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Alto el fuego en Oriente Próximo

"Eso era mi casa"

Miles de personas caminan entre las ruinas de lo que fueron sus hogares en Beirut

Guillermo Altares

Alí Husein contempla una montaña de escombros en un barrio chií del sur de Beirut, Haret Hreyk. Se mire por donde se mire, sólo hay edificios arrasados por explosiones de una violencia increíble. "Eso era mi casa", señala. "La aviación israelí la bombardeó la semana pasada, pero Hezbolá nos ayudará", agrega Husein, de 34 años, que ha perdido todas sus pertenencias, todos los trozos de vida que puede contener una vivienda.

En lo que hasta la tregua era un territorio desierto ante el temor a los bombardeos israelíes, ahora miles de personas, jóvenes, niños, ancianos, mujeres con chador y vestidas a la occidental se mueven entre las ruinas, ante la atenta mirada de los milicianos del Partido de Dios, que controlan la situación. El sonido de cristales rotos, de las excavadoras, de los gritos, se mezcla con el polvo, el olor a basura y a veces todavía a quemado.

La vida cotidiana ha quedado esparramada por todas partes. Mahmud Ramadán, un chií de 34 años que chapurrea un español aprendido en Argentina, abre el cierre de su tintorería. Salvo por una capa de hollín y el polvo, parece casi milagrosamente intacta. Pero, al subir al segundo piso, muestra una puerta que antes daba a otra habitación y ahora se abre al vacío. "Abajo hay una bomba sin explotar", dice al señalar un cráter que se hunde en lo que antes era el garaje.

La gente saca lo que puede, sube a los pisos -cuya seguridad ha sido más o menos controlada antes de permitirlo-, pero las bombas sin explotar no son el único peligro. Un grupo de hombres con cascos amarillos, acompañados por soldados, se pasea entre las ruinas. Uno de los miembros del cortejo asegura que no puede decir nada sobre qué hacen allí, pero sí confirma que pertenecen a la organización que aparece marcada en su maletín: el Instituto Libanés de Investigación Nuclear. La posibilidad de que alguno de los misiles que arrasaron estos barrios tenga uranio enriquecido es muy elevada. "Hemos hecho todo lo posible por la seguridad de la gente, pero sigue siendo peligroso. Antes de que nadie entre en un edifico, hacemos una inspección", explica uno de los hombres.

Muchos habitantes se sienten víctimas de un castigo colectivo. La sede de Al Manar, la televisión de Hezbolá, estaba unas cuantas manzanas más allá, pero hay inmensas zonas exclusivamente civiles que han sido convertidas en polvo. El hecho de que una iglesia cercana y una mezquita permanezcan intactas demuestra que los bombardeos fueron muy precisos.

"Aquí sólo vivían civiles", explica Ibrahim, un músico de 27 años, ante la puerta de su casa de dos pisos que, por lo menos, está entera, aunque tenga los cristales reventados. Las paredes arrancadas permiten ver una guardería o, en un piso alto de un edificio que ha perdido la fachada, una habitación.

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Ahmed Naser, estudiante de 15 años, regresa de su casa con las manos vacías. No ha logrado recuperar nada. El piso en el que vivía con sus padres ha sido fulminado. "Lo hemos perdido todo", dice con una extraña resignación mientras camina entre los escombros y pasa junto a una tienda de colchones y camas, que incluso en Las Vegas considerarían excesivas. Hay cristales por todas partes, pero la colcha rosa y el cabecero rojo se han salvado milagrosamente. Son una de las pocas cosas intactas en Haret Hreyk.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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