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Columna
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Obama post Osama

Francisco G. Basterra

Llevábamos dos largos años preguntándonos quién es Obama y ha tenido que producirse el gran acontecimiento de su presidencia: la muerte de Bin Laden, sin testigos, sin juicio previo, en un acto legítimo de guerra justa, según Estados Unidos, para saber que el presidente no es el hombre que muchos americanos pensaban que era y tampoco el que muchos europeos soñábamos. El expremier británico Harold MacMillan solía decir que son "los acontecimientos" los que gobiernan el destino de los líderes políticos.

Desde su llegada al poder en enero de 2009, Obama ha vivido a rastras de sucesos anteriores: una economía fundida que le obligó a gestionar, casi en exclusiva, el desastre heredado. Por fin, tras una década de persecución, dos guerras exteriores, una factura de más de un billón de dólares y 150.000 muertos, un hombre muy alto, de 54 años, de barba ya blanca que se teñía regularmente, que reconoció que cuando había visto los cuerpos de los infieles volar "como motas de polvo" el 11 de septiembre de 2001 su corazón se había llenado de júbilo, ha pagado con su vida una cuenta histórica. Era vivo o muerto, como en el Oeste, y ha sido muerto. Obama le ha buscado con fría determinación, utilizando todos los medios, los legales y los otros. Ha perseguido su ballena blanca hasta topar con su acontecimiento.

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Y cuando lo alcanzó, no dudó. ¿Qué no daríamos por haber visto lo que estaban viendo 13 personas en el centro neurálgico de la Casa Blanca, el presidente de Estados Unidos y su equipo de Seguridad Nacional el domingo 1 de mayo? La ya histórica imagen del fotógrafo presidencial Pete Souza no presenta la verdad, sino la ambigüedad, la verdad es escurridiza en la lucha de la democracia contra el terror, como afirma el The New York Times. ¿Hillary Clinton, la mano derecha apretada contra su boca y los ojos clavados tensos en una pantalla que no vemos, estaba asistiendo a una ejecución o tenía un acceso de alergia primaveral, como la secretaria de Estado confesaría después? Barack Obama ya ha demostrado ser el comandante en jefe, y no el profesor en jefe como le tildaba el Tea Party. Con un solo acto ya no es un segundo Jimmy Carter. Hasta ahora Obama actuaba como si fuera más importante ser querido que ser temido; ya puede combinar las dos cualidades. El presidente ha demostrado que EE UU no tiene necesariamente que trabajar con aliados para hacer lo que es necesario hacer en defensa de los intereses nacionales. Actúa como cualquier presidente que ha ocupado la Casa Blanca. Lo exige el ADN de la institución. No es el presidente cuya tarea es primero admitir, y luego gestionar el declive de EE UU. Tampoco un moralista. Ve los grises, no acepta la visión binaria: Estados Unidos como único superpoder o la irrelevancia progresiva en la escena mundial. Es más Gregory Peck que John Wayne, aunque también pueda desenfundar el primero si lo exigen los intereses de su país. Obama no abandona el multilateralismo, entiende que el poder y las reglas del derecho internacional no son enemigos.

El nuevo capital político adquirido puede permitirle tomar la iniciativa e imponerse a un campo republicano, que no encuentra candidato presidencial de fuste para 2012. Cabe preguntarse cuánto durará este capital y si es trasladable a las cuestiones domésticas. La mayoría de los norteamericanos cree que Obama está fracasando en la conducción de la economía, asunto que decidirá la reelección. Obama puede pensar que no solo es la economía, estúpido, y que la política exterior puede darle alas. Su objetivo inmediato es profundizar en los primeros éxitos de la primavera árabe, impulsando una redefinición hacia la democracia en el creciente que va desde Marruecos hasta el golfo Pérsico. Atentos a su discurso sobre el mundo árabe de la semana próxima. Pero los grandes escollos no se han movido: Israel, Siria, Arabia Saudí, cuya suerte está en el aire. Y Pakistán, donde Obama se enfrenta a una tormenta perfecta. Islamabad juega con dos barajas. El diario británico The Guardian informaba el jueves de la siguiente entrada del diario de Bin Laden, capturado por el comando que acabó con él. "30 de abril de 2011. Algo extraño ocurre en la vecindad. No estoy seguro, pero veo unas antenas extra en un tejado al otro lado de la carretera, y una furgoneta blanca que lleva cuatro días aparcada en la esquina. Llamo al ISI (servicio de inteligencia militar paquistaní) pero me dicen que estoy paranoico". Veinticuatro horas después estaba muerto. Su causa había sido derrotada bastante antes por la mayoría de la calle árabe y musulmana y por la revolución no violenta de su juventud. Su rostro no sustituirá al del Che Guevara del siglo XX en los pósters y camisetas del siglo XXI.

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