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Reportaje:

La historia más triste del tsunami

Okawa llora la muerte de 77 niños y 10 profesores engullidos por la ola gigante

La historia más triste siempre está por llegar, aunque será difícil que alguna empeore la de la escuela de Okawa, donde 77 de sus 108 alumnos y 10 de sus 13 profesores fueron engullidos por el tsunami que el 11 de marzo azotó el noreste de Japón. La escuela, hoy reducida a escombros, ni siquiera está junto al mar, sino en el lecho de un río, el Kitakami, por el que la gran ola ascendió y ganó altura hasta superar los 30 metros. El sábado, el profesor de caligrafía del centro, Ryouichi Sakurada, llevó flores en memoria de los alumnos a los que daba clase cada lunes. "Es peor que un bombardeo", reflexiona.

Junto a los restos de la escuela solo hay silencio. Cuesta hablar. Los soldados retiran lentamente lodo del colegio y unos jóvenes rebuscan entre el fango en busca de objetos de los chicos y los colocan en un improvisado altar. Hay rotuladores, cuadernos, el zumo de la merienda, una manzana, latas de bebida... En medio, una foto de una clase ante un cerezo en flor, el árbol nacional de Japón. Diecinueve niños, acompañados por dos profesoras, hacen la uve de la victoria con los dedos. Los vecinos llegan, dejan flores, se arrodillan un tiempo y se van. Una joven no dice nada. Solo se tapa la boca para intentar contener las lágrimas.

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Algunos de los que pasan por allí cuentan la peor de las historias. "Cuando hay un terremoto, la orden es salir al patio. Así que estaban los alumnos y los profesores en la calle", explica Sakurada, que rota por distintas escuelas de la comarca para enseñar los detallistas caracteres del japonés. Unos pocos padres acudieron a recoger a sus hijos tras el terremoto y tuvieron suerte. Del resto no hay noticias. El 70% de los alumnos, de entre 6 y 12 años, están fallecidos o desaparecidos. Y más de un mes después del tsunami una cosa y otra es casi lo mismo.

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En ese grupo está Michiko Sato, una niña de 12 años. Su tío abuelo Seiki Sato está ante la escuela con ojos tristes. Él sostiene que "había llegado un autobús a recoger a los niños y que no pudo salir con el tsunami". En realidad ya no importa tanto si hubo autobús o no, o si intentaron subir a un monte cercano, como publicó un periódico japonés.

La gran ola topó contra un dique que hay junto a la escuela y eso hizo que subiera aún más de altura y de violencia. "Es mi opinión, pero si pasó por encima de ese puente llegó a medir unos 30 metros", explica el maestro de caligrafía. "Cuentan que la ola era como un mar negro que llevaba vacas y a gente que pedía auxilio".

Junto a los restos de la escuela hay coches desvencijados y volcados, un puente reventado por el tsunami y una planicie enlodada. Solo una serie de cuadrados de cemento en el suelo que asoman de vez en cuando dan fe de que ahí había un pueblo. De las casas no quedan más que los cimientos.

El terrible tsunami castigó especialmente la costa noreste del país, y dentro de ella, el municipio de Ishinomaki, al que pertenece Okawa, a unos 400 kilómetros al noreste de Tokio. La zona tiene rías por las que se coló el maremoto y ganó altura. Aún hoy es una sucesión de escombros durante kilómetros difícil de describir. Hay barcos en los tejados, redes enredadas en los árboles, carreteras cuarteadas, camiones de soldados, y solo el ruido de las gaviotas.

Parece una guerra, un futuro a lo Mad Max. No es fácil describirlo. Al circular en coche por la zona se comprenden las cifras de la catástrofe: al menos 13.802 muertos, 14.129 desaparecidos y 4.928 heridos. Uno de los pocos que puede dar gracias es Masashi Takeyama, un agricultor de 80 años cuya casa parece la única que se libró del agua. Está un poco más elevada y frente a un tramo del río más ancho. Diferencia suficiente entre la vida y la muerte. Takeyama ha visto cómo su arrozal es ahora un mar de escombros, pero pronto ha plantado cebollas en el patio trasero de su casa. Él es de los pocos que vio el tsunami. "Hubo tres olas. La primera llegó entre 35 y 40 minutos después del terremoto. La primera fue pequeña, media hora después llegó una más grande y después de una hora otra enorme", recuerda.

Takeyama no aparenta la edad que dice y carga una carretilla llena de tierra sin demasiados problemas. Viste un mono azul y una gorra blanca. Explica que cada vez que venía la ola, un grupo de un centenar de vecinos corrían a un túnel que hay en la carretera que da a otro valle y en el que estaban a salvo. Lo que más le impresionó del tsunami fue el rugido ("grrrrr", emula una y otra vez mientras con el brazo hace el gesto de una ola) y cómo subía el agua de forma violenta al chocar con los márgenes del cauce.

La única buena noticia en medio de la desolación la pone una pintada en rojo de alguien que ha querido dar señales de vida y tranquilizar a quien le buscara: "Setsuo Yamashita está en el centro de limpieza". Es lo mejor que alguien podía escribir en Ishinomaki después del tsunami.

Diecinueve niños y dos profesoras de una de las clases arrasadas por el tsunami, en una foto de archivo.
Diecinueve niños y dos profesoras de una de las clases arrasadas por el tsunami, en una foto de archivo.

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