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LOS ROSTROS DE LA NUEVA LIBIA

“Solo ahora me atrevo a contar mis historia a los amigos”

Tras un silencio de casi 20 años, la maestra Naima el Rabeie revela a sus compañeros cómo un día de protestas marcó toda su carrera

La maestra Naima el Rabeie
Francisco Peregil

Después de haber estudiado cuatro años la carrera de profesora, a Naima el Rabeie le quedaban dos meses para graduarse. Era el siete de abril de 1976 y ella tenía 23 años. Durante todo el tiempo transcurrido hasta sus 57 de ahora ha vivido marcada por las consecuencias de ese día. Aquella mañana de una primavera fallida, en las aulas universitarias de Trípoli se produjo la primera gran revuelta contra Muamar el Gadafi. En los años posteriores, cada siete de abril el régimen iría colgando en los lugares públicos a los opositores, para que el resto de la población se atuviera a las consecuencias. Naima sostiene que lo único que hizo aquel día, su único delito, fue atender a los estudiantes heridos que llegaban al hospital. A la semana siguiente, su nombre apareció en una lista junto al de cientos de estudiantes a quienes se les prohibía seguir estudiando. Entre ellos estaba uno de sus hermanos. Fue a protestar ante el líder del sindicato oficial de estudiantes.

“Se llamaba Abdul Gader el Bagdadi y creo que ha muerto ahora. Me dijo: ‘Vale, tú no habrás hecho nada, pero tu hermano era uno de los responsables. Y me dijo una frase que no se me ha olvidado nunca y que aún ahora me pone los pelos de punta al recordarla: ‘Voy a cavar la tumba de tu hermano’. Mi hermano se marchó a Estados Unidos para estudiar ingeniería agrícola pero al volver, en 1983, lo metieron cinco años en la cárcel. Murió de cáncer al salir, a los 42 años, y dejó tres hijos sin padre”.

A Zackaria, su otros hermano, lo metieron en prisión por haber visitado a un estudiante amigo, Rashid Kabar, al que después ahorcaron. “Lo metieron tres meses, abusaron de él, se fue a Estados Unidos. Y no ha vuelto nunca más”. A otras compañeras que también ayudaron en el hospital, las llevaron a la cárcel. “Y eso, por aquella época, era como ser prostituta, aunque hubieras pasado solo una noche“. Desde entonces tuvo que limitarse a enseñar como maestra de educación primaria en centros privados. “Me dijeron no podría a acercarme a ninguna escuela pública porque podría envenenar la mente de los niños. Y me obligaron a firmar que nunca podría trabajar en una escuela del Gobierno”.

Vinieron muchos años grises. “Ponías la televisión y siempre salía Gadafi repitiendo las mismas cosas sin sentido. A veces, cuando se anunciaba un nuevo discurso, pensábamos que tal vez nos fuese a decir algo nuevo o algo que nos beneficiara, pero siempre era una pérdida de tiempo. Siempre creaba algo para mantenernos ocupados: un nuevo pasaporte, un nuevo carné de identidad, cambiar el sistema de educación… La gente nos fuimos quedando sin esperanza y frustrados. Hizo que todo el mundo desconfiara de todo el mundo”.

El miedo gobernó la vida de Naima. Se sentía estigmatizada, sabía que su participación en el siete de abril podría salir a la superficie en cualquier momento en cualquier lugar. Vivía con miedo a que en su colegio supieran su historia y con miedo a morir antes de que echaran a Gadafi. En su escuela, tras 18 años de trabajo, sólo dos personas sabían que fue expulsada.

La revuelta del 17 de febrero le cogió con cinco hijos y viuda desde hacía ocho años. Su madre le advirtió: “Ten cuidado con lo que haces, con lo que dices y lo que hablas, porque ya no eres ninguna joven llena de energía. Y tus hijos dependen de ti”. Miles de habitantes de Trípoli apoyaron la revuelta de Bengasi declarándose en huelga. Muchos padres no mandaban a los niños a la escuela, porque tenían miedo. Pero el régimen amenazó a los profesores con el despido. Y Naima acudió a unas clases semi vacías a poner exámenes, como si no pasara nada.

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En la ciudad se pintaban balones con los colores de la bandera rebelde, gatos, perros, palomas y muros. Los gadafistas disparaban contra los animales pintados y tapaban las paredes con otra capa de pintura, pero no les daba tiempo a cubrirlas todas y se podía leer lo que se había escrito debajo. Naima superó el miedo que la había atenazado todos estos años, cogió una cámara y se fue al barrio de Fashllum, donde más jóvenes parados había y donde más fuerte era la oposición a Gadafi. Pero Naima temía por su hija de 24 años, estudiante de arquitectura. Y la mandó a Jordania. “Pensé que ahora podrían hacerle más daño del que me habían hecho a mí. Se oían cosas terribles de lo que le hacían a algunas mujeres. Después me enteré de que la habían estado buscando los gadafistas”. Le dio una tarjeta de memoria con todas las fotos que había hecho, para que las difundiera en Jordania. Pero la hija tuvo que deshacerse de ella en la frontera.

A mediados de septiembre acudió por fin al colegio con su bandera rebelde, soltando el grito alargado de las mujeres libias en las celebraciones y les dijo a sus compañeros: “¿Sabíais que yo fui expulsada el siete de abril?” Descubrió lo bonito que es hablar abiertamente de política en su país, sin temer a nada ni a nadie, interesarse por los partidos, por las personas que hay detrás de ellos... “En el régimen de Gadafi no conocíamos el nombre de los ministros. Él trataba de atribuirse todos los méritos: si comprabas un coche era gracias a él, si conseguías un trabajo se lo debías a él. En la tele nunca se mencionaba a los ministros por sus nombres, solo por el cargo. Los futbolistas de la selección nacional tampoco tenían nombres, se les llamaba por el número. ¿Sabe por qué? Para que solo se conociera el de Gadafi”.

Naima no se hace muchas ilusiones ahora respecto a la educación que recibirán que les espera a los jóvenes. “El nivel de los chicos ha empeorado año a año; porque el de los profesores también lo ha hecho. Pero yo espero que mis hijas tendrán una educación mucho mejor de la que he tenido yo. Se educarán en libertad”.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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