumentos políticos, está limpiando la antigua sede de su partido, que había sido ocupada por mercenarios chechenos de los talibanes, que en su huida arrasaron con todo. Aunque arranca con un discurso conciliador, este político expone rápidamente las preocupaciones de la gente a la que representa. 'Lo primero que tenemos que hacer es que los hazaras no vuelvan a ser atacados. Tienen que vivir en libertad y en democracia, como todo el resto de los afganos. En el futuro de este país no tiene que haber ninguna diferencia entre las etnias', asegura, antes de lanzarse a exponer sus temores. 'No aceptaremos ninguna decisión que se tome en Alemania si no hay gente de los hazaras, y por ahora no nos han invitado'.

Sin embargo, Eric Falt, portavoz de las Naciones Unidas en Afganistán, aseguró a este periódico que sí habrá representantes de todas las etnias de Afganistán, incluidos los hazaras, en Bonn. 'La Alianza del Norte tendrá una delegación de 30 personas, y en ella estarán representadas tantas facciones como sea posible, los hazaras entre ellos. No será una Loya Jirga [asamblea tribal] que reúne a todo el mundo, pero será una representación muy amplia', dijo.

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Las palabras de Hazami reflejan el principal problema al que se enfrenta el encuentro de Bonn: en Afganistán, cada partido, cada etnia, tiene diferentes facciones. Si ya será muy difícil poner de acuerdo a los que se reúnan en Alemania, no hay que olvidar que, cuando vuelvan a casa, las negociaciones deberán continuar dentro de cada uno de los grupos. Lo que sí confirma Hazami es que respetarán la figura del rey Zahir Shah.

En las bulliciosas y paupérrimas calles de Karti-si se habla menos de política y más de sufrimiento. El mercado, bien surtido, está en el centro de un barrio de casas de adobe y callejuelas polvorientas por las que caminan niños descalzos, mujeres con burka y cientos de hazaras que, con sus rostros asiáticos, dan la sensación de que el escenario es una ciudad china. 'Los talibanes nos robaban y nos pegaban. De vez en cuando desaparecía gente por la noche', dice Abdul Walid, un comerciante analfabeto. Frente a una pequeña tienda mugrienta en la que ponen una película india titulada Champion, ante un aforo que se entusiasma con los tiros y las chicas, Sultan Saefi, de 45 años, dice estar parado, aunque va bien vestido y luce un precioso anillo de plata. Como casi todo el mundo en Kabul, se busca como puede la vida en las calles. Saefi, un hombre culto, tiene una explicación para el odio. 'Los que nos perseguían eran los mercenarios. Los shiíes y los suníes nos llevamos bien, pero los extranjeros eran wahabíes y nos odiaban', asegura. Y luego relata las matanzas que sufrió el pueblo hazara en Kabul en 1993, en Mazar-i-Sharif y en Bamiyán (la última, hace una semana, cuando los talibanes abandonaron la ciudad).

Ahora, la gente sólo quiere oír hablar de paz. 'Dígale a la ONU que se acuerde de nosotros, que pasamos mucha hambre, que queremos que nuestros niños estudien, que queremos paz', afirma un viejecito llamado Hasán, antes de seguir su camino en uno de los barrios más pobres de Kabul.

Vecinos de Kabul se desplazan en bicicleta por un barrio destruido en las sucesivas guerras.
Vecinos de Kabul se desplazan en bicicleta por un barrio destruido en las sucesivas guerras.REUTERS

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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