_
_
_
_
_
Entrevista:EL GENOCIDA

"Ninguna respuesta evitaba la muerte"

Duch, profesor de matemáticas, exterminó durante 40 meses a toda la clase intelectual camboyana con precisión matemática en la escuela de Tuol Sleng, en el corazón de Phnom Penh. Habla en voz baja, con respeto, pero al mismo tiempo su voz se despliega sin incertidumbres ni sumisión. Parece como si estuviera recitando un mantra, una plegaria budista, pero en realidad lo que se oye es la banda sonora de una pesadilla cargada aún de interrogantes. Es imposible identificar su aspecto humilde, anónimo, casi grácil, con el papel de verdugo. Entre 1975 y comienzos de 1979, durante el régimen tenebroso y maniático de Pol Pot, dos millones de hombres y mujeres, casi un tercio de la población camboyana, fueron eliminados de una forma brutal. Unos 17.000 dirigentes del partido, diplomáticos, monjes budistas, ingenieros, médicos, profesores, estudiantes y artistas de la antiquísima tradición nacional de música y danza entraron en esa escuela transformada en centro de tortura. Sólo seis lograron salir con vida.

"Quien entraba allí debía ser destruido, eliminado de forma progresiva. No había escapatoria posible"
"Éramos 4.000 en mi grupo; sobrevivimos cuatro", dice el general Neang Phat, y muestra las huellas de tortura
"Mi cuñado era una persona estupenda, pero tenía que eliminarlo, fingir que conseguía su confesión con violencia"
"Si intentaba huir, ellos tenían como rehén a mi familia. Mi fuga, mi rebelión no habría ayudado a nadie"
Más información
Un colectivismo cruento e imposible
Comienza el juicio internacional al jefe torturador de los jemeres rojos
El fiscal de la ONU pide 40 años para uno de los jefes de los jemeres rojos
El asesino confeso de la S-21

Duch es el apodo elegido de joven cuando entró en la guerrilla. Su verdadero nombre es Kang Kek Ieu. Tiene 66 años. Tras la caída de los jemeres rojos, el verdugo se escondió entre sus compatriotas, en los campos de refugiados y en las aldeas, desaparecido como muchos otros en el caos de la posguerra, absorbido por la nada. Se había convertido al cristianismo gracias a los misioneros de la Golden West Christian Church de Los Ángeles. Se descubrió su verdadera identidad en 1998, y fue inmediatamente detenido. El suyo es el testimonio más inquietante de esa locura política proyectada por los jemeres rojos tras la muerte de Pol Pot y de Ta Mok, el carnicero cojo. Hoy está recluido en la cárcel de la ONU, en Phonm Penh, pero durante más de ocho años ha estado en una cárcel camboyana controlada por militares de su país.

Esta entrevista es la única autorizada de todo ese periodo. Sin grabadora, sin cámara fotográfica, sin hablar directamente con Duch en francés o en inglés, pero con la mediación obligatoria de un intérprete camboyano. El general Neang Phat, secretario de Estado, y otros generales están sentados en la misma habitación, escuchan y observan a este hombre indefinible e inaprensible. Duch es el perfecto retrato de la banalidad y la inocencia del mal.

Pregunta. ¿Cuándo se creó el centro de tortura en la escuela de Tuol Sleng?

Respuesta. El 15 de agosto de 1975, cuatro meses después de la entrada de los jemeres rojos en Phnom Penh. Pero en realidad empezó a funcionar en el mes de octubre.

P. ¿Usted fue responsable desde el principio?

R. Me encargaron que creara el centro, que lo pusiera en funcionamiento, aunque nunca supe por qué me eligieron a mí precisamente. Es verdad que antes de 1975, cuando los jemeres rojos vivían en la clandestinidad, en la jungla, en las zonas liberadas, yo era el jefe de la Oficina 13 y el responsable de la policía en la zona especial que limitaba con Phnom Penh.

P. ¿Quién organizaba la vida en el campo, quién decidía los métodos de interrogatorio?

R. Los interrogadores procedían en parte de la Oficina 13; eran hombres que habían trabajado conmigo, ex dirigentes de la organización. Y después estaban los que provenían de la División 703, militares, gente que utilizaba la violencia, con métodos brutales. Se puede decir que los carceleros eran de dos tipos, pero la mayoría del personal de la prisión no había sido reclutado por mí.

P. ¿Cómo era su jornada en ese lugar?

R. Todos los días tenía que leer y controlar las confesiones. Realizaba esta lectura desde las siete de la mañana hasta medianoche. Y todos los días, hacia las tres de la tarde, me llamaba el profesor Son Sen, ministro de Defensa. Le conocía desde que enseñaba en el instituto. Fue él quien me pidió que me uniera a la guerrilla. Me preguntaba cómo iba el trabajo.

P. ¿Y después?

R. Llegaba un mensajero, un emisario, que recogía las confesiones y las llevaba a Son Sen. Usted sabe que los jemeres rojos habían vaciado la capital. No había población urbana. Las escuelas estaban cerradas; los hospitales, cerrados; las pagodas, vacías; las calles, vacías. Sólo podían moverse poquísimas personas. Estos mensajeros eran el único nexo entre una oficina y otra. Por la noche no dormía en Tuol Sleng. Tenía varias casas y, por razones de seguridad, dormía cada noche en un sitio diferente.

P. ¿Tuvo momentos de incertidumbre, dudas, sentimiento de rebelión mientras aniquilaba a toda la clase intelectual de su país?

R. Para entender ese mundo, esa mentalidad, tiene que tener presente que la pena de muerte ha existido siempre en Camboya.

P. Incluso en los bajorrelieves de los templos de Angkor Wat hay escenas de masacres terribles, pero fueron esculpidas hace muchos siglos.

R. Los jemeres rojos habían estudiado en la Sorbona, en París, no eran salvajes incultos. Pero en Tuol Sleng había una convicción difundida y tácita, y no se necesitaban indicaciones por escrito. Yo y todos los demás que trabajaban en ese lugar sabíamos que quien entraba allí debía ser destruido psicológicamente, eliminado de una forma progresiva; no había escapatoria posible. Ninguna respuesta servía para evitar la muerte.

P. ¿Alguien por encima de usted pedía su opinión?

R. Esos métodos no me convencían desde que trabajaba en la Oficina 13. Pero consideré que entonces existía el pretexto de la lucha revolucionaria, de la clandestinidad, de neutralizar a los espías infiltrados o a los que podían convertirse en espías. Después, cuando comenzó el trabajo en Tuol Sleng, preguntaba de vez en cuando a mis jefes: "¿Pero tenemos que usar tanta violencia?". Son Sen no contestaba nunca. Pero Nuon Chea, el hermano número 2 en la jerarquía del poder, que tenía más autoridad que él, me decía: "No pienses en eso". Personalmente no tenía una respuesta. Lo entendí con el paso del tiempo: era Ta Mok (considerado por todos el jemer rojo más sanguinario) quien había ordenado que se eliminara a todos los prisioneros. Veíamos enemigos, y más enemigos, por todas partes. Cuando descubrí que en la lista de las personas a las que había que eliminar estaba incluso el ministro de Economía, Von Vet, sufrí un choque, una verdadera conmoción.

Le interrumpe con rabia el general Neang Phat, que hasta ese momento se había mantenido circunspecto y taciturno. Se quita los zapatos y los calcetines, y le enseña las huellas de la tortura que aún tiene en sus piernas, aunque ya han pasado más de 30 años. "Éramos 4.000 en mi grupo", recuerda, "y sólo sobrevivimos cuatro. Para salvarnos tuvimos que escapar más allá de la frontera. Vosotros, sin embargo, continuasteis torturando y matando". Callan los otros militares. Calla el intérprete. Su padre era el embajador camboyano en China, el país que protegió a Pol Pot. Fue reclamado para que volviera a su país y murió en Tuol Sleng, ese centro de torturas dirigido por ese hombre pequeño con los pies descalzos que ahora está ante él. Duch responde al general, su voz se afianza, se expresa de forma concisa. Junta las manos, se inclina hacia adelante, con el gesto típico de los monjes budistas, y esboza una sonrisa. En Camboya, y en muchas zonas de Oriente, sonreír es muestra de dulzura, de cortesía, pero también de ambigüedad, de incomodidad y a veces de auténtica perfidia. Esta sala rectangular, silenciosa, limpia, bien amueblada, está llena de pesadillas. Fuera hace un día precioso de sol y la temperatura es suave.

P. ¿Qué sentía ante ese número creciente de víctimas que usted contribuía a aumentar?

R. Me sentía empujado hacia un rincón, como todos en ese engranaje; no tenía opción. En la confesión de Hu Nim, ministro de Información y uno de los dirigentes jemeres más importantes, también arrestado ahora, estaba escrito que la seguridad en una cierta zona estaba garantizada, asegurada. Pero Pol Pot, el hermano número 1, el jefe de todo, no estaba satisfecho con esa afirmación; era demasiado normal, había que sospechar siempre, temer algo, y llegaba la petición: "Interrogadlo otra vez, interrogadlo mejor".

P. Lo que significaba sólo una cosa: nuevas torturas.

R. Pasaba siempre eso. Por ejemplo, en el caso de mi cuñado. Le conocía muy bien, se había creado una relación auténtica de parentesco, pero tenía que eliminarlo de todas formas; sabía que era una persona estupenda, pero, sin embargo, tenía que fingir que creía en esa confesión conseguida con la violencia. Así que para protegerlo no analicé con demasiado rigor esas declaraciones. Y en esa ocasión mis superiores empezaron a dejar de tener plena confianza en mí. Al mismo tiempo, yo ya no me sentía seguro.

P. ¿Qué había pasado en realidad?

R. Un día me llamaron a las cinco de la madrugada. No era un horario normal para nosotros. Me dicen que estoy convocado para una reunión en la oficina de los mensajeros. Como he dicho antes, ése era un centro muy importante en el sistema de poder creado por Pol Pot, eran los únicos que podían moverse. Ni siquiera podían salir los diplomáticos de las poquísimas embajadas que estaban abiertas. Mandaban a alguien a la calle, llamaban al soldado que estaba allí cerca, éste escuchaba y después refería lo que había escuchado.

P. Es decir, una imposibilidad total de moverse.

R. Se habían eliminado las comunicaciones telefónicas en el país, ya no existía el servicio postal. Todas las directrices llegaban y volvían a su lugar de origen mediante esos mensajeros, se notaba mucho una persona en esas calles vacías.

P. Y entonces, ¿qué pasó ese día de la llamada telefónica?

R. A las cinco de la madrugada cojo una bicicleta y me voy hasta la estación de tren, donde se encontraba esa oficina. Veo una luz encendida en una casa. Pensaba que también para mí había llegado la hora de ser eliminado. Encontraban siempre acusaciones infundadas. Pero, por el contrario, me dicen: "Tiene que ir a tu oficina un mensajero. Cuando llegue arréstalo e interrógalo".

P. Usted mantuvo su puesto hasta el último momento. ¿Era un ejecutor perfecto?

R. Obedecía. Quien llegaba a nuestro centro no tenía ninguna posibilidad de salvarse. Y yo no podía liberar a nadie.

P. ¿Hasta cuándo siguió funcionando el campo de internamiento de Tuol Sleng?

R. Hasta el 7 de enero de 1979, cuando las fuerzas de liberación camboyanas, apoyadas por los vietnamitas, conquistaron Phnom Penh. En ese momento, mi superior era Noun Chea, el hermano número 2.

P. ¿No existía un plan de emergencia, no había el temor a que los opositores tuvieran ya fuerzas suficientes para derribar el régimen?

R. No había ningún plan de fuga, de retirada. Organizábamos todo en el momento. Éramos 300 hombres en Tuol Sleng. Todos juntos nos dirigimos hacia la sede de la radio, que en esa época estaba en una zona bastante periférica. Y a partir de ese momento nos dividimos en dos grupos, cada uno por su camino.

P. Desde ese momento, usted desaparece de las crónicas camboyanas, se pierden sus huellas, y un día se convierte al cristianismo. ¿Qué es lo que le lleva a tomar esa decisión?

R. Estaba convencido de que los cristianos eran una fuerza, y que esa fuerza podía vencer al comunismo. En la época de la guerrilla yo tenía 25 años, Camboya estaba corrompida, el comunismo estaba lleno de promesas y yo creía en ellas. Sin embargo, ese proyecto fracasó. Entré en contacto con los cristianos en la ciudad de Battambang, con la Golden West Christian Church, con el pastor Christopher LaPelle.

P. Parece un nombre francés.

R. No, es camboyano. Se llama Danath La Pel. Adoptó ese nombre para difundir mejor el mensaje de Cristo en el mundo. A principios de los años ochenta se fue a Estados Unidos. Y en 1992 volvió a Camboya para ayudar a sus compatriotas a encontrar a Cristo.

P. Usted ya no sigue las enseñanzas de Buda. ¿Es cristiano?

R. Sí.

P. ¿El padre Christopher conocía su vida, su papel en Tuol Sleng?

R. Al principio no, pero después de convertirme le conté todo.

P. La planicie de Indochina fue el santuario de Pol Pot. Los mismos lugares, cuarenta años después, albergan las iglesias de los misioneros cristianos.

R. Significa que otros también han elegido mi camino.

P. Usted está ahora arrepentido, pero ¿qué pasa con todos esos miles de víctimas, esa violencia practicada con métodos primitivos, esas mentiras transformadas en verdad?

R. Si alguien busca la responsabilidad, y los diferentes grados de responsabilidad, lo único que puedo decir es que no había vía de escape para quien entraba en la máquina de poder ideada por Pol Pot. Sólo los dirigentes conocían la verdadera situación del país, pero los cuadros intermedios la ignoraban. Y además había esa obsesión por el secretismo. Está claro que usted me pregunta si no podía rebelarme, o por lo menos huir.

P. Eso es.

R. Si intentaba huir, ellos tenían como rehén a mi familia, que habría corrido la misma suerte que los otros prisioneros de Tuol Sleng. Mi fuga, mi rebelión no habría ayudado a nadie.

P. Hoy no hay ningún jemer rojo, entre los jefes de ese régimen, como Khieu Sampan o Ieng Sary, que admita haber tenido alguna culpa, alguna responsabilidad. ¿Erais todos unos cobardes entonces o ahora sois todos unos mentirosos?

De la boca de Duch no sale ni una palabra.

Desde el fondo de la sala, alguien dice con insistencia que el tiempo ha terminado, que ha llegado la hora de la comida para el prisionero. Es el pretexto más banal, más burocrático, para interrumpir el relato del verdugo. Duch, el secuaz de Pol Pot y hoy seguidor de Cristo, junta las manos, se inclina y se aleja. El plato de arroz está listo. Sin embargo, la hora de la justicia por el genocidio de Camboya espera desde hace 30 años.

Traducción de Valentina Valverde

AFP

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_