_
_
_
_
_
REPORTAJE

La burbuja de Sotogrande

Nació hace medio siglo para ser el lugar más selecto de la Costa del Sol. Su clientela teme el desembarco de los nuevos ricos

Guillermo Abril
Todo ocurre en torno al puerto, uno de los de mayor capacidad de Andalucía y de los mayores de España. Sin embargo, la oferta comercial de esta zona es mínima.  Se podría decir que el ambiente de este puerto representa la otra cara de la moneda respecto a Marbella. No hay grandes coches, establecimientos de lujo ni famosos perseguidos por los paparazi.
Todo ocurre en torno al puerto, uno de los de mayor capacidad de Andalucía y de los mayores de España. Sin embargo, la oferta comercial de esta zona es mínima. Se podría decir que el ambiente de este puerto representa la otra cara de la moneda respecto a Marbella. No hay grandes coches, establecimientos de lujo ni famosos perseguidos por los paparazi.Julián Rojas

Sotogrande comienza al otro lado de la barrera y la garita de seguridad. No hay un alma en la calle. Las cinco de la tarde parecen aquí una hora somnolienta. No se oye un ruido. Tampoco hay aceras. Atravesamos casas y parcelas. Una moto. Badenes. Un tipo suda haciendo footing. A la puerta de un club de golf nos espera un Jaguar descapotable. Nos guía hacia uno de los confines de la urbanización. Se detiene ante la rampa de acceso a una residencia. La puerta mecánica se abre. El Jaguar prosigue hacia lo alto, rodeando una edificación rectilínea, ribeteada de vegetación mediterránea, y esconde el morro bajo un porche de glicinias. A la entrada, espera un hombre de 53 años. Mediana estatura, voz agrietada, de nombre Luis. Prefiere no hacer públicas más señas. Ni apellidos ni títulos nobiliarios. Una ley no escrita en la comarca.

El exhibicionismo queda fuera de la burbuja. Digamos, sencillamente, que el señor con la mano tendida es un veterano en esta tierra. Empresario. Familia con escudo. Su boda apareció en la crónica social del diario Abc, y entre los testigos desfilaron del marqués de Cubas a la dinastía Hohenlohe. En un momento dado dirá que se tiene que ir porque no llega a una “conference call”. En otro instante: “La gente aquí quiere estar tranquila, bastante tensión tiene todo el año”.

Entre tanto, muestra la casa “de un amigo” levantada hace ocho años por el arquitecto Valentín de Madariaga. Proyectista del lujo, con varias residencias en la zona, y cuyo estilo autodenomina “tecnoárabe”. Una relaciones públicas ha querido que valoremos la vivienda para evidenciar cómo Sotogrande es un lugar distinto a Marbella: “No hay grifería dorada; y, para que lo entiendas, no es tanto de Ferraris y Lamborghinis como de Aston Martin y Jaguar”. En el interior de la mansión, pasamos junto a una alfombra de piel de león, con la cabeza aún pegada al cuerpo y enseñando los dientes como si lo hubieran disecado en el último rugido; proseguimos bajo una cúpula de estilo tunecino, y atravesamos estancias decoradas con reproducciones fotográficas “de primer nivel”: unas favelas en la pared del comedor, mujeres cuya lencería húmeda transparenta el vello púbico (el dueño las llama “mis primas”), colgadas en el pasillo.

Abandonamos los muros blancos. Fuera hay una hierba tierna como la moqueta de un palacio. Una piscina desborda un hilo de agua y la deja caer como una cascada. Se ve el mar, cinco kilómetros más abajo. Entremedias, todo es Sotogrande: unas 3.000 hectáreas de silencio y palmeras, 4.560 viviendas, 2.904 personas censadas, una población flotante que se triplica en verano, una autopista que parte en dos la urbanización, y un pequeño pueblo en medio donde entre otras señales luce el neón de un prostíbulo, nueve campos de golf, cuatro clubes de tenis, otros dos de polo y dos más de hípica, un colegio internacional, 27 bares y restaurantes, un puerto y una marina con el mayor número de atraques de Andalucía. Unos 250 comercios. Entre ellos, Mercadona, donde al principio muy pocos confesaban acudir a llenar la nevera.

El universo de Sotogrande genera dos o tres puestos de trabajo por cada mansión

Las conversaciones aquí suelen empezar por el estado del viento. Luis menciona el “ponientazo” de estos días, un aire seco, cálido y perfumado de lavanda. Luego narra cómo llegó en 1971, cuando era un niño y el franquismo daba los últimos coletazos, y se recrudecía la amenaza de ETA en San Sebastián. Allí solían pasar las vacaciones. Cuando desembarcaron en Sotogrande no había más de cincuenta casas. Todo era campo. Todo era gratis. Todas las familias se conocían. Y todas de renombre. Como si fuera un tiempo mítico, pervertido por los años, los pioneros recuerdan veranos asilvestrados, en los que solo existía un campo de golf y en él se jugaba la Copa de Baco (por cada golpe sobre par, un trago de fino); pescaban ranas en el río Guadiaro; una yinkana llevaba a los críos de casa en casa, y se coronaba a la más bella como Miss Sotogrande.

El título lo ostentaron, entre otras, Teresa Prado, hermana del actual presidente de Endesa, Borja Prado, nieta del marqués de Castiglione e hija de Manuel Prado Colón de Carvajal (administrador privado del rey Juan Carlos, senador, presidente de Iberia y Aena, y condenado con Javier de la Rosa durante el macroproceso KIO); y también se coronó a Cristina Soriano y Loinaz, que “era un cañón” y tres veranos después se casó con un hijo de los marqueses de la Viesca de la Sierra, con asistencia a la ceremonia de los reyes de Bulgaria y la infanta Pilar de Borbón, asidua a la urbanización, y la presencia de otros apellidos de Sotogrande, como los Zóbel y los Sainz de Vicuña, cuyo pater familias, Juan Manuel, le había entregado aquel galardón de belleza estival; un hombre a su vez casado con una sobrina de Primo de Rivera, que forjó parte de su fortuna al introducir durante la dictadura la Coca-Cola en España. Fue presidente de la compañía, y aún hoy la fundación de esta empresa conserva su nombre.

Los linajes marean. Y sus cargos. Y el número de vástagos y la herencia de sus títulos. Uno se podría pasar días revisándolos para hallar las conexiones. Los hilos. Las tramas del poder. Las tierras y las compañías que poseen. Muchos de los dueños de todo eso se reúnen cada verano en Sotogrande desde hace 50 años. Algunos de sus hijos se conocieron aquí, y en aquellos días largos de los setenta y ochenta se fueron entrelazando; ahora son sus nietos los que beben un gin-tonic en el afterpolo, y montan a caballo y juegan al golf. Todos circulan por aquí en bañador y alpargatas. Con sombrero Panamá, discreción y anonimato. En coches que huelen a cuero nuevo y en utilitarios con mucho rodaje.

La hípica es el deporte nacional de Sotogrande. Aquí se contabilizan dos pistas de polo y otros dos centros ecuestres. Sin embargo, tan importante como competir es asistir; es lo que aquí denominan el ‘afterpolo’, la extendida afición de degustar un ‘gin-tonic’ al final de los encuentros. En las pistas de polo se combinan el aire británico, la maestría argentina y los grandes apellidos andaluces unidos durante siglos al mundo del caballo.
La hípica es el deporte nacional de Sotogrande. Aquí se contabilizan dos pistas de polo y otros dos centros ecuestres. Sin embargo, tan importante como competir es asistir; es lo que aquí denominan el ‘afterpolo’, la extendida afición de degustar un ‘gin-tonic’ al final de los encuentros. En las pistas de polo se combinan el aire británico, la maestría argentina y los grandes apellidos andaluces unidos durante siglos al mundo del caballo.Julián Rojas

Tal y como resume José María Ne Solano, dueño de varios negocios de hostelería en la zona: “Aquí ves a un tío montado en una bici, te enteras del nombre y alucinas”. Se trata de un turismo familiar, de gama alta y puertas adentro. En palabras del marqués sin nombre: “Los que no queremos que nos vean, no nos ven”.

Lo habitual es organizar aperitivos para multitudes y cenas para los íntimos, y uno puede seguir esa pista por el número de coches aparcados junto a la cancela. En otro tiempo no había que cursar invitación. “Bastaba con decírselo a dos o tres, de modo que corriese la voz, y así se enteraba la gente; o todo lo más con un cartel en el club de playa del Cucurucho”, narra el periodista y escritor Joaquín Santaella en su libro recién publicado Cartas de Sotogrande (Edinexus). Un relato que mezcla realidad y ficción, y disecciona la urbanización a lo largo de las estaciones. Santaella reside aquí de enero a julio y de septiembre a diciembre. En agosto se da a la fuga, en cuanto “empiezan a aparecer todoterrenos acorazados de donde salen niños y niñas, todos muy rubios, así como sirvientas de varias nacionalidades, todas morenas”, dice en el libro. Regresa a tiempo para la fiesta Al fin solos, que celebran en septiembre quienes viven de forma habitual. Santaella se siente un “bicho raro” en esta tierra; y ahora, mientras sorbe un refresco en el puerto, le pregunta a su amigo Ne Solano: “¿Y no crees que el futuro va a estar caracterizado por la presencia de rusos y chinos?”. Ese es el dilema en Sotogrande: ¿es posible mantener la burbuja? ¿Se aproxima una invasión?

En esta misma marina, cuenta Santaella en su obra, estalló a principios de siglo el yate de un mafioso de nombre Buzinski, que solía tener apostados hombres con metralletas a la puerta de casa. Imposible trazar el rastro de la noticia. Lo que sí recogen los diarios, más o menos por aquellas fechas, es la detención en su vivienda de Sotogrande de Vladímir Gusinski, magnate moscovita de la comunicación, de origen judío. Considerado “el enemigo número uno de Vladímir Putin”. Acusado por la fiscalía rusa de una estafa de 240 millones de euros. El día en que la Policía española hizo cumplir la orden de captura internacional, el tipo exclamó desde el corazón del lujo: “Están cometiendo un error. No sabéis quien soy; soy amigo de Bill Clinton”. Durmió unos días en Soto del Real, igual que haría años después otro de los veraneantes, Francisco Correa, el presunto cabecilla de la trama Gürtel, con un yate también en este puerto. En prisión, Gusinski recibió la visita del embajador israelí en España. Pagó la fianza. Volvió a Sotogrande. Desapareció. Hubo noticias suyas en Tierra Santa. Y en Atenas. En cambio, Correa, señala alguna crónica más reciente, permanece por la zona y ficha cada día en los juzgados de San Roque (Cádiz), el municipio al que pertenece la urbanización.

Alquilar una vivienda en el mes de agosto, con vistas a la marina o al campo de golf, puede llegar a suponer un desembolso de 60.000 euros. Sin embargo, los habituales desde hace medio siglo en Sotogrande, prefieren mansiones más anónimas y discretas.
Alquilar una vivienda en el mes de agosto, con vistas a la marina o al campo de golf, puede llegar a suponer un desembolso de 60.000 euros. Sin embargo, los habituales desde hace medio siglo en Sotogrande, prefieren mansiones más anónimas y discretas. Julián Rojas

Santaella añade que aquello sucedió en otra era. Ahora llegan familias de rusos “normales”. Pero rusos al fin y al cabo. Su amigo Ne incide: “Se va a producir un cambio brusco. Conservar un cortijo es muy caro. Las grandes familias han pretendido que esto permanezca cerrado. No quisieron que se construyera el puerto [se inauguró en 1988]. Ni el puente que lo unía a la urbanización. No hay dinero para mantenerlo. Ahora toca abrirlo”. En este lugar, donde a alguno aún le sienta mal que el heredero de una corona se casara con la nieta de un taxista (este tipo de debates enardecían las cenas hace diez años, según el escritor), la pureza y el linaje chocan con los nuevos tiempos. “Y esos leones decorativos que han metido ahora en el Cucurucho…”, concluye Ne sobre la remodelación del club donde aprendieron a nadar los niños de la aristocracia, a cargo ahora de la empresa hostelera de Marbella Trocadero. Un símbolo del cambio en un paraje donde, de momento, no se lleva abrir una botella de champán en la tumbona. Ni los felinos: “Esto en Sotogrande duele”.

El siguiente símbolo lo encontramos en casa de una princesa iraní. Sobre la mesa de su despacho descansa una noticia del día: “Caberus compra Sotogrande, el resort de los ricos en España, por 220 millones”. Y añade, unos párrafos más abajo, la intención de NH, grupo propietario de Sotogrande SA, de “deshacerse de su elitista pero ruinosa gema gaditana”. La princesa, Golnar Bajtiar, posee una inmobiliaria en el sótano de su mansión. Acaba de llegar a bordo de un Porsche Cayenne de mostrarle una vivienda de siete millones a una pareja ucrania. “Antes venían familias con mucha solera”, dice. “Ahora son ricos. El mundo ha cambiado”.

Criada en una familia de la nobleza tribal de Irán, huyó del país con la revolución de los ayatolás. Su tío, Shapur Bajtiar, fue el último primer ministro del sah. Murió asesinado en París en 1991. Su padre estuvo al frente de los servicios secretos… Detiene el relato, cuando una nube recorre su mirada, hasta hace nada cubierta por unas gafas de sol de Dior. Para reconstruir su vida, recaló en Sotogrande. Su marido era amigo del impulsor de la urbanización, un coronel llamado Joseph McMicking que combatió en la II Guerra Mundial a las órdenes de MacArthur. Conocido en la urbanización como “tío Joe”, y casado con Mercedes Zóbel Roxas, se convirtió en uno de los ejecutivos clave en la Ayala Corporation, fundada en Filipinas por estirpes de origen español, los Ayala y los Roxas, en tiempos de la colonia. Hoy sigue siendo uno de los conglomerados clave del país, propietario del Banco de las Islas Filipinas. Sus directivos aún se cuentan entre los ilustres de Sotogrande. Con club de polo propio.

Al buscar el camino de salida en casa de la noble iraní, nos sonríe su asistenta uniformada. También filipina. Lolita Bustamante, se presenta mientras dobla sábanas, lleva 33 años aquí. Se interesa por nuestro oficio. Dice que estudió periodismo en su tierra hace tiempo. “El mundo es así, qué le vamos a hacer”. Poco antes, cuando Bajtiar nos daba una vuelta por su parcela y se detenía en un jazmín rojo que trajo de Birmania, conocimos a su jardinero, un lugareño de mediana edad con una hernia en la tripa. De ambos empleados nos acordamos cuando descendemos al puerto, donde se celebra la feria del atún. Allí se encuentra el alcalde de San Roque, el socialista Juan Carlos Ruiz Boix. Frente a una imponente vista del peñón de Gibraltar, explica que Sotogrande es el segundo motor económico del municipio, tras el sector petroquímico del que tira la refinería de CEPSA. Una fuente de “riqueza y empleo” que genera “dos o tres puestos de trabajo” por casa; muchos, contratados en los alrededores. El contraste resulta notable. Campo de Gibraltar es una de las áreas más deprimidas de España: la renta media ronda los 10.000 euros y hay un 35% de paro. “Queremos hacer compatibles ambos mundos”, añade Ruiz Boix. “Pero Sotogrande no puede ser un turismo de masa, sino de alto poder adquisitivo”.

Una burbuja en la Costa del Sol. Ese fue el sueño de McMicking y sus sobrinos Jaime y Enrique Zóbel, de Ayala Corp. Según se ha contado la historia, quisieron levantar en el sur de Europa un lugar que recordase a Palm Beach (Florida). Donde se jugase al polo y al golf. Compraron la finca Paniagua. El terreno tenía playa, río, bosques frondosos de alcornoque. Gibraltar, con aeropuerto internacional, a 20 kilómetros escasos. Y más propiedades a explotar en los alrededores. Se comenzó la obra con el trazado de unos hoyos al borde del mar: el Real Club de Golf de Sotogrande, que este año cumple medio siglo. Y se siguió con unas avenidas anchas (más incluso que la carretera de Málaga a Cádiz) y moteadas de palmeras, con cableado subterráneo y colectores rojos de agua. Puro estilo americano. Un imán para extranjeros. El cierre de la verja que rodea el Peñón, decretado por Franco en 1969, obligó a McMicking y sus sobrinos a tocar a la puerta de familias españolas. Llegaron apellidos conocidos. Se vendió como una alternativa pausada a Marbella. Y fue la época del “todo gratis”: del golf a la electricidad, parte de los gastos corrían a cargo de “tío Joe”, obsesionado con promocionarla. Cuenta el escritor Santaella que en la inauguración de El Cucurucho, se trajeron a Frank Sinatra. Y quienes fueron asentándose, los pioneros, suelen hablar con nostalgia de aquellos días en que “solo había 50 familias”. Esto era un vergel anónimo. Y ellos, dejan intuir, se sentían más felices.

Antonio Garrigues define esta época como de “masificación”

A media tarde, cuando el Poniente comienza a traer una brisa fresca que obliga a sacar las chaquetas del maletero, una mujer elegante, de pelo rubio y mirada clara, se sienta en una de las mesitas sobre el césped. Tiene 40 años y, frente a ella, en medio del remolino de sombreros, se entregan los trofeos de la copa de bronce del 43º Torneo Internacional de Polo. Su marido, Álvaro de Rivera y Olalquiaga, hijo del marqués de San Nicolás, serio y con el cabello peinado hacia atrás, se escabulle a pedir unas bebidas. Ella, Belén Domecq Zurita, le encarga una coca-cola y trata de explicar cómo ve este lugar: “Es complicado. La premisa es la prudencia. No contar mucho. Es parte del secreto de Sotogrande”. De hecho, aunque haciendo gala de esa prudencia, ha preferido disimular su nombre, unos minutos después alguien prevenido en el papel cuché la reconoce como miembro de la familia jerezana. “Antes era completamente diferente”, prosigue. “Cuando tenía 15 años hacíamos sangriadas y hogueras en la arena. O quedábamos en casas. No había sitios como este donde dejarse ver. Al polo se jugaba en la playa”. El acontecimiento del verano, añade, era la obra de teatro que escribía y dirigía el jurista Antonio Garrigues Walker. Se representaba en el jardín de su casa. Para veraneantes en Sotogrande. Con intérpretes de Sotogrande. “Era el evento único y total”, dice Domecq. “Todos han sido actores de la Oda. Y todos hemos ido a verla”.

Ahora, la competición equina es la principal pasarela. La imagen icónica. El recinto donde se dejan retratar Jaime de Marichalar, Ana Rosa Quintana y Sarah Ferguson. Un punto de encuentro entre campos de hierba algodonada. Con tiendas, bares y restaurantes. Y donde un coche de golf te acerca a las instalaciones. El torneo, organizado por Santa María Polo Club, se ha colado entre los grandes de la disciplina, “y ha matado la temporada de alto nivel de agosto en Inglaterra”, recogía en junio Financial Times. En estos momentos, hay 1.200 caballos de medio mundo en las cuadras de la región. El yate de James Packer, tercera fortuna de Australia, dueño de un imperio de casinos, y uno de los patronos más importantes de este deporte, fondea frente al puerto con tantas antenas y satélites que parece una fragata de la guerra fría. Acaba de ganar sobre la hierba el argentino Adolfo Cambiaso, considerado el mejor jugador de la historia. Y mientras este golpeaba la bocha, Camilo Bautista, magnate de las finanzas colombiano, y patrón del equipo Las Monjitas, con perfil bajo, gafas de sol redondas y alpargatas, comentaba en su palco: “Aquí tienes el clima, el mar, la piscina. Apenas llueve. Un placer para uno y la familia. Ofrece distracción y seguridad. En este mundo globalizado, la oficina la tienes donde te sientes. Es como tomar unas vacaciones, mientras pasas un mes jugando al polo”. Un deporte raro en el que quienes lo financian, como él, son uno de los cuatro jugadores que saltan al campo; habitualmente, el peor de ellos. Un disciplina aún deficitaria. De público selecto y escaso. Pero en expansión en Sotogrande.

Atardecer en el campo de polo de Sotogrande. Aquí lo más importante no es presenciar los torneos hípicos donde participan algunos de los más grandes polistas mundiales, como el argentino Adolfo Cambiaso, considerado el mejor de su especialidad, sino relacionarse, ver y dejarse ver. Una de las escasas atracciones en un territorio sin tiendas, apenas restaurantes, ni más fiestas que las privadas en las mansiones.
Atardecer en el campo de polo de Sotogrande. Aquí lo más importante no es presenciar los torneos hípicos donde participan algunos de los más grandes polistas mundiales, como el argentino Adolfo Cambiaso, considerado el mejor de su especialidad, sino relacionarse, ver y dejarse ver. Una de las escasas atracciones en un territorio sin tiendas, apenas restaurantes, ni más fiestas que las privadas en las mansiones.Julián Rojas

Desde estos campos, se ve un terreno yermo sobre el que la familia Mora-Figueroa, la tercera mayor fortuna andaluza tras la Casa de Alba y Luis del Rivero, con un patrimonio de 850 millones de euros, según Forbes, planifica dos hoteles de lujo, un centro comercial y 50 villas con atraque. Suyo es el Santa María Polo Club. Y parte del negocio de embotellado de Coca-Cola. A su estela, la comarca entera espera convertirse en algo llamado “distrito equino”. Un paraíso de la hípica. Abierto todo el año. Bien visible y promocionado. A medio camino entre Dubái y el continente americano. Adiós al edén vedado. Aunque llevaba años incubándose. Al final de los ochenta, Sotogrande salió a Bolsa a 1.130 pesetas la acción y la urbanización comenzó a crecer y abrirse. Hoy, uno ya no encuentra solo multimillonarios. “Hay distintos niveles”, zanja un veraneante con apartamento cerca del puerto. Se venden pisos por 130.000 euros. La apertura de la verja también contribuyó a la llegada de nuevos propietarios. Hay mil personas de Reino Unido censadas todo el año. Muchos, llanitos como Tom, que resume con un suspiro las bondades del lado de acá: “Uff… aquí hay espacio”. Añade haber pasado momentos tensos, como el verano pasado, cuando se quemaron coches con matrícula de Gibraltar.

En los ochenta llegó también Adrian van Loon, un consultor holandés que hoy preside la Asociación Cultural de Sotogrande. Tomando una caña tras el polo, dice que al principio no era capaz de explicar a sus amigos dónde vivía: “Esto no existía en el mapa. Tenía que dibujarlo”. La Ryder Cup, celebrada en 1997 en el Club de Golf Valderrama, ubicó definitivamente el territorio, según Van Loon. El club se encuentra en la parte alta. De su remozado definitivo se encargó Jaime Martín Patiño, nieto del emperador de las minas de estaño de Bolivia. Cuando llegamos, hay una fila de coches en el aparcamiento. Por orden: Jaguar, Mercedes, Lexus, Mercedes, Volkswagen, Porsche, Mercedes. En verano solo admiten socios. Y a sus invitados. El director general, Javier Reviriego, no facilita la suma de la cuota anual. Pero sí el precio por jugar 18 hoyos: 350 euros. “En línea con los mejores campos del mundo”, subraya. Estos días ha estado echando unas bolas el cocinero José Andrés. Un caddie nos sopla que Esperanza Aguirre suele dejarse ver. Pero tampoco son demasiados abonados: 450. Y muy pocos se cruzan. Es parte de la filosofía. Una burbuja dentro de la burbuja. Un paseo entre los alcornoques le baja a uno las pulsaciones. No se oye un murmullo: el viento azotando las copas, el golpe de una madera a lo lejos. La vista en el hoyo 11 hacia las aguas del Estrecho resulta espectacular.

Por esas mismas aguas suele salir a pescar Antonio Garrigues Walker temprano. Tiene 79 años y dice sobre la perspectiva de cumplir 80: “Os aseguro que acojona”. Por eso, a las nueve, lleva ya una hora de estiramientos. Le seguimos al volante de un Ford Fiesta de los noventa. Para a comprar tres periódicos. Desde el pantalán, se sube de un brinco al Marta II, y saluda a Juanmi, el algecireño que le acompaña desde hace 12 años en esta “cajita”, así llama el presidente del bufete Garrigues al pesquero que uno puede recorrer en cinco pasos. Lleva cuatro cañas en la popa. Antes de salir a faenar, atraca junto a Ke, una de las cafeterías más concurridas del puerto. Al verle, un camarero exclama: “¡Hombre! Ahora ya sí que es agosto”. Y se dirige a él por su nombre: “Señor Walker”. Pide café solo. Comparte unos churros con su marinero. Y enseguida arranca el barco que ronronea como un gatito. Da una vuelta por la marina, una zona de apartamentos con atraque a la puerta. Los canales recuerdan vagamente a Venecia. Hay un yate de 23 metros encajonado entre edificios y, cuando lo dejamos atrás, Garrigues define la época que atraviesa Sotogrande: “La masificación”.

El paseo del Parque es la calle principal de esta singular ciudad solo para millonarios sin rostro. Aquí las aceras son de césped bien recortado que apenas nadie transita. Es más fácil contemplar a aficionados al running que a familias surcando esta avenida principal.
El paseo del Parque es la calle principal de esta singular ciudad solo para millonarios sin rostro. Aquí las aceras son de césped bien recortado que apenas nadie transita. Es más fácil contemplar a aficionados al running que a familias surcando esta avenida principal.Julián Rojas

Él llegó cuando esto “era una parcelita”. Es de los primeros moradores. El despacho de su familia se encargó de los asuntos legales de la operación. Él, a su vez, es concuñado de Jaime Zóbel de Ayala, uno de los fundadores. No ha fallado un verano desde los sesenta. Y mientras atraviesa la bocana del puerto, cuenta que lo que más le atrae de este refugio es el mar. Si puede, sale cada mañana, lanza los anzuelos y navega en paralelo a la playa casi hasta Gibraltar. Se ven búnkeres de la guerra civil y paseantes en la orilla. Los peces no pican demasiado. Es lo de menos. Lee la prensa. O repasa su obra de teatro.

El día antes de salir a pescar, nos cita al atardecer en su casa para asistir a un ensayo. Quedan cuatro días para la función. La vivienda es sencilla y antigua. Un chalé de ladrillo blanco y dos alturas. Hay cinco coches a la puerta, síntoma de que allí dentro, en la intimidad, se cuece algo. La puerta se encuentra abierta. Atravesamos el salón hasta el jardín donde hay colocadas 200 sillas sobre la hierba, frente a dos escenarios. Un cartel expone: “El pasado que empieza. Tres poemas en homenaje a todos los recuerdos, de Antonio Garrigues Walker”. Los actores van llegando. Entre ellos, el economista Carlos Rodríguez Braun, el director general de Becara, Johnny Aranguren y Lupe Barrado, que fue actriz hace tiempo. Este año presenta “una obra menor”, explica Garrigues. Desde que organiza el evento, hace 42 años, solo falló en 2013, cuando su mujer sufrió un ictus del que parece haberse recuperado. Hoy circula por la casa dando instrucciones. Y él le pregunta constantemente: “¿Te gusta?”, mientras se mueve arriba y abajo entre las sillas y escucha declamar a los actores frases existenciales, pues este es el sello Garrigues: “¡Que levante la mano quien confíe aún en la libertad auténtica…!”.

Cae el sol y el puerto se ve de color dorado desde el jardín. Aparece otro de los intérpretes clásicos, Tomás Gaytán de Ayala, conde de Valdellano, que este año ejerce de presentador. Y también llega Ana Luisa Elzaburu, condesa de Buena Esperanza, que se encarga de la puesta en escena y del vestuario; y hermana de Gloria Marroquín, otra de las veteranas, que recita: “… una noche de agosto de un verano tristísimo. Te dormiste en mis brazos con una caracola y un espejo”. Cuando algún actor se traba, Garrigues dice en voz baja que le va a dar un infarto en el estreno. Y comenta que una vez saltó el riego con mil personas en el jardín. En más de una ocasión le ha llovido. Por eso, al día siguiente, a bordo del barco, le pregunta a Juanmi con insistencia si ha cambiado la predicción meteorológica para la noche en cuestión. “Ocho nudos y viento del Este, don Antonio”. De momento, frente a la playa, solo ha picado una caballa delgaducha. La superstición marinera ha llevado a pensar a la pareja que si divisan alguna mujer en toples en la arena tienen pesca asegurada. Y así, con más bien poca captura, suelen regresar cada día a puerto. Aunque es probable que en un futuro próximo haya más suerte.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Guillermo Abril
Es corresponsal en Pekín. Previamente ha estado destinado en Bruselas, donde ha seguido la actualidad europea, y ha escrito durante más de una década reportajes de gran formato en ‘El País Semanal’, lo que le ha llevado a viajar por numerosos países y zonas de conflicto, como Siria y Libia. Es autor, entre otros, del ensayo ‘Los irrelevantes’.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_