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La crisis paquistaní

Musharraf deja el poder en Pakistán

El presidente intenta evitar el procesamiento impulsado por sus rivales políticos - La renuncia abre la transición en un país con bombas atómicas y muy inestable

Con un tono orgulloso y desafiante que no lograba ocultar el rictus de amargura, Pervez Musharraf anunció ayer su dimisión como presidente de Pakistán, en un intento por conjurar el proceso de destitución emprendido contra él por sus rivales políticos.

El hombre que en los últimos nueve años ha detentado con mano de hierro las riendas del país -el único de mayoría musulmana que posee la bomba atómica-, acabó arrojando la toalla "por el bien de la nación" y para evitar la "inestabilidad" que entrañaría un juicio en el Parlamento para impugnarle bajo el cargo de violar la Constitución.

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Ésa fue su justificación durante una larga alocución televisada, en la que acusó a sus oponentes de "engañar" al pueblo paquistaní en pro de sus intereses. Las manifestaciones de júbilo en las calles que acompañaron su renuncia avalan, sin embargo, la censura mayoritaria a un dirigente acusado de intentar aferrarse al poder a cualquier precio.

Mientras este militar de carrera, de 65 años, escenificaba su marcha forzada, el establishment político ponía en marcha los mecanismos constitucionales para iniciar la transición, cuyo desenlace todavía aparece incierto. El presidente del Senado, Muhammad Mian Sumroo, asumirá la jefatura del Estado a título provisional y, en un plazo de 30 días, un colegio electoral formado por miembros de las dos Cámaras parlamentarias y de las cuatro asambleas provinciales deberá designar al nuevo presidente, con un mandato teórico de cinco años.

"Que Alá proteja a este país de conspiraciones" fue el remate del discurso de Musharraf, en un recordatorio de su papel clave como aliado de EE UU en la lucha contra el terrorismo. Ese pacto estratégico no ha impedido la creciente infiltración del islamismo más radical en las instancias de poder de Pakistán, un país cuyo patio trasero -léase la frontera con Afganistán- está considerado santuario de los talibanes y de las bases de Al Qaeda. La pronta reacción de un portavoz de Downing Street, subrayando que bajo la gestión de Musharraf se ha reforzado la relación con Occidente, pero al tiempo matizando que esos lazos no dependen de un individuo en concreto, subraya el pragmatismo con el que Londres y Washington encaran los acontecimientos. Estas capitales están pendientes de los pasos que se decidan a emprender los dos partidos integrantes de la coalición que gobierna Pakistán, promotores del procesamiento para desalojar al presidente del cargo.

Los nombres de los líderes que encabezan esas formaciones encarnan las convulsiones que han azotado Pakistán en años recientes. Asif Zardani se erigió en jefe de filas del Partido Popular a raíz del asesinato de su mujer, la prooccidental Benazir Bhutto, en plena campaña electoral el pasado 27 de diciembre; Nawaz Sharif, el presidente derrocado por el propio Musharraf en un golpe incruento (1999), regresaba meses atrás de su exilio en Arabia Saudí para participar en las legislativas de febrero, que acabó ganando junto al primero.

Los observadores recelan de la supervivencia de la alianza puntual que forjaron -desde su control conjunto del Parlamento y el Gobierno- para derribar a Musharraf. Ambos se reunieron ayer para decidir si siguen adelante con el pliego de cargos contra el presidente dimisionario, a pesar de las especulaciones que apuntan a que el interesado ya habría obtenido garantías de inmunidad parlamentaria.

Cuando Musharraf apeló en su despedida al "juicio de los paquistaníes" sobre su dilatada gestión, sin duda estaba aludiendo a los 10.000 millones de dólares (6.814 millones de euros) en concepto de ayuda -sobre todo militar- que le procuró su alianza con George Bush, a su papel de modernizador (apuntaló el protagonismo de las mujeres y el nivel educativo en general) y a las medidas para liberalizar la economía, poniendo el acento en el sector electrónico.

A pesar de arribar al cargo gracias a un golpe de Estado, su agenda de los primeros años fue acogida como prometedora a nivel doméstico e internacional. Pero la tremenda seducción que ejerce el poder ha acabado sentenciándolo. Sus tics de dictador se revelaron insoportables el año pasado, con su obsesión por perpetuarse en el puesto. Aunque consiguió superar el escrutinio de las poderosas Cámaras regionales, el Tribunal Supremo se rebeló, declarando ilegal su nuevo mandato con la pretensión de retener la jefatura de las Fuerzas Armadas. Musharraf destituyó a los jueces del Supremo no afines, entre ellos al presidente, pero la oleada de protestas populares le llevó a declarar estado de emergencia el 3 de noviembre de 2007, esgrimiendo una creciente oleada de atentados islamistas.

La precariedad de su posición le forzó a aceptar el regreso de Bhutto y Sharif a Pakistán para participar en las elecciones, un gesto que ayer se esforzó en presentar como "una oferta de reconciliación". Su estrategia, en realidad, pasaba por repartirse el poder con la carismática dirigente, después de acceder a abandonar las armas el pasado noviembre para convertirse en un presidente civil. El asesinato de Bhutto y las consiguientes legislativas (que fueron pospuestas a febrero) se tradujeron en toda una humillación electoral, que lo dejaron aislado en el pico del poder.

Musharraf ha confirmado su renuncia cuando sólo faltan seis semanas para que concluyan las obras de la mansión que se construye a las afueras de Islamabad. La coyuntura política y su seguridad personal -al menos ha sufrido dos atentados fallidos- auguran que quizás no pueda estrenarla y que su destino sea el exilio, ya en EE UU, Reino Unido, Turquía o Arabia Saudí.

Abogados de Islamabad celebran la dimisión del presidente de Pakistán, Pervez Musharraf.
Abogados de Islamabad celebran la dimisión del presidente de Pakistán, Pervez Musharraf.AP
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