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TRIBUNA
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El año del jazmín

El incendio que empezó en Túnez hace 12 meses se extiende ahora a la Rusia de Putin

Lluís Bassets

Mohamed Bouazizi debía andar rumiando un día como hoy la decisión terrible que terminó con su vida. Tenía 27 años, sin otro trabajo más que la venta ambulante de fruta por las calles de Sidi Bouzid, ciudad de 40.000 habitantes en el centro de Túnez. El 17 de diciembre de 2010, el sábado se cumple un año, le sucedió lo que ya le había sucedido otras veces. Dos policías municipales le confiscaron la fruta y adornaron su abuso de poder con la humillante bofetada que le propinó una agente, una mujer. Después de que Mohamed fuera a reclamar al gobernador de la provincia, donde nadie le atendió, compró una lata de gasolina en una estación de servicio y se prendió fuego ante la puerta del edificio provincial.

Todo empezó entonces, justo hace un año, y es como si hubiera pasado una vida entera. Ya no hay dictador en Túnez, que tiene un Gobierno surgido de las urnas y un presidente elegido por los parlamentarios constituyentes. Han caído los dictadores de Egipto, Libia y Yemen. El de Siria se ha enrocado en la represión, que contabiliza 5.000 víctimas mortales y amenaza con una guerra civil. No hay país árabe donde los gobernantes no hayan movido pieza.

Cambios de Gobierno y de primer ministro, reformas constitucionales o riego por aspersión de dinero y alimentos para acallar el malestar, los gobernantes han hecho todo cuanto han podido para acallar las protestas. También han encarcelado y torturado, como ha sido todavía el caso en Egipto bajo la junta militar. Bahrein fue invadido por tropas extranjeras, de Arabia Saudí, Emiratos y Pakistán, para sofocar la revuelta. La OTAN ha dirigido una operación aérea en Libia, con participación árabe, de Qatar concretamente, en cumplimiento por primera vez de una resolución de Naciones Unidas en aplicación de la responsabilidad de proteger a la población civil.

Este año 2011 que termina ha sido el de las revoluciones árabes, que solo acaban de empezar y no se sabe muy bien cómo y cuándo culminarán. Ciertamente, quienes derribaron a los dictadores no parecen los mismos que se están haciendo ahora con el poder. El islamismo político, desde el inquietante salafismo hasta la escasamente comprobada moderación de los Hermanos Musulmanes, será la fuerza hegemónica con la que habrá que hablar y entenderse. Este tipo de organizaciones apenas han tenido hasta ahora la oportunidad y obligación de gobernar, algo que transforma más a quien lo hace que viceversa. Nos equivocaríamos de nuevo si, después de apoyar a los dictadores, nos mostráramos reticentes desde Europa y Estados Unidos y no nos volcáramos con los gobiernos salidos de las urnas de la democracia.

Este año 2011 que termina ha sido el de las revoluciones árabes, que solo acaban de empezar y no se sabe muy bien cómo y cuándo culminarán.

Este cambio basta para llenar un año, pero es evidente a estas horas que el incendio que prendió en Sidi Bouzid ha superado el perímetro de los árabes. Jóvenes armados con teléfonos móviles y dispuestos a expresar su protesta ante un orden injusto han salido a las calles de todo el mundo sin distinción de niveles de renta, educación o ni siquiera de regímenes políticos, incluidos los democráticos. Entre estos manifestantes de países y sistemas tan distintos solo hay dos leves trazos en común. Uno muy material: el teléfono móvil, instrumento de acción pero también acelerador del desplazamiento de poder en el interior de las sociedades y que dota a los individuos de una insólita fuerza organizativa y modificadora de la realidad frente a instituciones, gobiernos o empresas. El otro más inaprensible: este ciudadano se siente despreciado y reivindica su dignidad ante un poder económico o político que no le tiene en cuenta.

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El incendio llega ahora Rusia, donde son sobre todo los jóvenes profesionales urbanos los que se sienten engañados por el fraude electoral y por el enroque de Putin con Medvedev para perpetuarse en el poder. Nada tienen que ver con los árabes. Putin no es Mubarak. Tampoco Tahrir era la puerta del Sol. Pero ahí están estos dos trazos en común que dibujan una nueva ciudadanía globalizada y tecnológica que reivindica la dignidad.

Ai Weiwei, el artista chino que ha entrevistado Jose Reinoso en Pekín, identifica la tecnología como el amplificador imprescindible para sus críticas: "Antes no estaba implicado en Internet, no sabía cómo comunicar, ahora con Internet puedes expresar tus ideas de forma eficiente". También lo entienden así las autoridades chinas, que durante 2011 han puesto bajo vigilancia al jazmín, emblema de la revolución tunecina, en las comunicaciones de Internet e incluso como adorno público. Weiwei cuenta a Reinoso que la policía detuvo al conserje de su estudio y le preguntó: ¿Conoces el jazmín?

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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