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Intervención aliada en Libia
Columna
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Sin cambio no habrá paz

Solo regímenes que sean vistos por la población como legítimos garantizan a un país árabe estabilidad

En una cosa las revueltas parecen darles la razón a los dictadores árabes: hasta principios de este año, bajo la garra autoritaria de sus envejecidos líderes, el mundo árabe padecía menos violencia que ahora. Pero culpar de esta nueva inestabilidad a los valientes que han roto el círculo de miedo y represión sería no entender la naturaleza de la transformación que recorre nuestros países vecinos del sur. Con su determinación a aferrarse al poder a toda costa, a usar todos los medios, incluso los más violentos, los dictadores son una amenaza mucho mayor a la estabilidad a corto, medio y largo plazo. Porque, con el genio democrático fuera de la lámpara, solo los países que transformen su sistema político en uno más justo, legítimo a ojos de sus poblaciones, podrán aspirar a restablecer la estabilidad.

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Desde el inicio de las revueltas árabes, los viernes, tras la principal plegaria, han venido siendo el día elegido para la convocatoria de importantes manifestaciones. No en todos los casos se cumplió así (Ben Ali cayó un jueves, las grandes manifestaciones en Marruecos fueron en domingo) pero llevamos dos meses en los que cada fin de semana la agitación recorre a unos cuantos países árabes. Este último viernes no fue la excepción, y el inicio de la operación militar internacional en Libia no ha llegado a eclipsar totalmente la matanza del viernes en Yemen y la caída libre de la autoridad de su régimen, las primeras manifestaciones importantes (y también las primeras víctimas mortales) en Siria, ni las mayores concentraciones de este ciclo reivindicativo en Marruecos. A estas alturas se cuentan con los dedos de una mano el número de países miembros de la Liga Árabe que no han vivido movilizaciones importantes, en muchos casos sin apenas precedentes, por la reforma o la abolición del régimen político vigente.

Mientras tanto, se han hecho realidad las peores pesadillas. En Libia, el régimen desata la fuerza militar sin restricciones contra su propia población, incluso usa artillería, tanques y aviones; y luego, como consecuencia directa, estalla una guerra civil. En Yemen, el Gobierno arma a grupos de ciudadanos y les azuza contra otros para mantenerse en el poder. En Bahréin, los Estados vecinos intervienen para reimponer el orden anterior a las revueltas. Sin embargo, la llama transformadora sigue encendida, y no son justamente los países donde la autoridad vigente se desplomó, Túnez y Egipto, los que registran mayor violencia.

Lo complicado del momento es que se superponen dos retos cruciales. El primero es contribuir a que estos movimientos populares den lugar a regímenes democráticos y eficientes capaces de resolver las cuestiones que están en la base de los movimientos contestatarios -cuestiones relacionadas con las libertades políticas, pero también con el buen gobierno (en particular, el freno a la corrupción) y con la lucha contra desigualdades de todo tipo (entre personas, grupos y regiones)-. El segundo reto es detener la represión feroz y la violencia, empezando por el conflicto abierto en Libia, siguiendo por la situación cada vez más tensa en Yemen y continuando por los lugares donde el Gobierno se está ensañando con la ciudadanía, como en Bahréin o Siria. Son dos cuestiones distintas, pero estrechamente vinculadas.

El apoyo sin precedentes de la Liga Árabe a una acción militar internacional para frenar la salvaje oleada represora desatada por Gadafi es una muestra clara de que los gobernantes árabes han tomado sobrada nota de la necesidad de mover ficha en un escenario que amenaza con engullirlos. Los países que tienen recursos disponibles, como Arabia Saudí, han intentado comprar a sus poblaciones con dinero, mientras que los que no se lo pueden permitir, como Marruecos, Jordania e incluso Argelia, han optado por la promesa de reformas todavía por concretar. Pero, a estas alturas, los gestos no bastan.

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El difícil equilibrio entre evitar más sufrimiento y a la vez apoyar el cambio democrático solo puede llegar cambiando el concepto de estabilidad. No hay duda que el caos genera para la población daños más intensos que la más pétrea de las dictaduras, y conviene evitar a toda costa escenarios de enfrentamiento civil. Pero la ola contestataria ha alcanzado ya tales dimensiones que solo el establecimiento de regímenes que sean vistos por la población como legítimos puede garantizarle a un país árabe su estabilidad a medio plazo.

Comprar, amenazar, fingir o prometer puede servir para ganar tiempo. Pero solo los países que logren un cambio real, un cambio que satisfaga a medio plazo las justas demandas de una parte importante de la población, podrán alcanzar esa estabilidad que solo la legitimidad puede proporcionar.

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