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LA ZONA FANTASMA
Columna
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La muerte de la discreción

Detesto a quienes quieren estar “enterados” hasta de lo que les trae sin cuidado

Javier Marías

Siempre procuré sopesar lo que contaba y preguntaba. En lo segundo he llegado a ser tan cauto que luego, a veces, se me ha reprochado desinterés o indiferencia; con esas cosas se ha confundido mi enorme aversión al sonsacamiento. Detesto a quienes lo preguntan todo o mucho y quieren estar “enterados” hasta de lo que les trae sin cuidado. Normalmente es gente que trafica con lo que averigua, que sólo ansía saberlo para relatarlo a su vez, para presumir de estar en el ajo y ofrecer primicias. Su discreción está excluida, es un concepto reñido con su naturaleza. Esas personas no sienten curiosidad pura, no se dan por satisfechas con estar al tanto, no son meramente fisgonas, sino chismosas: recaban información para aprovecharse de ella y transmitirla lo antes posible. Algunas se ganan así el aprecio o la tolerancia de otros: hay individuos insoportables que se hacen un hueco en la sociedad, y tienen amistades, tan sólo porque proporcionan cotilleos y entretienen con ellos. De otro modo serían solitarios, si es que no cuasi apestados. No les queda más remedio que tirar a los demás de la lengua –eso para mí tan odioso–: es su manera de medrar y de ser aceptados.

Todo esto es viejo como el mundo. Lo que ya no lo es tanto es la proliferación mundial de estos sujetos, la conversión voluntaria de ingentes porciones de la población en eso, en irredentos cotillas. Para empezar, hay una exposición desaforada de lo propio, mezcla de impudor y narcisismo. En Facebook y Twitter la mayoría de sus usuarios relatan y muestran demasiado de sí mismos, a menudo para su arrepentimiento y con consecuencias desastrosas. Hay gente que ha perdido empleos por haber sido exhibicionista o bocazas en estas redes. Hay delincuentes cretinos que han acabado en la cárcel por haberse jactado de sus hazañas en el ciberespacio, la vanidad los ha condenado. Ya hay legiones de jóvenes reclamando el derecho al borrado y al olvido de lo que “colgaron” un día, y lo tienen difícil, ahí todo deja imperecedero rastro. No hay mayor prudencia –al contrario– con lo que se cuenta de los otros. El planeta está lleno de imbéciles que fotografían con sus móviles cuanto se pone a su alcance, y nada les gusta más que captar una imagen inconveniente o prohibida de alguien más o menos famoso. De ellas sacan a veces beneficios crematísticos, y si no, “visitas”. Lo peor es que la falta de escrúpulos se ha extendido a los medios en teoría serios y responsables. Puesto que han de competir con millones de intrusos, no pueden perder todas las batallas andándose con miramientos.

Uno de los frenos o límites tradicionales a la hora de hacer público algo era la consideración del daño que podía hacerse con ello. También se tenía conciencia de que era fácil dar al traste con una operación militar o policial o de espionaje si se informaba de ella antes de tiempo. Ahora es la propia policía –la española, al menos– la que en ocasiones divulga sus métodos y procedimientos para provecho de los criminales, que así sabrán qué errores deben evitar en el futuro. Y, por supuesto, a casi nadie le importa un pimiento poner en peligro la vida de quienes se han arriesgado llevando a cabo una misión –se supone– vital para su país y sus conciudadanos. Leo que, del equipo de veintitrés hombres que se encargó de Bin Laden, sólo dos siguen vivos. El resto ha muerto en combate, lo cual parece mucha casualidad, dado que aún no se han cumplido tres años de aquella operación. Uno de los dos supervivientes, el que se cree que disparó contra el Enemigo Público Nº 1 –de ahí que su sobrenombre sea “El Tirador”–, volvió a la vida civil con mal pie. Renunció a lo habitual entre los ex-Navy Seals –entrar como mercenarios en empresas de seguridad privada–, y al parecer “no tiene pensión ni seguro médico, sufre artritis, tendinitis, problemas oculares y dolores de espalda, todo producto de sus dieciséis años de servicio al límite. Su situación es tan mala que, pese a estar separado, vive con su ex-mujer en la misma casa por una cuestión meramente económica”. ¿Se ignora su identidad al menos, dadas las masas que querrían vengarse de él? Me temo que la sabrá quien lo desee. En el mismo artículo se dice que, pese al secretismo inicial de la misión, en seguida se reveló que se había encargado el Team Six, la élite de los elitistas Seals, y que los integrantes del comando sabían que eso ocurriría. “Les doy una semana para soltar que han participado los Seals”, le dijo el otro superviviente –más avezado, autor de un libro– a un compañero mientras Obama daba la noticia. “Y una mierda”, le contestó su interlocutor. “Yo no les doy ni un día”. Y así fue. “ABC News”, explica el reportaje, “incluso ofreció las pautas para reconocer a uno de estos supersoldados”. Se trata de contar y contar, lo que sea, caiga quien caiga, se le arruine la vida a alguien o se lo conduzca al matadero. “El Tirador”, por lo visto, vive aterrado, además de con penurias. Ni siquiera existe un programa de protección para individuos como él, esos que permiten cambiar de identidad, trasladarse a un confín remoto del mundo y tener algún guardaespaldas a mano. El hombre ha enseñado a tirar a su ex-mujer, a sus hijos a esconderse en la bañera, y guarda un cuchillo en su tocador “como último recurso”. Mal le pinta el futuro. Así que sigan sonsacando, fotografiando, contando y “colgando”, pero no crean que no hacen daño a nadie. Empezando por ustedes mismos.

elpaissemanal@elpais.es

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