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Dilemas de la crisis nuclear con Corea del Norte

La crisis nuclear que se ha suscitado con Corea del Norte no sólo ha alcanzado momentos de verdadera tensión, sino que también está planteando varios dilemas estratégicos a EE UU.

Esta crisis es la segunda en menos de un decenio. La primera se produjo en 1993-1994 cuando, ante las sospechas internacionales de que disponía de más plutonio que el declarado, Pyongyang rechazó unas inspecciones propuestas por el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), con el que había firmado un acuerdo de garantías en 1992, y amenazó con abandonar el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), al que se había adherido en 1985, y con continuar con su programa nuclear de reprocesamiento de plutonio. La crisis fue resuelta con la firma de un acuerdo-marco (agreed framework) con EE UU en 1994. En virtud de ese acuerdo, Corea del Norte se comprometió a paralizar su programa nuclear a cambio de la normalización progresiva de relaciones con EE UU, así como del suministro de dos reactores nucleares de agua ligera y de medio millón de toneladas de petróleo al año hasta que estuviera terminado el primer reactor.

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La segunda crisis se inició cuando Washington hizo público a mediados de octubre pasado que Corea del Norte había admitido unos días antes, durante una reunión bilateral, que estaba desarrollando un programa nuclear secreto de enriquecimiento de uranio. Todo parece indicar que tal admisión fue en parte forzada, puesto que EE UU aparentemente presentó pruebas de que los norcoreanos habían obtenido tecnología nuclear sensible de Pakistán a cambio de misiles. Ese reconocimiento ha generado una creciente tensión, cuyos escalones han ido desde la suspensión de los envíos de petróleo hasta el abandono norcoreano del TNP, pasando por la reactivación de las centrales nucleares paralizadas en 1994. El resultado es que Pyongyang tiene ahora en marcha dos programas nucleares: el desvelado de enriquecimiento de uranio y el reactivado de reprocesamiento de plutonio.

EE UU y sus aliados en la zona (Corea del Sur y Japón), así como China y Rusia, han insistido en que deben respetarse los compromisos de desnuclearización de la península coreana y, por tanto, que Pyongyang debe abandonar sus programas nucleares, reingresar en el TNP y permitir la vuelta de los inspectores del OIEA, así como autorizar un sistema más estricto de seguimiento para que no se repita una situación como la actual. Exigencias todas ellas que son perfectamente razonables, entre otras razones porque el comportamiento de Corea del Norte pone en cuestión la integridad del régimen internacional de no proliferación nuclear.

Afortunadamente, Washington descartó desde el principio cualquier solución militar, por las dificultades técnicas y los peligros que entrañaría, y emprendió consultas diplomáticas con los países vecinos de Corea del Norte, a efectos de resolver la crisis de manera pacífica. El reciente ofrecimiento del presidente Bush para discutir ayudas económicas parece que puede empezar a desbloquear la situación.

No obstante, hasta hace poco EE UU pareció optar por una línea dura, negándose a negociar y amenazando con sanciones económicas hasta que se volviese a la situación ex ante. Sin embargo, es muy posible que tales sanciones hayan sido rechazadas por Seúl, Tokio, Pekín y Moscú, en parte por temor a que Pyongyang se enroque o, lo que puede ser todavía peor, a que se produzca el colapso de un régimen plagado de problemas económicos. Un eventual colapso crearía problemas humanitarios de enorme alcance y generaría una situación difícilmente manejable por los tres vecinos continentales de Corea del Norte.

Además, todo indica que el peligro de Corea del Norte no es en realidad tan serio e inmediato como podría parecer a primera vista. Aunque haya polémica al respecto, lo cierto es que no hay pruebas de que disponga en estos momentos de armamento nuclear. Además, es dudoso que sea capaz de obtenerlo a corto plazo y está aún menos claro que tenga misiles operativos para utilizarlo, en parte porque su programa de pruebas está paralizado desde 1999. Existen todavía más dudas de que, incluso si pudiera hacerlo, Pyongyang llegue a la locura de atreverse a lanzar un ataque nuclear que supondría la aniquilación automática de su régimen.

Por añadidura, la crisis ha puesto en cuestión las supuestas ventajas de la nueva política de la Administración de Bush respecto de Pyongyang, que en EE UU se califica de hawk engagement [enfoque político halcón], y que ha supuesto un giro sustancial respecto de la estrategia desplegada durante los Gobiernos de Clinton. Desde principios de 2001, Washington se desmarcó de la política surcoreana de apertura al Norte (la sunshine policy que hizo que el hoy presidente saliente, Kim Dae Jung, recibiese el Premio Nobel de la Paz), frenó las negociaciones sobre misiles entabladas al final de la Administración de Clinton, exigió concesiones en armas convencionales y derechos humanos e incluyó a Corea del Norte, junto con Irak e Irán, en el famoso eje del mal. Ese endurecimiento se acompañó, sin embargo, de llamadas a una negociación "sin condiciones". El Gobierno estadounidense confiaba en que esa combinación de mayor firmeza y algún que otro gesto de mano tendida obligaría a Pyongyang a cambiar de actitud y a mostrar más flexibilidad, aunque cabe sospechar que lo que pretendía, en último término y especialmente desde finales de 2001, era lisa y llanamente un cambio de régimen político en Corea del Norte. Sin embargo, tales cosas no sólo no se han producido, sino que Pyongyang ha lanzado un órdago con sus programas nucleares, envite cuya pretensión es seguramente disponer de una palanca diplomática con miras a obtener más concesiones de EE UU. Así, Pyongyang ha exigido, como condiciones para paralizar tales programas, un pacto de no agresión con EE UU que le asegure que no será objeto de un ataque preventivo, un reconocimiento formal del régimen que le permita acceder a financiación de organismos multilaterales y un tratado de paz que sustituya al armisticio firmado en 1953 al final de la guerra de Corea.

Resulta lógico pensar que el objetivo primordial de Kim Jong Il es la supervivencia misma de su régimen. No sería descabellado brindarle garantías formales de que no será objeto de un ataque preventivo y permitirle acceder a la ayuda de organismos internacionales como el FMI, el Banco Mundial o el Banco Asiático de Desarrollo.

Además, independientemente de cómo se resuelva la crisis actual, EE UU tiene dos grandes dilemas. El primero es el de si tiene sentido que Washington siga oponiéndose a la política surcoreana de apertura al vecino septentrional. Ese rechazo no parece haber dado buenos resultados. Además, la sunshine policy ha sido revalidada en las recientes elecciones presidenciales de Corea del Sur, que se celebraron el pasado 19 de diciembre y que dieron la victoria al candidato del partido gobernante, Roh Moo Hyun, apoyado por Kim Dae Jung y defensor de esa política.

El segundo dilema consiste en si la política más general de Washington sobre Corea del Norte debe permanecer inalterada o si, por el contrario, exige cambios sustanciales. Hay indicios de que esa política no suscita consenso entre todos los altos cargos de la Administración de Bush. Los críticos señalan que no tiene mucho sentido apostar por un cambio de régimen en Corea del Norte. Por muy execrable que sea ese régimen, e indudablemente lo es, lo importante, señalan esos críticos, es apuntalar su supervivencia económica y hacerle percibir que no está amenazado desde el exterior, con miras a alcanzar una situación estable de coexistencia pacífica. Además, tras años de declive económico y de aislamiento internacional, en los últimos años Pyongyang había iniciado por fin una tímida reforma económica, con algunas similitudes con la emprendida en China hace veinte años, y estaba aceptando una creciente apertura a Corea del Sur y Japón. En 2002 hizo una reforma de precios y salarios y abrió varias zonas francas a la inversión extranjera. Además, participó en varios acontecimientos festivos y deportivos en Seúl y activó la construcción de dos corredores de ferrocarriles y carreteras a través del paralelo 38. En septiembre pasado, el primer ministro japonés Koizumi visitó oficialmente Corea del Norte, en lo que se interpretó entonces como el primer paso para la normalización de relaciones con Tokio.

En suma, además de resolver la crisis actual de manera adecuada y acordada con Corea del Sur, Japón, China y Rusia, Washington debería reflexionar sobre si no sería conveniente prestar mayor atención a las opiniones de Seúl y reconducir su estrategia con Corea del Norte hacia parámetros más razonables.

Pablo Bustelo es profesor en la UCM y analista asociado para Asia Pacífico del Real Instituto Elcano.

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