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Tribuna
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Escenificación populista

La propuesta de nacionalización de YPF revela un inequívoco ánimo confiscatorio

Para nosotros, uruguayos, vecinos e hijos de la misma matriz, son inolvidables —y no por agrado— esos momentos de la República Argentina en que, en nombre de la soberanía, se asumen radicales actitudes reivindicatorias de explosivas consecuencias. ¿Quién puede olvidar aquel 2 de abril de 1982, en que el General Galtieri convocó al pueblo a la plaza para anunciar que invadían las Islas Malvinas y, como consecuencia, declaraban la guerra a Gran Bretaña? ¿O aquel otro 24 de diciembre de 2001 en que, cantando el himno en el Parlamento, se declaró el default del pago de la deuda externa? La misma imagen, el mismo clima, los mismos brazos levantados, observamos el pasado 16 de abril, cuando la presidenta Cristina Fernández de Kirchner anunció que el país reasumía, en extraño neologismo, la “soberanía hidrocarbúrica”.

Si el fondo es discutible, la forma es inaudita. Por lo menos en un Estado de derecho en que las llamadas garantías formales son la base de las libertades. Por eso es que la Constitución argentina, como todas las democráticas, establece en su artículo 17 que “la propiedad es inviolable” y que la expropiación por “causa de utilidad pública (…) debe ser calificada por ley y previamente indemnizada”.

Argentina, naturalmente, tiene todo el derecho a desarrollar la política energética que crea conveniente. Y aun cuando no sea lo mejor, modificarla, con razonabilidad y adecuado análisis. Lo que no puede —o no debe sin consecuencias muy trascendentes— es violar la Constitución y, en nombre de aquella facultad, atropellar derechos fundamentales. Este es el caso, con la expropiación que se hace de las acciones de Repsol en la empresa petrolera YPF.

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¿Dónde está la indemnización “previa” y dónde estaba la ley, aun no aprobada cuando ya se había ocupado físicamente la empresa, sustituido sus autoridades y hasta desalojados de ella, por la autoridad pública, sus funcionarios jerárquicos?

Esta situación sumerge al Mercosur en una crisis existencial. Se pone en duda toda inversión extranjera

Es una escenificación grotesca. Una pulsión nacionalista que se exhibe con arrogancia y abuso de la fuerza, acompañada de una retórica que procura la exaltación popular, apelando al sentimiento de un pueblo al que se le hace sentir que está siendo extorsionado por la empresa extranjera.

La propuesta, en su manifiesta intención, en su modo de irrumpir, rebasa el concepto de expropiación y revela un inequívoco ánimo confiscatorio. No se habla de la indemnización. Se destituye la dirección de la empresa abrupta y policíacamente. Se expropian solo las acciones de Repsol en YPF y no las de los otros socios. Previamente, se realizan actos inequívocamente dirigidos a desvalorizarla. Se invoca una rebaja de producción que es real, pero que también han sufrido las demás empresas del ramo, como consecuencia de una política que privilegió el consumo, manejó tarifas arbitrariamente y castigó de ese modo la inversión, condición necesaria del aumento de producción.

Por otra parte, esta medida no es un clavel del aire. Irrumpe en medio de una conducción económica que restringe importaciones por decisiones discrecionales de un jerarca. Que ni siquiera firma decretos recurribles judicialmente. Simplemente dispone y ordena. Volvemos a lo mismo: Argentina tiene derecho a seguir la política de comercio exterior que considere más conveniente, pero no tiene derecho a violar, expresa y abiertamente, tratados internacionales, como el del Mercosur que, en su artículo 1°, establece la libertad de circulación de bienes y servicios entre los cuatro socios: Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay. Nuestro país, una economía diez veces más pequeña que la Argentina, sufre hoy severamente esa restricción. Se han cerrado imprentas que producían libros para editoriales argentinas, están en seguro de paro miles de trabajadores de fábricas de confecciones textiles, la producción de autopartes para la industria automovilística sufre la interrupción de líneas de producción complementaria que vienen de hace años. Y etcétera, etcétera.

Esta situación sumerge al Mercosur en una crisis existencial. Se trata de solventarla con la buena voluntad de los vecinos. No es suficiente, porque se pone en duda toda inversión extranjera pensada para la región. Esa misma inversión extranjera que todos nuestros países hemos procurado y declaramos bienvenida por su aporte de capital y tecnología.

Más allá del Mercosur, es notorio que Argentina hoy está peleada con el mundo. Su reclamo por las Islas Malvinas a Gran Bretaña, le ha enfrentado al viejo imperio de un modo drástico, no tanto por el fondo como por la forma agresiva de plantearlo. Con los EE.UU. se han visto también escenas de bochorno, como la de un avión estadounidense allanado, con la presencia de Ministros de Estado, para confiscar unas armas livianas que se traían para un programa de entrenamiento policial. En la reciente Cumbre de las Américas países como México, Colombia o Chile tomaron clara distancia del episodio Repsol-YPF y no hubo declaración alguna sobre la cuestión de Malvinas.

Desgraciadamente, estos arrebatos nos hacen daño a todos. Por cierto que los inversores claramente distinguen entre países y políticas. No obstante, el clima general es parte sustantiva de la inversión y el desarrollo. El empresariado argentino, todo él, está en estado de zozobra. Si esto le ocurre a una poderosa empresa española, que posee fuerte apoyo político exterior, ¿qué podrá pasarle a cualquiera de ellas, cuando los pactos y leyes poco o nada se cumplen?

Argentina es un gran país. Por la calidad de su gente, sus recursos naturales y su historia. Ellos le han permitido siempre sobrevivir a estas decisiones populistas que han sido frecuentes en su historia moderna. Sobrevivir sí, pero a un elevado costo de rezago, que le impide ser hoy la potencia mundial que fue en su tiempo.

Julio María Sanguinetti, abogado y periodista, fue presidente de Uruguay entre (1985-1990) y (1994-2000)

 

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