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Cuando se pierde hasta la incertidumbre

El campo de Dzaleka, en Malawi, ha cumplido 20 años, y tiene uno de los presupuestos más precarios de África austral. Acoge a más de 17.000 refugiados

Una mujer saca agua de un pozo en Dzaleka.
Una mujer saca agua de un pozo en Dzaleka.J. D. R.

Los días se repiten en bucle. Las escasas esperanzas se esfuman con cada puesta de sol y afrontar una nueva jornada requiere más que fuerza de voluntad. Dzaleka, el único campo de refugiados de Malawi, es la morada de unas 18.000 almas que hasta la incertidumbre perdieron. Veinte años hace ya que abrió el campo de mano del Gobierno del país. Veinte años llevan muchos allá. Olvidados.

A algo menos de 50 kilómetros de Lilongwe, la capital de Malawi, entre colinas que se alinean en dirección al municipio de Dowa, aparece una explanada cubierta con ramajes y algunas desperdigadas y brillantes planchas de aluminio. Las casas de ladrillo y adobe se extienden por la planicie a la que el sol golpea sin descanso.

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"La vida aquí es dura", resume Celestin Kibakuli Basilwango. Él es un ejemplo más de los muchos que han llegado en un camión de carga desde la República Democrática del Congo. Otro de los que huyeron de la guerra o la persecución, como Patron Mushamuka, Tresor Nzengu Mpauni o Kalis Kalombo. Todos congoleños y que representan la mayoría de la población de Dzaleka. Algunos, como Percy Uwimana, llegaron desde Ruanda, mientras que el matrimonio Bahat y Byamungu R. Joseph lo hicieron desde Burundi. Los somalíes apenas hacen de Dzaleka un alto en su camino, que continúa hacia el Sur, hacia una nueva existencia que podría comenzar, si todo les va bien, en Sudáfrica, el país que recibe el mayor número de refugiados en el Sur.

Dzaleka es un compendio de lenguajes y miradas. De historias susurradas en las minúsculas viviendas húmedas y sombrías. Silencios que lo dicen todo y saludos que levantan el ánimo agrio instalado en las polvorientas calles transformadas en ciénagas durante la temporada de lluvias. Un caleidoscopio multicultural que comparte destino en la región central de Malawi.

Para la mayoría, Dzaleka es la única opción de seguir vivos y olvidarse de las pesadillas a pesar de que la rutina es en ocasiones una mala broma que les quita el sueño. La Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) y distintas organizaciones como el Servicio Jesuita al Refugiado (JRS) intentan administrar un campamento con uno de los presupuestos más bajos de toda África austral. Además, tienen que enfrentarse a los obstáculos puestos por la legislación malauí que no permite la inserción de los refugiados.

"Solo si eres médico o tienes mucho dinero en el banco", reivindica Chabani Bahat sobre los escasos privilegiados que son aceptados por Malawi. A los otros, simplemente, se les olvida. A menos de una hora de Lilongwe, Dzaleka es uno de los campos de refugiados más cercano a una capital de Estado. Esto hace que muchos busquen soluciones para no depender únicamente de los 14 kilos de comida al mes facilitados por ACNUR. Los refugiados solo pueden abrir negocios y trabajar en el interior del campamento ya que la ley les impide trabajar en suelo malauí. Sin embargo, no son pocos los que se arriesgan por sacar unas monedas, aquellos que marcan la diferencia con la nada.

"Los malauíes se quejan de que les estamos quitando los negocios pero hasta nuestra llegada no había tiendas", explica Tresor Nzengu Mpauni, que recuerda cómo muchos ultramarinos de refugiados han sido saqueados por locales en las aldeas de los alrededores de Dzaleka.

La legislación malauí no permite la inserción de los refugiados

Estas dificultades son el presente de estos hombres y mujeres que además cargan con el pasado. Arrastran los recuerdos de una familia que se esfumó, un hogar que se quemó y un horrendo camino por el corazón de África hasta llegar a Malawi. Y el futuro se desmorona con cada atardecer, con cada día que pasa sin que pase nada.

Chabani Bahat, junto con su esposa Haw Ed, son los propietarios de Rafiki, uno de los humildes restaurantes de Dzaleka. Ella hutu y él tutsi, huyeron del odio y decidieron abrir su negocio porque la ayuda de ACNUR no era suficiente para alimentar a sus cuatro hijos y a un sobrino huérfano. "No tienen futuro", dice tajante Chabani. "Quiero tener un futuro para que mis hijos vayan al colegio y se eduquen", expresa Percy Uwimana desesperanzada.

Kalis Kalombo, profesor de primaria congoleño, coincide con ambos. Está al tanto del deficiente sistema educativo del campamento, donde la escasez de profesores contrasta con unas aulas repletas de alumnos. La barrera del lenguaje y las distintas formaciones de los niños también complican la labor. "No hay motivación para conseguir una educación", dice Kalis sobre unos jóvenes que se resignan a un futuro planificado donde ellos son meros espectadores. Incluso aquellos con determinación se dan de bruces tras la educación secundaria ya que no pueden ampliar sus estudios. Tampoco los refugiados son admitidos en las universidades malauíes.

Ante el descalabro educativo, hay jóvenes que vagan al encuentro de una oportunidad de trabajo. Algo que les permita pasar las horas. Pero el alcohol y las drogas se convierten en los mejores amigos de una juventud varada donde prolifera el matrimonio infantil. Es habitual ver a los jóvenes concentrados en las barberías, centros de ocio donde, mientras se corta el pelo, la televisión emite vídeos musicales que amenizan las horas ociosas.

El pesimismo está instalado en los callejones de Dzaleka, aunque los refugiados intentan agarrarse a un anhelo. Muchos se abrigan a un dios, a un reasentamiento, a un golpe de efecto. Otros intentan encarar la realidad y no darse por vencidos aunque conocen perfectamente las circunstancias en las que viven. Aquí hay resquicio para la utopía.

Es el caso de Tresor, que apenas pensaba sobrevivir más de tres días en Dzaleka. Rapero y periodista congoleño, dejó Lubumbashi debido a la persecución política y ahora es el fundador de la asociación cultural de Dzaleka. "Hay jóvenes y artistas que aquí tienen una plataforma para su trabajo", explica.

El campo tiene bajo presupuesto, escasez de alimentos y un deficiente sistema educativo

Otra de las alternativas para hacer olvidar el duro presente se proyecta en la radio comunitaria de Byamungu R. Joseph, nombre que nadie reconoce. Este electricista, al que todos llaman Papa, es el encargado de Voces de los Refugiados, un proyecto que emitía rezos desde la sirena que corona el techo de su casa. Las oraciones dieron paso a programas de noticias, espacios sociales para tratar temas como la educación o el sida y emisiones más divertidas de saludos y felicitaciones. 90 minutos de radio que han beneficiado la comunicación entre los refugiados de Dzaleka. "Hago los programas a las cinco de la mañana y a las nueve de la noche, cuando todo está en silencio", dice Papa, cuya radio emite en swahili, kirundi e inglés.

Dzaleka tiene muy poco para alentar a sus refugiados. La rutina pasa lentamente y el destino se encara con sorna. Hay mucha bilis y preguntas sin respuestas para todos los que aquí se enfrentan con coraje a una vida perdida. A veces, la sorpresa da esperanzas a alguna familia que se reasienta en Australia, Canadá o Noruega. Unos, los menos, optarán por una repatriación voluntaria, y se cuentan con los dedos de una mano los que consiguen la nacionalidad malauí. Al resto, solo les queda que pasen y pasen las horas y gire el presente. Porque no hay mañana.

Información sobre Dzaleka en los proyectos gestionados en África Austral por el Servicio Jesuita al Refugiado

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