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El Mundial saca los colores a Brasil

Las protestas por el dinero que ha costado el torneo revelan las contradicciones del país Los expertos aseguran que el único beneficio que saca el anfitrión es explotar su imagen

Una familia observa en una favela el partido entre Brasil y México.
Una familia observa en una favela el partido entre Brasil y México.W. Araujo (EFE)

De país emergente a potencia. Brasil había visto en el Mundial la oportunidad para mostrar al planeta su mejor cara. Su músculo económico y todo su potencial. Pero la fiesta del fútbol en la nación del fútbol se ha convertido también en imagen y altavoz de las protestas de un país que ya no crece al ritmo de los últimos años y en el que la nueva clase media reclama que su dinero se gaste en educación y en sanidad, y no en los fastos del deporte rey.

Unos 4.000 millones de espectadores siguen desde el pasado 12 de junio el segundo Mundial que organiza Brasil. Una cifra récord de audiencia que hace del torneo una plataforma privilegiada para el Gobierno, pero también para la ciudadanía crítica, que ha aprovechado la atención mediática para multiplicar el efecto de sus protestas. "Durante un mes, el interés fijo del planeta está en Brasil. Esa palabra está en la memoria y es objeto de atención permanente de millones de personas", asegura Gerardo Molina, presidente de la agencia de marketing deportivo Euroméricas.

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El 95% del dinero que genera un campeonato del mundo vuela directamente desde el territorio del anfitrión hasta Suiza, la sede de la FIFA, para engrosar las arcas de la entidad que rige el fútbol, según Molina. ¿Qué mueve entonces a un país a invertir miles de millones en construir estadios e infraestructuras para luego apenas ver beneficios? "La imagen", responde Plácido Rodríguez, catedrático de Economía de la Universidad de Oviedo. "La FIFA hace el gran negocio. Después, lo que le queda al país son las deudas y su imagen".

Brasil ha querido utilizar el escaparate del fútbol para subir un escalón más en el escenario internacional. "Partía de una imagen de país emergente y quería ratificarse como potencia global, instalada en el progreso", explica Carlos Malamud, investigador principal de América Latina en el Real Instituto Elcano. Un empujón por la organización del Mundial, pero también por la de la Copa Confederaciones y la visita del Papa en la Jornada Mundial de la Juventud, ambas celebradas el verano pasado, y por los Juegos Olímpicos, que Río de Janeiro acogerá en 2016. "Una coincidencia de eventos atípica", califica Plácido Rodríguez.

Pero lo que Brasil había imaginado sobre el papel no coincide con lo que está mostrando al mundo. La capacidad organizativa de un país que bajo la presidencia de Lula da Silva aspiró a acoger los dos mayores eventos deportivos —en 2007 se adjudicó el Mundial y en 2009, los Juegos— quedó pronto en entredicho. Llegó a su cita con el fútbol con los deberes a medio hacer. Tras meses de retrasos en la construcción y remodelación de los 12 estadios que sirven de escenario al torneo, el de São Paulo inauguró el campeonato con gradas provisionales para dar cabida a 61.000 espectadores, 7.000 menos de los que exigía la FIFA. Y mientras los gritos de los aficionados resuenan sobre el césped, los de las protestas llevan meses recorriendo el país con los lemas "Não vai ter Copa (No va a haber Mundial)" y "Copa para quem? (¿Mundial para quién?)".

Un grupo de jóvenes juega al fútbol en la playa en Recife (Brasil).
Un grupo de jóvenes juega al fútbol en la playa en Recife (Brasil).Kai Försterlin (efe)

La mecha prendió en junio de 2013, durante la Copa Confederaciones, el ensayo previo a la gran fiesta del fútbol. La subida en 20 céntimos del transporte público fue el detonante que inició un año de protestas que han sacado a la calle a más de un millón de brasileños, según un estudio del think tank estadounidense Pew Research. El informe, publicado en junio, señala que el 61% de la población cree que el torneo es malo para el país.

"Falta inversión en educación, infraestructuras, hospitales. Y sobra corrupción. El Mundial ha costado dos y tres veces más que otros años. ¿Por qué otros países pudieron hacer lo mismo con menos dinero?", se pregunta Camilla Francis. El tono de voz de esta joven brasileña de 26 años se crispa conforme habla. Vive en Criciúma, al sur, y ha participado en las quejas de indignados por los gastos del campeonato del mundo más caro de la historia; por los 250.000 desahuciados de sus casas para facilitar la construcción de estadios, según los cálculos de los Comités Populares de la Copa, que aglutinan parte de la protesta; por las leyes que cambian para adecuarse a las exigencias de la FIFA. Y por la desigualdad de un país cuyas contradicciones ha sacado a la luz el fútbol.

"La clase media se está fortaleciendo. Ya no solo quiere salud y educación, sino que, además, pide una mejor calidad. La desigualdad, aunque haya disminuido, es un elemento central que no se olvida", explica Pedro Martínez Lillo, codirector de la cátedra de Estudios Iberoamericanos Jesús de Polanco, en la Universidad Autónoma de Madrid. Brasil está catalogado por la ONU como país con desarrollo humano alto. Desde que el Partido de los Trabajadores llegara al poder en 2003, la tasa de pobreza se ha reducido a la mitad (15,9% de los 200 millones de habitantes), pero el 10% más rico acumula el 44,5% de los ingresos, mientras que el 10% más pobre se queda solo con una centésima parte, según la ONG Manos Unidas.

Tras la fiesta del fútbol, Río de Janeiro acogerá otro gran evento deportivo, los Juegos Olímpicos de 2016

"La imagen que está proyectando Brasil es acorde con su situación, la de un territorio con gran potencial, pero también con problemas", asegura Carlos Malamud. El más grave, en su opinión, es su modelo económico. Lejos del 7,5% de crecimiento que logró en 2010, su riqueza aumentó en 2013 un 2,3% y este año se espera que lo haga un 1,8%. "Ha centrado su crecimiento en la expansión del mercado interno, pero esa vía está tocando techo. Tiene que abrirse, está demasiado cerrado en sí mismo".

Una de las claves para saber si Brasil conseguirá aprovechar el Mundial para apuntalar su marca-país será, según Malamud, comprobar si tras el torneo consigue convertirse en destino turístico. Alrededor de 600.000 visitantes extranjeros se esperan para este mes de fútbol. El Gobierno brasileño prevé que cada uno gastará de media 1.800 euros, más de 1.000 millones en ingresos.

Medio millón de turistas recibió Alemania durante el campeonato que organizó en 2006. Fue un ejemplo de cómo aprovechar el fútbol para reforzar la imagen del país, según Plácido Rodríguez. "El mundo tenía la idea de que los alemanes hacían las cosas muy bien, pero eran muy serios. Cuando los turistas llegaron, se dieron cuenta de que, además, sabían divertirse. Los anfitriones supieron muy bien cómo hacerles partícipes de la celebración del fútbol".

Oscurecido por el éxito de los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992, el Mundial que España acogió una década antes fue también un "ejemplo organizativo", en opinión del historiador del deporte Juan Antonio Simón Sanjurjo, autor del libro España 82. La historia de nuestro Mundial. Fue el torneo más difícil de poner en marcha hasta la fecha —el número de selecciones aumentó por primera vez, desde 16 hasta 24—, en un momento "complicado" para España, inmersa en una crisis económica y con el golpe del 23-F fresco en la memoria. "El fracaso de la selección española [fue eliminada en la segunda ronda con solo una victoria en cinco partidos] nos hizo olvidar el legado que dejó el Mundial", apunta el experto.

La pelota de la FIFA viajará en los próximos ocho años a dos países que nunca han organizado el torneo: Rusia, que lo acogerá en 2018, y Qatar, que con sus 40º grados de temperatura media en verano será la sede en 2022. "Detrás de esta competición hay una lógica política. Rusia quiere ser un jugador de primer nivel internacionalmente y Qatar busca ser más visible", explica el economista Julio César Gambina. Pero la imagen de Qatar ya se ha empañado casi una década antes de que suene el pitido inicial. A las sospechas de compra de votos para conseguir ser sede, se suman las críticas por su dudoso historial en el respeto a los derechos humanos. La Confederación Internacional Sindical calcula que unos 4.000 trabajadores morirán antes de que comience el Mundial. El camino hacia Brasil se saldó con nueve obreros fallecidos.

Parte del documental web Copa para quem? / COPAPARAQUEM

El inicio de los partidos ha aplacado, sin embargo, la crítica en Brasil. "Las protestas han pasado a un segundo plano. El Mundial es un icono allí y no hay que olvidar el componente de nacionalismo; está en juego la reputación del país", señala Malamud. Pero con las elecciones de octubre en el horizonte —la presidenta Dilma Rousseff parte como favorita—, los expertos aseguran que la tregua no durará. "Las manifestaciones volverán. Para octubre y, de nuevo, para los Juegos Olímpicos", augura Plácido Rodríguez.

"Es normal que Brasil, como cualquier país que reciba tanta atención, muestre al mundo sus contradicciones", afirma Bernardo Calil, periodista carioca que ha participado en las manifestaciones. La experiencia de este año no es, para Carles Murillo, director del Máster de Gestión Deportiva en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, un punto de inflexión en la idea de que organizar un Mundial es beneficioso para la imagen del anfitrión. "Sí puede ser un ejemplo para tener en cuenta otros aspectos, no solo el económico". Mientras el balón sigue rodando, la carrera para hacerse con el torneo de 2026 ya ha comenzado, con México y Canadá como primeros aspirantes.

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