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Terroristas en el Reino de Suecia

Los suecos tienen un dicho contundente para expresar lo que debe hacerse en situaciones difíciles: tener hielo en el estómago. La ministra asesinada, Anna Lindh, tenía ese hielo a la hora de cantarle las cuarenta a EE UU por la salvajada de la guerra contra Irak, cuando le tocó mediar en una Macedonia casi en pie de guerra civil o cuando criticó duramente a Israel por el trato inhumano a los palestinos. También supo poner en su lugar a un gánster caricaturesco como Berlusconi. Pero lo maravilloso era que Lindh tenía una inapagable llama de calidez en el corazón, que la hacía capaz de irradiar una magia rara en nuestros días: la del político que, aunque no estemos de acuerdo con él o ella, nos cautiva y se impone con su honradez, su simpatía y su firmeza de principios.

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Lindh tenía una veta contestataria a favor de la justicia social y el derecho de los países pequeños a influir en la política de los poderosos, heredada de su maestro, Olof Palme. Pero si Palme hacía temblar a sus adversarios, a quienes podía herir y devastar con el refinado poderío de su verbo, Lindh exponía sus puntos de vista con la suavidad imparable de una mariposa blindada, que parecía encarnar aquel aforismo de la Reina Cristina de que por algo tiene la rosa sus espinas. Anna Lindh representaba la esperanza de millones de suecos de algún día disfrutar de una primera ministra de esa naturaleza. Si para el partido socialdemócrata este crimen absurdo y vil constituye una pérdida humana y política irreparable, en el pueblo sueco se ha revuelto una turbia masa de cuestiones que parecían palpitar, en lo profundo del subconsciente nacional, en forma de quistes intocables por su naturaleza dolorosa.

En la acritud y la zozobra, pero sobre todo en los temas de las discusiones y las conjeturas, he palpado en estos días cómo Suecia, bajo una superficie de paz social y de consenso democrático en un clima de prosperidad económica, parece tener serias cuentas que saldar consigo misma: el déficit democrático que millones de ciudadanos interpretan como una consecuencia del desmantelamiento progresivo del Estado de Bienestar y la disminución del poder del movimiento obrero, de los sindicatos y las asociaciones populares, ha creado una difusa sensación de que el país, en realidad, ha cambiado de paradigma político sin que una discusión a fondo se llevara a cabo cara a cara con el pueblo. Esta sensación ha contribuido a percibir al euro como un enemigo indescifrable, que terminará conculcando le autonomía de la democracia sueca y, a la larga, la identidad nacional.

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Un ejemplo brutal es el desmantelamiento casi subrepticio del sistema nacional de asistencia psiquiátrica, que, hablando en plata, ha significado que un montón de locos, muchos de ellos peligrosos por ser incapaces de estructurar su vida por sí mismos, fueron desalojados de las antiguas clínicas financiadas con dinero público. Casi al mismo tiempo que el asesinato de la ministra, un demente suelto apuñaló mortalmente a una niña de cinco años en el patio de una guardería.

Otro tema que ha salido a relucir es el trauma vivísimo del asesinato de Olof Palme, con sus múltiples heridas aún sin restañar en las venas y el espíritu de la nación: ¿estuvo o no la policía sueca involucrada en aquel asesinato? ¿Qué importancia tuvo el hecho incontrovertible de que, a poca distancia del lugar donde se produjo el magnicidio en 1986, acostumbrase reunirse una cofradía de policías declaradamente nazistas? ¿Qué relación soterrada podría tener el asesinato de Palme con el de una brillante canciller encaminada a serlo un día, y que disfrutaba de un amplísimo apoyo nacional y una sólida reputación internacional? ¿Quién se atreve ahora a despuntar como dirigente exitoso del partido socialdemócrata? ¿Cómo explicar la ineptitud policial entonces y ahora, que se antoja misteriosa por lo inexplicable y ridícula?

Con razón o sin ella, el peso de los peores rumores y de la amargura ha recaído -una vez más- sobre la policía sueca: ¿cómo puede afirmar el jefe de la Policía de Seguridad, casi en una misma oración, que el asesinato de Lindh representa "un fracaso para su organización" pero que ellos "no han cometido ningún error"? "Nuestra gloriosa policía no se equivoca nunca", decían el otro día con acritud unos jóvenes en una manifestación en honor a la memoria de la ministra asesinada; "ni siquiera se equivocan en pasado perfecto". Y recordaron la inaudita brutalidad policial desplegada en abril de 2001, cuando los ministros de finanzas de la UE se reunieron en Malmö y la policía reprimió salvajemente, y en el caso de un policía a puñetazo limpio en plena calle, a un grupo de manifestantes pacíficos.

La policía sueca, aparentemente analfabeta políticamente, no parece comprender la naturaleza profunda de las tensiones de la sociedad que tienen el deber de proteger, y más de una vez he escuchado la opinión de que, en vez de aprender las técnicas típicamente policiales de represión, deberían sentarse en un colegio a tomar lecciones de Historia. Tal vez una clave de este problema pueda descubrirse en el documental de Lukas Moodisson y Stefan Jarl Los terroristas, un filme sobre los condenados, en el que intervienen algunos de los jóvenes severamente sentenciados por la justicia sueca como consecuencia de sus supuestas actividades subversivas durante los disturbios de Gotemburgo en el verano de 2002, incluido el joven tiroteado por la policía que no murió de puro milagro.

En el documental de Moodisson y Jarl se muestra un vídeo de la policía secreta en el que vemos cómo ésta había perseguido y vigilado minuciosamente a unos muchachos y muchachas cuyo único crimen era militar en organizaciones antiglobalizadoras como Attac u otras, y muchos jóvenes (y sus padres) se preguntan ahora, en medio de la conmoción por el nuevo asesinato: ¿entonces para vigilar hasta extremos ridículos a quienes se les niega el derecho democrático a manifestarse sí hay recursos suficientes, pero no para garantizar la vida de una ministra popularísima, y además comprometida en una campaña potencialmente peligrosa a causa de la aguda polarización que había generado?

¿No será la policía misma la que ha impuesto una cultura de la violencia y unas pautas de conducta antidemocráticas, cuyo lema es que salir a las calles a manifestarse es lo mismo que delinquir, si se tiene en cuenta el hecho insólito de que en Gotemburgo las fuerzas policiales acorralaron, dentro de una escuela, a unos quinientos jóvenes que iban a manifestarse según normas previamente pactadas con la policía, rodeando el edificio nada menos que con una infranqueable barrera de contenedores antes de que las demostraciones degenerasen en batalla campal y, por lo tanto, constituyendo un inadmisible elemento de provocación? ¿Cómo se explica la irregularidad de los procesos, demostrada en el libro de Erik Wijk Los disturbios de Gotemburgo y los juicios (Göteborgskravallerna och processerna, Manifest, Estocolmo, 2002), y unas condenas desmesuradas que, en su totalidad, suman cuarenta y cinco años? ¿Quiénes son los verdaderos terroristas del Reino de Suecia?

Al mismo tiempo, en la estela revuelta del asesinato de Lindh, la gente se pregunta qué país es el que se quiere construir. ¿Una Suecia con más vigilancia y más policías y agentes secretos, con cámaras de vigilancia y más teléfonos intervenidos y políticos separados del pueblo por barreras de escoltas e innumerables dispositivos de seguridad? Peligrosa perspectiva, ya que esto daría pie, forzosamente, a un tipo de político ajeno a la admirable tradición de inmediatez y apertura de los políticos suecos pero también daría más poderes a un cuerpo policial en el que muy pocos confían.

Este nuevo crimen político no ha sucedido en Finlandia ni en Noruega, ni siquiera en la frenética Dinamarca -el país más racista de Escandinavia, donde el extremismo xenófobo ha ascendido al poder, creando tensiones muy fuertes-, sino en la pacífica, ordenada y democrática Suecia. Aquí no hay nada ni remotamente parecido al clima de inseguridad que produce, en la clase política española, el conflicto vasco. Pero sí hay cada vez más políticos que reciben amenazas, sobre todo por parte de individuos y organizaciones con simpatías nazistoides. ¿Existe acaso un flujo de oscuras fuerzas decididas a tomar la Historia de Suecia en sus manos, ejecutando a los líderes que, por las características que sean, no les convienen? Aunque la gente se haga esta pregunta en la calle o en soledad, muy pocos creemos que esa terrible posibilidad exista. Por eso la mayoría deseamos, con todas nuestras fuerzas, que esta vez la policía tenga razón y el actual asesino sea un enajenado solitario y no un hombre cuyos motivos estén arraigados en alguno de los extremos del espectro político. Si a pesar de todo esto ocurriera tendríamos, siguiendo el razonamiento de Moodisson y Jarl, que ponerle al fin un nombre al verdadero terrorismo en Suecia.

René Vázquez Díaz es escritor cubano afincado en Suecia. Su libro más reciente es El sabor de Cuba, Tusquets, 2002.

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