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Reportaje:

José Tomás: "Vivir sin torear no es vivir"

Tenía 10, 11 años, y aquel día no había clase. Así empezó todo.

José quería ser futbolista, pero pasaba mucho tiempo con su abuelo Celestino. A menudo, los nietos mayores siguen siendo únicos por muchos hermanos que les nazcan después, y lo son para siempre. Esa intimidad profunda y estrecha al mismo tiempo, que no tiene explicación ni la necesita, compensa con creces los mimos que se reservan para los pequeños de cada casa, porque los buenos abuelos, los que saben apreciar cómo cambia de forma y de tamaño la mano que llevan en su mano, no sólo transmiten amor, una clase especial de sabia y vigilante compañía. También saben inspirar fe, seguridad, confianza. Y a veces tienen el don de adivinar el futuro.

"Hay que contar con la posibilidad de morir; hay que tener miedo y aprender a superarlo"
"Brindo en ocasiones muy especiales, cuando me sale de dentro. Y a veces, sólo con la mirada"
"Vivir sin torear no es descansar, no es estar relajado, ni disfrutar de lo bueno de la vida"
"No alterno con toreros, lo de Fernando Ochoa es distinto porque es amigo mío"
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¿Quieres torear? Aquel día no había clase, él tenía 10, 11 años, había empezado a sufrir por el Atlético de Madrid y de mayor quería ser futbolista. Lo era ya del equipo de su pueblo, el Galapagar, un club de tercera regional cuyas categorías inferiores ?benjamines, alevines, infantiles, juveniles? jalonaron el recorrido de su infancia. Al principio jugaba de delantero centro, después de medio centro, y corría mucho, tanto, que ahora recuerda su velocidad con una sonrisa luminosa, contenida, y un brillo travieso en los ojos. Corría mucho y progresaba adecuadamente de categoría en categoría, por eso tenía ambiciones, pero aquel día no había clase y su familia decidió pasarlo en el campo, en la finca de su tío Victorino Martín, el ganadero que había logrado que su nombre se hiciera tan famoso, o más, que el de los matadores que se atrevían con sus corridas. Entonces, alguien que andaba por allí le hizo una pregunta que le cambiaría la vida: "¿Quieres torear?".

No sabe por qué contestó que sí, pero se acuerda de que cuando se enfrentó a su primera vaca ni siquiera sabía armar una muleta. La cogió como si fuera un capote y su abuelo estaba allí, mirándole. Celestino le escondía los balones, se los quitaba, se los pinchaba y le daba una muleta a cambio: "Toma, torea". Él era taxista, pero no uno cualquiera, hasta en su tarjeta de visita lo ponía: Celestino Román, taxista de toreros. No había nada en el mundo que le gustara más que alquilarse para una tournée, o quizá sí. Quizá le gustaba más ir a Las Ventas con su nieto José, iniciarle sin palabras en la liturgia profana y solemne de una fiesta que celebra la vida en el sereno presagio de la muerte, la incomparable emoción de un hilo tenso que vibra en la garganta y se estremece en el corazón, ese mundo pequeño donde cabe de sobra el mundo entero. Quizá eso le gustaba más a él, y le gustaba al niño que le acompañaba, y miraba, y se empapaba de toros en silencio, porque en la plaza se habla poco y nunca de más, porque a la plaza se va a estar callado, a escuchar a los que saben, a aprender a respirar.

Todo eso lo sabía José Tomás aquel día de vacaciones, en el campo, cuando alguien le preguntó si quería torear. Él aspiraba a ser futbolista, ni siquiera sabía armar una muleta, pero dijo que sí, dio un paso al frente, y toreó.

Me encuentro con Tomás en un reservado de Lhardy, y no es una elección casual. Aquí, el 11 de diciembre de 1944, el "todo Madrid" literario, un todo muy pequeño, casi insignificante en comparación con el que habría podido reunirse unos pocos años antes, tributó un homenaje al matador más grande de la época, Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete, el torero al que más admira José Tomás. Los organizadores de aquel banquete no invitaron a ninguna mujer para evitar que el homenajeado acudiera con la suya, Lupe Sino, una belleza espectacular que antes de probar suerte en el cine había intervenido activamente en la resistencia de la capital, y de la que se afirmaba que, en algún momento de la guerra, había llegado a contraer matrimonio civil con un mando del ejército republicano. Hoy, en Lhardy, a solas conmigo y con Joaquín Sabina, el amigo común que nos reunió, José recuerda a Manolete desde el principio, desde antes del principio tal vez, al evocar las fotos que le hicieron cuando se puso por primera vez delante de una vaca. Porque ahí, en esas imágenes del niño que cogió una muleta como si fuera un capote, ya estaba todo lo que vendría después, pases precisos, presentidos, estatuarios y manoletinas infantiles que presagiaban los naturales, la actitud y el estilo que harían al hombre. En aquel momento, José Tomás no sabía nada de él, ni siquiera había oído pronunciar su nombre, y, sin embargo, ahí estaban los dos juntos, a despecho del tiempo y de la historia. "Aquel día fui Manolete antes de Manolete", dice ahora, y que "Manolete es el toreo como una forma de estar en el mundo, no tanto de torear". Por eso, los días 29 de mayo le gusta vestirse de palo rosa y oro en Linares. Los colores de su última corrida, en su última plaza, en el aniversario de su muerte.

Tal vez, la naturaleza de este homenaje íntimo, sobrio y exacto bastaría para definir a un torero único en su especie, un torero artista, un torero valiente, el torero total, que es de esta época, pero parece de otra distinta. Al menos, ésa es la impresión que yo he tenido cuando he estado cerca de él, lejos del ruedo. Serio, concentrado, curioso, José Tomás mira de frente, con los ojos muy abiertos, y habla poco, lo justo, porque le gusta escuchar a los demás. Por eso nunca dice tonterías, nunca se adorna con la gracia fácil y superflua, insoportable, de los taurinos profesionales, ni se esfuerza por convertirse en el protagonista de las reuniones. Sentado a una mesa, o en el salón de la casa de un amigo, es tan inteligente como en la plaza. Por eso, y por el sincero interés que le inspiran los mundos que no son el suyo, me ha parecido siempre una encarnación feliz y anacrónica de otra estirpe, el heredero de una raza de toreros clásicos, legendarios, hombres como Juan Belmonte o Ignacio Sánchez Mejías.

Yo soy, claro está, tomista, es decir, formo parte de esa escuela, abundante en intelectuales y artistas, cuya denominación compartimos los seguidores de José Tomás y los de santo Tomás de Aquino. Le veo, le sigo, le miro, le admiro, y él lo sabe, pero eso tampoco le impresiona. "A mí la gente me dice: 'Voy a ir a verte, para apoyarte', y yo les digo siempre lo mismo: 'No te necesito, ven si te apetece, pero no me hace falta que me apoyes, el que tiene que hacerlo soy yo, yo solo?". Así habla el torero que ha conseguido poner de acuerdo a Madrid y a Sevilla, a los aficionados del 7 y a los del 9, a la izquierda y a la derecha de este país.

"Lo hago yo, y lo tengo que hacer solo". Parece soberbia y tal vez lo sea, pero es también, por encima de todo, eso que se llama vergüenza torera, una condición que hoy no abunda en los ruedos y se echa mucho de menos fuera de ellos. En una época en la que los matadores de toros se hacen famosos por los apellidos de sus parejas, por sus escándalos sexuales o financieros, por sus exclusivas o por la imagen que prestan a firmas de alta costura, José Tomás, que se marchó cuando ocupaba el número uno del escalafón y a ese lugar vuelve ahora, permanece rigurosamente ausente de todos los circos. Inédito en el universo del papel cuché, huye de los medios y logra despistar a las cámaras sin trabajo aparente porque, en sus propias palabras, vive como un monje. En un país enfermizo de notoriedad, como es por desgracia el nuestro, eso sólo significa que le gusta estar en su casa y guardar su intimidad para sí mismo. Vivir, en otras palabras, de acuerdo con su destino, respetando siempre el hilo delgado, luminoso y terrible que separa el arte de la muerte.

"Hay que contar con la posibilidad de morir, hay que estar dispuesto a eso. Y hay que tener miedo, aprender a superarlo, a gestionarlo, porque no se puede ignorar, es una locura renunciar a él. Las grandes tardes llegan en esos días en los que uno tiene miedo antes de salir a la plaza, porque hay que salir con el riesgo asumido, aceptarlo antes de que se produzca?".

Mientras le escucho, con un gesto que seguramente transparenta mi admiración por la serenidad de su acento, recuerdo unas declaraciones de Luis Francisco Esplá. "¿Qué es el valor?", le preguntaron una vez, hace ya tiempo. "El valor es el sitio donde se pone José Tomás", contestó. Se lo recuerdo ahora y sonríe. No añade nada más, pero los dos sabemos, él mucho mejor que yo, cuál es la contrapartida del valor, la clase de amenaza que brota de unos ojos oscuros.

Le gusta mirar a los toros, verlos en el campo, estudiar su expresión cuando son novillos y después, al encontrárselos en el ruedo. Al citar, siempre mira a los ojos del toro, y se esfuerza por ponerse en su lugar, por pensar que el animal también le está mirando. Entonces adivina sin esfuerzo sus intenciones, y sabe bien lo que le dice. "Como te equivoques, te cojo". Porque las cogidas son siempre errores del torero. "Es lo que tú le das", resume. "Si te pones delante, y quieres, y mandas, no te coge".

Al escucharle parece fácil. "Hay que correr siempre para adelante, nunca para atrás", añade, y lo afirma con una contundencia útil para el toreo, pero también para la vida. "Y si en un pase, el toro se te cuela, en el siguiente hay que cruzarse más, irse más para adelante?". Parece fácil, pero no lo es. Yo lo sé porque he visto mirar a los toros. Lo sé porque he estado en plazas sombrías, silenciosas, en muchas tardes difíciles de ganado manso y malo, peligroso. Lo sé, y sé lo que es un toro con sentido, esa embestida turbia que codicia el cuerpo del torero, que pretende engañar a quien le engaña, y enganchar, y herir, y rasgar en cada pase. Y sé que hasta los buenos, los que tienen nobleza, bravura, casta, pesan seiscientos kilos y tienen dos pitones duros y afilados que terminan en punta, que pueden matar, y la potencia, la furia, la velocidad de una locomotora de sangre caliente. Y sabiendo todo eso, y lo mucho que le han pegado los toros, miro a los ojos grandes y dulces de este hombre joven, guapo, rico, y le pregunto por qué vuelve. Él tarda un instante en contestarme. Se mira las manos, mira hacia delante, asiente para sí mismo, me devuelve la mirada por fin. "Es que vivir sin torear no es descansar, no es estar relajado, ni disfrutar de lo bueno de la vida, eso que dice la gente? Vivir sin torear no es vivir".

Para eso vuelve José Tomás, para volver a vivir. Para eso ha vuelto, porque hace meses que se encierra con toros de cinco años. "¿Y toreando a puerta cerrada te alivias?", le pregunto, usando una expresión taurina de difícil traducción, porque "aliviarse" significa no arrimarse, excederse en las precauciones, hacer trampas incluso para esquivar el riesgo, pero también y sobre todo reservarse, no dar todo lo que se puede dar, lo que se lleva dentro. Cuando me escucha, se echa a reír. "Pues no, no me alivio", responde. "¿Por qué, para qué? No tendría sentido"? Y sin embargo, sólo se ha vestido de luces tres veces desde septiembre de 2002, cuando se retiró en la plaza de Murcia, porque vestirse de luces no es un acto trivial, un juego caprichoso, nada que se pueda hacer sin consecuencias. Por eso, sólo se ha encargado tres vestidos nuevos para la reaparición. Y la primera vez que vio uno extendido sobre una cama después de cuatro años, se puso serio, miró a su hermano y le hizo una pregunta: "¿Nos vamos a acordar?". Se acordaron.

El 17 de junio, José Tomás volverá a vestirse de luces en la plaza de Barcelona, en cuyas ventanillas cuelga un cartel ?"No hay billetes"? que nadie había vuelto a ver por allí desde que logró colocarlo Manuel Benítez, El Cordobés, hace más de 30 años. Tomás, un torero de Madrid que, por encima de todas las leyendas, triunfó en Sevilla, y un triunfador de Sevilla al que, más allá de cualquier leyenda inversa, siguió adorando sin condiciones, y como a un patrimonio propio, el tendido 7 de Las Ventas, donde se sienta el público más difícil, más exigente del mundo, vuelve a la tercera plaza de sus grandes éxitos en un momento crítico para la fiesta en Cataluña. No es sólo un gesto, y la mejor manera de solidarizarse con la Plataforma Taurina de Barcelona, sino la elección consciente de un lugar que él quiere y que le quiere, de un público con el que se siente identificado. Pero hay algo más, y no encuentro el modo de plantearlo. Le doy vueltas y más vueltas, alguna vuelta más, y al final embisto por derecho, aunque con cierta cautela. Reaparecer en la segunda mitad de junio, digo en voz alta, como para mí misma, cuando ha pasado la Feria de Abril, cuando ya ha terminado San Isidro? Otro tendría ya una respuesta preparada, cualquier explicación alambicada y confusa sobre los plazos, las empresas, todos esos factores imponderables que resultan útiles para fabricar una excusa. Él no. Él reconoce que tiene que probarse, ver cómo está, cómo se siente, escoger los compromisos con cuidado. De momento, este año sólo va a torear 15 corridas. Su novia no piensa ir a ninguna.

En los últimos días de su vida, Rafael Gómez, El Gallo, se atrevió a definir el arte de torear con una sentencia hermosa y honda, poética casi. "Maestro, ¿cuándo diría usted que un torero es artista, y que torea con arte?", le preguntó alguien. "Cuando tiene un misterio que decir, y lo dice", respondió él.

Si El Gallo viviera hoy, quizá estaría de acuerdo conmigo en que esa definición encaja como un guante con la figura y el estilo, con la personalidad y la actitud de José Tomás, un torero profundo, misterioso, que guarda en sí mismo todas las esencias del arte clásico, el de antes de los toros afeitados y el rabo de Palomo, y no sólo en la plaza, sino además, volviendo siempre a Manolete, en su propia vida. El toreo es una forma de estar en el mundo, pero casi nadie parece recordarlo ya a estas alturas. También por eso, Tomás es un hombre misterioso, un torero raro. Lo sabe, y no le importa. Yo diría que hasta le gusta.

"Una vez, en un festival, en Ronda, le brindé un toro a Antonio Ordóñez. Y en la plaza estaba la madre del Rey, y me criticaron mucho por eso, pero estando Ordóñez en la plaza, yo no podía brindarle el toro a nadie más, ¿comprendes?, no podía, porque ahí estaba Antonio Ordóñez y no había nadie más importante para mí?". Luego, en otra ocasión, estando el Rey en el palco de Las Ventas, toreó dos toros y no brindó ninguno. Las críticas fueron proporcionales y hasta hubo quien empezó a hablar del "torero republicano". "Es que yo brindo muy poco", me dice cuando se lo recuerdo, "porque eso es algo que tampoco se puede hacer alegremente; yo no, por lo menos. Yo brindo en ocasiones muy especiales, cuando me sale de dentro; no puedo hacerlo por obligación, sólo porque sé que los demás están esperando que lo haga. Y a veces brindo sólo con la mirada, al entrar a matar?". Sí, interviene entonces Joaquín Sabina, más emocionado que si acabara de recoger una tonelada de discos de oro, y me cuenta que así le brindó a él una tarde como si no pudiera contárselo yo a él, tantas y tantas veces lo he escuchado.

Pero ésta no es su única rareza. Con las excepciones de José Tomás a las reglas más rancias de la tauromaquia se podría cimentar toda una leyenda, tan moderna como las más antiguas, sobria y laica. Porque él nunca entra en la capilla de ninguna plaza antes de una corrida, y espera fuera, en la puerta, a que terminen de rezar los hombres de su cuadrilla. Y no monta altares, no colecciona estampas, no enciende velas ni lleva una medalla de la Virgen entre la ropa. Tampoco duerme la siesta antes de vestirse. Y no alterna con toreros, no fomenta los halagos de los aficionados, no acepta regalos, ni asiste a las fiestas. "Lo de Fernando Ochoa es distinto", dice, marcando él mismo las distancias, "porque Fernando [un torero mexicano de su edad] es amigo mío, y los amigos son otra cosa?". José Tomás no alterna con toreros y, sin embargo, y esto es una rareza más, nunca le he escuchado hablar mal de ninguno.

A pocas semanas de su reaparición, le encuentro bien, sereno y seguro de sí mismo, como si los aficionados, y sobre todo sus seguidores, estuviéramos mucho más nerviosos que él ante la perspectiva de lo que se avecina. Para ponerle en suerte, le pregunto cómo es el toro soñado, y me responde que ese toro no existe. ¿Y la faena soñada? "Ésa tampoco existe", sonríe. Y sin embargo, me concede que en 2004, dos años después de retirarse, sintió algo que estaba muy cerca de lo que él podría soñar al torear a una vaca, en el campo, y ese día ni siquiera estaba preparado. Tal vez en aquel momento empezó a pensar en volver, tal vez entonces comprendió que lo que estaba viviendo no era la vida del todo.

El valor es el sitio donde se pone José Tomás, y José Tomás ha vuelto para ponerse en el mismo sitio. El arte es llevar dentro un misterio y poder, saber decirlo. Ése es el único compromiso que respeta, el único desafío que le importa. No va a cambiar, no viene a aliviarse, sigue siendo él y sólo aspira a ser mejor que él mismo. Me lo dice y yo lo creo, y más que creerlo, lo sé. Porque sé que para él, torear es una forma de estar en el mundo.

Arte y misterio, hondura y valor, querer y poder, vergüenza torera y el cartel de "No hay billetes". Aleluya, aquí está otra vez José Tomás, aquí se acaban cinco años de orfandad y desconcierto. Si Manolete pudiera verle, estaría tan orgulloso de él como su abuelo Celestino.

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