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Tribuna
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La vulnerabilidad del Reino Saudí

Hacia afuera y hacia dentro, el régimen se ve afectado por la incertidumbre que domina la región

Arabia Saudí se siente vulnerable. La dinámica regional en Oriente Medio se ha visto distorsionada por la incertidumbre política derivada de la primavera árabe. Alianzas inestables, divisiones sectarias y el auge de actores no estatales están contribuyendo a crear un mapa regional cada vez más violento e inestable. Ante tal panorama, la política exterior de Riad se ha vuelto más proactiva y decisiva, con el fin de intentar influir en los eventos en la región y protegerse del contagio de las revueltas al ámbito interno.

La política exterior de Arabia Saudí se ha caracterizado tradicionalmente por su cautela y búsqueda de consenso. Siempre ha evitado confrontaciones públicas y ha favorecido acuerdos diplomáticos en aras de asegurar la supervivencia del régimen, mantener la estabilidad regional y extender su influencia. Pero desde los levantamientos árabes de 2011, su talante y visibilidad se han vuelto mucho más categóricos. A sus tradicionales herramientas diplomáticas basadas en el soft power proporcionado por el uso de determinados medios de comunicación, incentivos económicos y credenciales religiosas se han incorporado métodos más castrenses como el envío de tropas (bajo el paraguas del Consejo de Cooperación del Golfo) a Bahréin o el suministro de armas a grupos rebeldes en Siria. Numerosos comentaristas saudíes han atribuido el cambio a la creciente autoconfianza del país en su papel regional, pero la realidad es que esa reciente bravura refleja su vulnerabilidad.

La sensación de inseguridad de Arabia Saudí se remonta a la invasión de Irak por parte de Estados Unidos en 2003 y la consiguiente alteración del balance de poder regional. Durante la última década, la pérdida de influencia saudí en el Levante contrastaba con la presencia de Irán en Irak, su alianza con Siria y su apoyo a Hezbolá y Hamás. Para contrarrestar los esfuerzos de Teherán por lograr la hegemonía regional, los saudíes intentaron, sin demasiado éxito, forjar alianzas con Estados afines, como Jordania y Marruecos, para formar un eje suní que hiciese frente al llamado arco chiíta. La situación empeoró en 2011 y Riad se encontró literalmente rodeada de inestabilidad, en Bahréin al este, Yemen al sur, Siria al oeste e Irak al norte. A la preocupación por la propagación de la influencia iraní se añadía el temor de un contagio de la inestabilidad regional al ámbito nacional. Además, la combinación del “reequilibrio” estadounidense hacia Asia, la negativa de Washington a intervenir militarmente en Siria y las avanzadas negociaciones nucleares con Irán hacían saltar las alarmas en Riad. Los saudíes temen por su relación privilegiada con Estados Unidos. La creciente producción de gas de esquisto por parte de los americanos y la consecuente reducción de su dependencia en el hidrocarburo saudí hacen peligrar el tradicional trueque entre los dos países de petróleo a cambio de protección.

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Pero Arabia Saudí también vio en la primavera árabe una oportunidad para inclinar la balanza a su favor frente a Irán. La competición entre los dos países por el papel geopolítico dominante se ha extendido por una región definida por Estados frágiles envueltos en conflictos civiles. Arabia Saudí ha querido alzarse como líder de los países árabes, proclamando que era hora de que las potencias árabes tomasen las riendas de los asuntos de su propia región. Egipto y Siria representan dos Estados clave en la batalla por influencia con Irán. En Egipto, tras el golpe de 2013 los saudíes se han erguido como los mayores promotores del régimen de Abdelfatá al Sisi, tanto en términos económicos como ideológicos. En Siria, para contrarrestar la alianza entre Irán y el régimen de Assad y así recuperar un aliado, Riad lidera esfuerzos para proporcionar armas y financiación a la oposición, siendo especialmente crítico con la parsimonia americana.

La primavera árabe aumentó el temor  por la seguridad interna del régimen

Sin embargo, la primavera árabe ha agudizado las diferencias entre la política exterior de los distintos países árabes del Golfo, que incluso han llegado a apoyar a distintas facciones dentro de un mismo conflicto. Esto ha dificultado los esfuerzos saudíes por lograr una mayor unidad y el establecimiento de un marco de seguridad regional colectivo. El reflejo más claro de estas divergencias lo proporciona la brecha abierta entre Doha y Riad y la consecuente retirada de los embajadores de Arabia Saudí, Bahréin y Emiratos Árabes Unidos de Qatar en marzo de 2014. La desavenencia viene del apoyo qatarí a los levantamientos populares y a los nuevos Gobiernos islamistas, incluyendo a través de la cadena Al Jazeera, y al hecho de que Doha alberga importantes Hermanos Musulmanes exiliados que los saudís consideran una amenaza.

Porque la primavera árabe también intensificó la preocupación saudí por la seguridad interna del régimen. Los dirigentes saudíes temen que plataformas ideológicas trasnacionales como el Islam político despierten inquietudes políticas en su población. De hecho el activismo a través de las redes sociales ha aumentado exponencialmente en el reino, si bien las reivindicaciones tienden a ser más de carácter económico que político. Por eso el régimen ha optado por la contundente represión de cualquier atisbo de oposición. Se ha ordenado el cierre de varias ONG y condenado a largas penas a sus miembros. Las violaciones de los derechos humanos se multiplican, sobre todo en la provincia oriental, donde se encuentra la mayoría de la población chiíta del país. La nueva ley antiterrorista de diciembre de 2013 se está aplicando con vehemencia para procesar a activistas de derechos humanos. La inclusión de los Hermanos Musulmanes en la lista de organizaciones terroristas prohibidos en el reino es reflejo del nerviosismo saudí.

Tres años más tarde, habiendo logrado pocos avances con sus políticas y con una situación de seguridad cada vez más precaria, es probable que Riad acalle su retórica reivindicativa y regrese a las políticas conservadoras que lo caracterizan. Además, su instrumentalización sectaria, describiendo los conflictos de la región como una batalla contra el espectro chiíta, parece haberse vuelto en su contra con la expansión de la insurgencia del Estado Islámico. Así, mientras su apoyo al Gobierno egipcio y a la oposición siria continuará, la virulencia de los eventos en Irak podría llevar a un détente con Irán, por lo menos en algunas carteras. A pesar de su rivalidad hay precedentes para relaciones diplomáticas más normales entre Irán y Arabia Saudí. Los vacíos políticos en Líbano, Siria e Irak dificultarán cualquier acercamiento, al alentar la interferencia de los dos rivales, pero la situación podría llegar a deteriorarse lo suficiente como para hacer más rentables unas políticas regionales más moderadas y cooperativas.

Ana Echagüe es investigadora senior en el programa de Oriente Próximo y el Norte de África en Fride.

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