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EL PULSO
Columna
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El pensamiento o la felicidad

Que el pensamiento pueda llamarse nacional es un tropiezo del pensamiento

Martín Caparrós
Protesta de los venezolanos contra la pobreza.
Protesta de los venezolanos contra la pobreza.

La mente o los sentidos, meditación o regodeo, comprensión o gustito. La disyuntiva tiene miles de años –y sigue sonando sospechosa: pensar o sentir, entender o disfrutar. “Con la filosofía poco se goza”, escribía Raúl González Tuñón, y enseguida: “Si quiere ver la vida color de rosa / eche 20 centavos en la ranura”.

Hace nueve meses el gobierno bolivariano de Venezuela creó un Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo venezolano; hace tres semanas el gobierno kirchnerista de Argentina creó una Secretaría de Estado de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional.

Si lo hubieran querido –¿lo quisieon?– no podrían haber sintetizado mejor los lugares comunes sobre uno y otro: la seriedad soberbia del Río de la Plata contra la despreocupación gozadora del Caribe, tango contra salsa, la nube gris contra el sol tropical. Son prejuicios pero funcionan bien: caribeños contentos, divertidos, contra porteños corrosivos, charlatanes. Y, para confirmarlos, un gobierno intenta ordenar la felicidad, el otro el pensamiento.

Hay, sin embargo, diferencias. En Venezuela, el Viceministerio de la Felicidad Suprema es un modo –tan feliz, tan desdichado– de denominar a la oficina que se ocupa de coordinar las “misiones”, el centro de su actividad asistencial.

Para mantener el lugar común, se diría que el despropósito venezolano es un problema de frases desbocadas: no van a conseguir felicidad suprema, pero esas misiones hacen cosas que, exitosas o no, persiguen objetivos razonables. El despropósito argentino es, en cambio, un problema de conceptos tristes: limitar el pensamiento a unas fronteras, organizar desde el Estado las ideas son intentos tan turbios que parece mentira que personas que han rozado algún libro puedan hacerlo tan borrico.

No conozco al felicitador veneco; compartí durante años una cátedra universitaria con el nacionalizador argento. En esos tiempos Ricardo Forster se especializaba en Benjamin, Adorno y la Escuela de Frankfurt; me apena pensar que –tan poco nacionales– sus pensadores de cabecera deban ser excluidos de sus estrategias.

Ricardo Forster estudió y enseñó filosofía, trabajó de cambista, tiene 56 años y lleva 10 animando con sus intervenciones mediáticas –prolijas, retorcidas– a cierta clase media oficialista. Su adscripción política le procuró un lugar público que su actividad intelectual nunca le había ofrecido. Quiso ser diputado del gobierno en las elecciones de 2013; como la mayoría de sus correligionarios, quedó fuera.

Y ahora entra por la ventana de este cargo que suena a Orwell. Que el pensamiento pueda llamarse nacional es un tropiezo del pensamiento: ya dijo Borges, hace más de medio siglo, en su conferencia más citada, que hablar de literatura argentina se parecía a hablar de equitación protestante. La nacionalidad de las ideas es, más que un abuso, un chiste malo. Pero que ese pensamiento deba ser coordinado por el Estado no es solo una osadía: es un avance que suena peligroso.

Supongamos que ni el gobierno argentino cree que se pueda pensar con estrategias estatales ni el gobierno venezolano imagine que la felicidad dependa del plan de un funcionario. Supongamos que quisieron decir algo distinto y no supieron: que ninguno de ellos es demasiado bueno para las palabras. Que, para ellas, hace falta algo más que un viceministerio, una secretaría.

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