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El cuidador del cementerio de los ingleses

En este cementerio no hay muertos que caminan. Los occidentales somos así, nos morimos tan ignorantes como vivimos

En un país donde la muerte anda suelta por las calles lista del destino en mano, los cementerios resultan un lugar apacible, seguro, llenos de vida a su manera. El llamado de los ingleses con exageración, porque también lo habitan quienes fueran alemanes, franceses y canadienses, es pequeño, coqueto, con más lapidas conmemorativas que difuntos. Está en el barrio de Qalai Mosa, al pie de un camposanto musulmán en el que ondean las banderas verdes del islam, como si desde el más allá se librara una guerra de símbolos en el más acá.

Rahimulá cumplió los 80 años y es el vigilante de un cementerio que le dobla la edad y algo más, pues se inauguró hace 170. Cada día abre la cancela de la puerta de madera a las siete de la mañana y la cierra a las cinco de la tarde. "Limpio las tumbas, riego los árboles e impido que los niños entren a jugar. Llevo así 28 años. He perdido toda mi vida en este sitio", dice. No cobra un sueldo ni tiene empleo alguno. La embajada inglesa manda de vez en cuando a un funcionario para que cambie las flores artificiales marchitas, que el tiempo puede con todo, y pague al hombre que les vigila la memoria 150 afganis, tres dólares. Es todo lo que recibe.

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Enseña las tumbas sin prisa, balanceándose, como si hablara con cada muerto. Así es en África, un continente donde los muertos no reposan inertes aguardando una resurrección, sino que viajan junto a los vivos, a quienes guían y dan consuelo. Hay países como Ruanda donde los que se fueron a machetazos durante el genocidio en la primavera de 1994 andan revueltos; otros, como Sierra Leona, donde los asesinados de la larga guerra civil parecen felices tras perdonar a sus deudores.

En este cementerio no hay muertos que caminan. Los occidentales somos así, nos morimos tan ignorantes como vivimos. En las lápidas de los ingleses están esculpidas fechas recientes y nombres de soldados y oficiales que han perdido la vida en esta guerra que sólo es la continuación de todas las anteriores. Una placa reza: "A los soldados británicos muertos en las guerras afganas del siglo XIX y XX". La imagen de tanto nombre permite abarcar lo que fue un imperio y explica los problemas que tiene hoy el primer ministro, Gordon Brown, para explicar lo inexplicable, porque a diferencia de otros Ejércitos, los ingleses saben que están en un país donde no se puede ganar ninguna guerra.

Rahimulá nunca se movió de Kabul. Ante sus ojos han pasado vivos y muertos, a menudo confundidos. "El rey fue el mejor gobernante y hubiera sido mejor aún si no le hubieran gustado tanto las mujeres". Cinco de sus familiares, entre ellos dos hijos murieron en la guerra entre los talibán y los muyaidin. Es un tayiko del valle del Panchir que no oculta su admiración por Masud, el hombre que más problemas dio a los soviéticos durante la invasión.

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El viejo cuidador se detiene ante una tumba cuidada en que se puede leer un nombre: Mark Aurel Stein, nacido en Budapest en 1862 y muerto en Kabul en 1943. "No sé quién es, pero muchos de los extranjeros que vienen por el cementerio se detienen aquí y parece que rezan". Stein fue un arqueólogo al que se atribuye como gran éxito el descubrimiento de los budas de Mogao, en China.

Cerca de ahí cuelgan las placas de los alemanes, todos muertos en la provincia de Kunduz, donde están sus tropas. De ese lado, el cementerio que parecía coqueto en una primera vista se torna desolador, es como si todos fueran más producto de un abandono que de la rendición de honores. Muchos de esos nombres del cementerio de los ingleses siquiera tienen cadáver. En algún lugar de Inglaterra o Alemania hay cuerpos sin nombre, o con el nombre duplicado, porque el verdadero está aquí, en Kabul, al cuidado del viejo Rahimulá.

RAMÓN LOBO

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