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CRIMEN POLÍTICO EN HOLANDA

Una democracia estancada

Isabel Ferrer

A primera hora de la mañana del pasado lunes, día de su asesinato, uno de los últimos sondeos electorales de la campaña ahora suspendida le daba al partido de Pim Fortuyn 38 de los 150 escaños del Parlamento holandés. A las seis de la tarde, el político más controvertido del país y el único que parecía incómodo en cualquiera de los casilleros dispuestos para el etiquetado ideológico de los líderes con ansias de poder, yacía muerto en el suelo de un aparcamiento. Un sórdido final para un candidato que se consideraba en todo caso un populista de derechas y había revelado el abismo que separa hoy en Holanda a los gobernantes de buena parte de la ciudadanía.

En una sociedad que creía tenerlo todo resuelto y donde el dimisionario primer ministro socialista, Wim Kok, llegó a decir que 'el debate sobre el multiculturalismo está cerrado', Fortuyn suponía algo más que una curiosidad. Lejos de aislarlo, sus ideas xenófobas y expeditas lo habían transformado en una alternativa válida. ¿De qué modo? En su afán de ganar sufragios olvidando que los había emitido un votante en constante evolución, los demás partidos han ido difuminando en las dos últimas décadas sus idearios. Tanto, que el centrismo es ahora en Holanda una nebulosa ideológica lista para tranquilizar a los muchos electores que se suponía más cómodos en esa zona del espectro político.

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Como consecuencia de ello, faltaba un verdadero debate político y los gobernantes habían cometido el error de mostrarse ensimismados y paternalistas con sus conciudadanos. Todo debía resolverse por medio del arraigado consenso nacional, el modelo pólder en el que ceder permite seguir tranquilos hasta la siguiente legislatura. Un sistema presentado como paradigma de estabilidad en el resto de Europa que, sin embargo, no ha satisfecho a sus propios ciudadanos y ha dejado sueltos flecos tan gruesos como las políticas de inmigración.

Mito de la tolerancia

Un apartado para el que sólo Fortuyn parecía tener planes concretos, porque hurgaba sin contemplaciones en uno de los tabúes holandeses, tierra de acogida temerosa de quebrar el mito de su tolerancia hablando siquiera de integración.

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Ahora que ya no está, las críticas acumuladas durante los últimos meses por Fortuyn se han vuelto contra sus más veteranos rivales. Paralizados por su popularidad en vida y preocupados de que su violenta muerte le gane a su partido, Lista Fortuyn, -que en la actualidad no tiene representación parlamentaria- un buen número de votos de simpatía, los demás líderes siguen sin analizar los cambios experimentados por la sociedad. Sospechan también que su tradicional falta de pasión en el ejercicio de su labor le había ganado simpatías al colega asesinado, menos distante en el juego electoral del contacto con la calle a pesar de ser un novato. Y lo que es más importante, su ausencia deja abierto el análisis más fino que les incluye a ellos como gobernantes y al papel que han jugado en la insuficiente renovación de la democracia en Holanda.

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