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Asesinato en el campus

De la Iglesia reescribe el thriller clásico en 'Los crímenes de Oxford', presentada hoy en Madrid

Excesivo por definición, Alex de la Iglesia guarda las formas en su aventura internacional Los crímenes de Oxford, un pulcro ejercicio de no-estilo en el que el cineasta vasco realiza una tramposa pero eficaz y esmerada caligrafía del thriller clásico.

Hay maestros del cine que destapan su genialidad cuando se abstraen de su poderosa firma personal para contar una historia que pedía comedimiento, mesura, desnudez.

David Lynch lo hizo en El hombre elefante y Una historia verdadera, y otro David, Cronenberg, se despojó de su yo más rocambolesco para confeccionar un clásico inmediato, Promesas del Este.

De la Iglesia, que no es comparable a ninguno de los dos, participa de este mismo juego y cumple con Los crímenes de Oxford, en la que borra, en beneficio de las exigencias del film, sus tendencias al grand guignol, tan brillantes en La comunidad como innecesarias en 800 balas.

Punto a su favor, entonces, por mostrarse versátil y profesional ante un material literario -la novela de Guillermo Martínez- que no se ajustaba a su tono habitual. Dos puntos más por conseguir que la película logre algo tan difícil para los cineastas españoles como es un producto industrial bien realizado.

De la Iglesia, carnicero tendente a despachar chuletones de celuloide, reduce las calorías de su cine y ofrece un producto ya masticado. Los crímenes de Oxford es una respetable hamburguesa para paladares universales. Sabe a notable plato de encargo.

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El filme se condimenta con John Hurt, atrincherado en la franja entre el bien y el mal, y Elijah Wood, convincente pese a las interferencias de Leonor Watling, que reincide en ese extraño defecto suyo que es la sobreactuación minimalista.

De la Iglesia, por su parte, se contagia de la ambigüedad, el señuelo y la trampas de sus personajes, heredados de una Agatha Christie en la que todos tienen sus razones para matar.

Pero, esta vez, las argucias fílmicas se rinden a la moraleja de la historia, enmarañada entre mensajes filosóficos e hipótesis rocambolescas que la hacen madura y opaca para, finalmente, llegar a un desenlace elemental, casi infantil. Esa es su polémica estrategia.

Poner en jaque a la complejidad

Y De la Iglesia gana la partida porque, pese a sus endebles cimientos, levanta el espejismo de una solidez dramática palpable a pesar de inexistente, a la que no resulta difícil encontrar fisuras, pero a la que es más recomendable abrazar como puro entretnimiento.

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