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Un radical de circunstancias

El muy educado David Cameron sabe cómo desenvolverse en materia de comunicación, el único oficio que ha ejercido fuera de la política

SCIAMMARELLA

Un bazuka con aspecto de niño bueno. No le pega, ni siquiera cuando se va de la mesa de negociaciones en Bruselas, amenazar a sus interlocutores a base de movimientos belicosos con el bolso, como solía hacer Margaret Thatcher. El muy educado David Cameron sabe cómo desenvolverse en materia de comunicación, el único oficio que ha ejercido fuera de la política. Consiguió que lo eligieran para dirigir el Gobierno británico en 2010 mediante un cambio de imagen total del Partido Conservador. Se acabaron el estilo reaccionario de Thatcher y la monotonía gris de John Major. Llegaba el nuevo tory: un Cameron relajado y orgulloso de su juventud, que se resiste a llevar corbata y tiene miedo de perder un cabello que trata en vano de inflar en la parte delantera; un liberal reconocido pero abierto a una sociedad cambiante y dispuesto, había dicho, a actuar en favor de los pobres, los gais, las minorías, la ecología, los servicios públicos y muchas más cosas. Es decir, a ampliar la base de su partido apropiándose con cinismo, como había hecho el laborista Tony Blair en sentido contrario, de varias etiquetas del adversario socialdemócrata.

A los 45 años, y después de año y medio al frente del Gobierno británico, David Cameron conserva el rostro liso y esa temible soltura, compuesta de una dosis de humor y excentricidad adquirida a un precio muy alto en los bancos de Eton y Oxford, que es la esencia de la élite británica. De buena cuna y buena educación, posee la cortesía asesina de los grandes discutidores. La calidad de las cartas de agradecimiento que redacta es admirable. La enorme habilidad que le ha permitido constituir y mantener una coalición contra natura con los eurófilos demócratas liberales de su viceprimer ministro Nick Clegg, también.

Pese a ello, este conservador supuestamente "moderado" pasará a la historia como el artífice de dos medidas, al menos, de un liberalismo tan extremado que ni la propia señora Thatcher se habría atrevido a ellas. Por un lado, los recortes del gasto público más severos de la historia del país. Por otro, el 9 de diciembre de 2011, la firme decisión de oponerse al proyecto de cambio del tratado europeo para eximir a la City de cualquier nuevo reglamento financiero europeo: ha habido que esperar a que llegara el moderado Cameron con su histórico veto para que el Reino Unido abordase el tabú, hasta ahora intacto, de una posible salida de la Unión Europea. Seguro que ni el propio David Cameron había previsto que iba a acabar convirtiéndose en este conservador puro y duro. El primer ministro británico no es ni ultraliberal ni eurófobo. Desde luego, tampoco es excesivamente sensible a los encantos del Estado providencia ni a los de la delegación de soberanía. Pero el señor Cameron no es ni una cosa ni otra porque no es un ideólogo de nada. Es, ante todo, pragmático. Se adapta al espíritu de los tiempos. Hasta el punto de emprender una participación instintiva y sorprendente junto a Francia en la guerra de Libia después de haberse declarado contrario al intervencionismo.

Sus admiradores ven en ello una virtud en plena tormenta de la crisis mundial. Sus detractores, la señal de un dirigente carente de ideales, principios y una concepción del mundo. "Siempre supo que quería ser primer ministro, pero no sabe realmente por qué", explica su biógrafo, James Hanning. Es típico de esos conservadores ingleses tradicionales que consideran que su origen y la calidad de su educación bastan para que estén "born to rule" (nacidos para gobernar). No estaba programado un desmantelamiento tan amplio del Estado. El primer ministro ha tenido que afrontar un déficit equivalente al de Grecia. Los efectos del empobrecimiento y los estragos causados en los sectores más desamparados de la sociedad no le han conmovido: ha preferido hacer los recortes drásticos al principio de su mandato para granjearse la confianza de los mercados y poder ser más generoso después, cuando falten meses para las siguientes elecciones. "En unas circunstancias económicas normales", analiza Philip Stephens, del Financial Times, "David Cameron habría cortado un poco el gasto y reducido un poco los impuestos. No muy distinto a los laboristas. No es un thatcheriano radical por naturaleza".

Respecto a Europa, Cameron tiene la indiferencia desconfiada de los jóvenes ingleses que, como explica el laborista Denis McShane, desde los años noventa han visto siempre a los países de la zona euro con un crecimiento inferior al de Gran Bretaña. Pertenece a esa élite británica aficionada a relacionarse sobre todo consigo misma, poco cosmopolita y reservada ante una Alemania que no se ha molestado en conocer desde que terminó la guerra. En Bruselas, el primer ministro se encontró con una sorpresa. No esperaba acabar siendo el único excluido de un tratado intergubernamental entre 26 miembros. A su regreso, en su discurso ante la Cámara de los Comunes, tuvo que apaciguar la ira de Nick Clegg y dar pruebas de buena voluntad a Europa. Nada importante: Cameron obtuvo lo que buscaba, una remontada, aunque fugaz, en los sondeos. Los agradecimientos de la City, con excepción de algunos espíritus sensibles, y los del lobby bancario que financia a los tories. El entusiasmo de la prensa conservadora y los influyentes tabloides. La calma pasajera del ala derecha del partido, siempre exigiendo un referéndum para salir de Europa. El aplauso de sus bases: "Nos quedamos en la UE, hemos ganado todo y no hemos perdido nada", se congratula, entre otros, la joven diputada Claire Perry. "Es un triunfo político para Cameron", reconoce el eurófilo Charles Grant, del Centro para la Reforma Europea.

El primer ministro sabe que es posible que haya perdido mucho en Europa. "También sabe que el tratado de los 26 no está cerca de ver la luz", ironiza un colaborador. Pero David Cameron no se pone nervioso nunca. Le basta con ser el jefe de Gobierno. No soporta las reuniones de más de 20 minutos, es un loco de James Bond, de la música pop, de una serie danesa de televisión y de practicar videojuegos con sus hijos. Según dijo a The Sunday Telegraph, ha "terminado" los Angry Birds, ese juego en el que se catapultan pájaros enfadados contra ovejas, y no sabe qué hacer desde entonces. La ventaja de trabajar en el 10 de Downing Street, bromeaba en The Guardian, "es que tu casa está encima de la tienda".

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Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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