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"Niebla en el Canal, el continente aislado"

Los británicos no tienen el monopolio del euroescepticismo. Pero la suspicacia hacia el proyecto europeo existe desde hace más tiempo en la vida política británica que en ningún otro país

Los británicos no tienen el monopolio del euroescepticismo. Pero la suspicacia hacia el proyecto europeo existe desde hace más tiempo en la vida política británica que en ningún otro país. Estaba ya en el desdén escéptico con el que los Gobiernos británicos, tanto laboristas como conservadores, recibieron los primeros pasos vacilantes de la Comunidad Europea. A la ceremonia de la firma del Tratado de Roma en 1957, el Reino Unido envió a Russell Bretherton, un funcionario de comercio de rango intermedio, ni siquiera un secretario de Estado. Iba a observar, no a unirse.

Cuando el entonces primer ministro Harold Macmillan reconoció el error estratégico y pidió la entrada en 1961, su viejo aliado de guerra, Charles de Gaulle, temió que el Reino Unido se convirtiera en un caballo de Troya anglosajón y no le dejó entrar hasta 1973. En aquellos primeros días, fue el líder laborista Hugh Gaitskell (1955-63) quien levantó la bandera euroescéptica contra la perspectiva de perder “mil años de historia” como Estado independiente. Sus enemigos en la izquierda del partido, que pensaban que Europa era una rampa de lanzamiento capitalista, le aplaudieron. Sus colegas moderados se sintieron horrorizados. Los tories también tenían sus euroescépticos, entre ellos, los nostálgicos de la Commonwealth, que predicaban en un lenguaje indignado y hablaban de traición. Quedaron marginados, neutralizados por los parlamentarios eurófilos del Partido Laborista y el Partido Liberal (después Demócrata Liberal), además de la mayor parte de Fleet Street (la calle tradicional de la prensa de Londres), cuyos puestos más altos, como en Westminster, los ocupaban veteranos de la Segunda Guerra Mundial que habían jurado no volver a tener otra guerra “nunca jamás”. Con las excepciones de The Daily Express, proimperio, y The Daily Worker, comunista, la prensa votó sí en el referéndum de 1975 sobre la pertenencia del Reino Unido a la Comunidad Europea. Siete miembros del Gobierno laborista –encabezados por Michael Foot– obtuvieron permiso para hacer campaña por el no. Margaret Thatcher defendió el sí con Harold Wilson, Ted Heath, David Steel y Roy Jenkins. El centro de gravedad de los dos grandes partidos no se movió hasta finales de los ochenta, cuando los recuerdos de la guerra empezaban a desvanecerse.

En Brujas, en 1988, Thatcher afirmó que la habían engañado y denunció el “federalismo”, justo mientras Neil Kinnock, animado por el visionario presidente francés de la Comisión Europea, Jacques Delors, convencía a los laboristas de que aceptaran una Europa social, que protegería a los trabajadores contra el capitalismo de libre mercado de Thatcher y Ronald Reagan. A medida que el laborismo se inclinaba hacia Europa, la mayor parte de Fleet Street se alejaba en la dirección opuesta. Y ahí ha permanecido. ¿Por qué ocurrió esto en Gran Bretaña más que en ningún otro país? Fueron factores como la historia, la geografía, las leyes y las tradiciones intelectuales, además (aunque no se destacara lo suficiente) de la religión. Todos ellos contribuyeron a una corriente peculiar de la cultura europea, a veces integrada (400 años de dominio romano) pero con frecuencia medio separada: “Niebla en el Canal, el continente aislado”, como dijo en una ocasión un titular de The Daily Mail. Así ha sido desde que las aguas en ascenso de los hielos derretidos del mar del Norte rompieron el puente de caliza que unía Dover con Calais.

Tuvieron que pasar otros 8.500 años para que el Túnel del Canal de Lady Thatcher (otra ironía que no suele destacarse) volviera a unirlos. Como consecuencia, la lengua inglesa se desarrolló como una lengua híbrida, ni germánica ni latina. Las tradiciones pragmáticas del derecho consuetudinario, más tarde exportadas a todo el mundo de habla inglesa, eran distintas del derecho romano codificado. La Iglesia de Inglaterra de Enrique VIII no era ni católica ni calvinista, sino nacional e individualista. En Gran Bretaña, sin haber sufrido los traumas de una ocupación extranjera ni guerras interminables en su territorio (25 de los 27 Estados miembros de la UE, todos menos el Reino Unido y Suecia, sufrieron la ocupación de ejércitos extranjeros o dictadores nacionales durante el siglo XX), las libertades políticas prosperaron, pese a que su desarrollo económico e intelectual estuviera a menudo por detrás del de sus vecinos continentales.

Un Estado nacional estable (Inglaterra no se había transformado aún en Gran Bretaña) alimentó el orgullo de ser una “isla ungida” y un sentimiento de excepcionalismo visible en las historias de Shakespeare y los audaces marinos de Isabel I. El nuevo Estado británico, una nación marina y comerciante desde tiempos prehistóricos, convirtió su creciente poder naval e industrial en un imperio mundial que selló la autoestima y la arrogancia de abarcar el mundo y, al mismo tiempo, ser una isla. Ni siquiera la ruina económica disfrazada de victoria tras 1945 pudo disipar las ilusiones de pertenecer a los “Tres grandes” durante la guerra fría. El papel de Gran Bretaña, a la misma altura que Estados Unidos y la Unión Soviética, se sostenía por sus tres círculos de influencia: su relación especial con Estados Unidos; el consejo de seguridad de la ONU; y la Commonwealth.

¿Qué necesidad tenía de Europa? Entonces, el Reino Unido dio otro giro particular. Con Thatcher y Reagan, el capitalismo anglosajón se alejó del consenso socialdemócrata de posguerra hacia el libre mercado y el libre comercio. Era exactamente lo que suscitaba la desconfianza instintiva de muchos mercantilistas continentales. Fue la razón de que gran parte de la izquierda británica, en otro tiempo dogmáticamente antieuropea, cambiara de opinión con el mismo fervor, precisamente porque en ese momento parecía ofrecer más seguridad a la gente corriente.

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El precavido acercamiento de Tony Blair nunca fue suficiente para compensar el grito de “traición” de Thatcher en Brujas. Gran Bretaña había quedado ya fuera del MEC y el embrión del euro con los tories, y esa humillación no sirvió más que para aumentar el euroescepticismo en las filas conservadoras. Para entonces, el lenguaje “escéptico” se había endurecido. La UE quería controlar nuestros tribunales, nuestras fuerzas armadas, nuestras flotas de pesca y a nuestros agricultores. Bruselas era burocrática y cada vez más arrogante. Los líderes nacionales de la UE estaban intentando construir, con cautela y seriedad, una entidad política sin precedentes, una serie de estructuras –algunas intergubernamentales, otras integradas– capaces de competir con Estados Unidos y China. Y vieron recompensados sus esfuerzos con acusaciones de correr tanto que estaban dejando a sus votantes atrás, de que la UE era una élite arrogante aquejada de “déficit democrático”. Bajo los conservadores, Gran Bretaña había luchado por la ampliación de la UE –“más amplia, no más profunda”–, y lo consiguió cuando se incorporaron los países exsoviéticos.

Londres obtuvo la posibilidad de salirse del proyecto de la moneda única en Maastricht (1991) y varios compromisos de hacer reformas económicas con arreglo a unas líneas más competitivas, más anglosajonas. Pero no fue tan fácil aplacar el “euroescepticismo”, que a esas alturas era, sobre todo, propiedad de la derecha populista. Los proeuropeos eran tecnócratas y racionales, mientras que sus adversarios empleaban el lenguaje agitador de la independencia y la libertad. La aparición de partidos con un objetivo único como el Partido de la Independencia del Reino Unido arrastró a las bases conservadoras todavía más de la idea de Europa. David Cameron aseguró su candidatura a dirigir el partido en 2005 con la promesa de abandonar el bloque conservador de la UE (el PPE) en Estrasburgo y formar un grupo menos “federalista”. Su aislamiento posterior contribuyó al veto de la cumbre de diciembre en Bruselas, un triunfo de los escépticos que tal vez sea efímero.

Para muchos, la crisis europea de la deuda soberana que siguió a la crisis bancaria de 2007-2009 demostró la arrogante insensatez de los dirigentes europeos. “Os lo habíamos dicho”, gritaron los euroescépticos, que prefirieron achacar los problemas a los defectos de la regulación estatal que a la codicia del mercado y la irresponsabilidad de los banqueros, cuyas rutilantes promesas de dinero fácil les parecían más atractivas que el severo lenguaje de los funcionarios de Bruselas. Fue la tormenta perfecta, desatada después de decenios de ver los cielos de la UE cada vez más oscuros y oír los truenos cada vez más cerca. El eurooptimismo de los años noventa había dejado paso al euroescepticismo en todo el continente, desde Finlandia y Austria hasta los jóvenes sin empleo que trataban de salir de España y Portugal. Incluso en los leales Estados fundadores –Holanda, Francia, la propia Alemania–, volvían a estar en ascenso los partidos euroescépticos y xenófobos. El euroescepticismo había acabado por ser una de las mayores exportaciones de Gran Bretaña a través del Túnel del Canal de la Mancha.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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