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El estado de la Unión

Las soluciones tecnocráticas han reavivado la crítica al déficit democrático de la Unión Europea. Alemania renuncia a ser decisiva y a forzar un salto cualitativo en la integración europea

El euro es la clave de bóveda del proyecto europeo. Por esa razón, una crisis que afecte al euro es una crisis existencial. Y por eso también es fácil entender por qué, aunque la Unión Europea haya estado antes en crisis, nunca se había asomado al abismo y sentido tanto vértigo. La crisis de la silla vacía, la época de “euroesclerosis”, el bloqueo de Margaret Thatcher a causa del cheque británico, las divisiones ante la unificación alemana, las turbulencias en torno a la ratificación del Tratado de Maastricht o la rebeldía popular ante la Constitución europea, todos esos momentos agitaron las aguas europeas, pero nunca amenazaron con hacer zozobrar la nave europea. En contraste, la crisis del euro ha recorrido transversalmente y presionado intensamente sobre todas y cada una de las líneas de fuerza subyacentes al proyecto europeo.

La crisis ha agudizado las tensiones entre los viejos y los nuevos miembros, entre el Norte y el Sur, entre protestantes y católicos, entre los miembros de la eurozona y los que están fuera de ella. También ha sometido a tensión las políticas que constituyen el núcleo de la Unión: el mercado interior; la libertad de circulación y la política exterior y de seguridad. En todos esos ámbitos hemos asistido a presiones centrífugas que han debilitado el espíritu común y la capacidad de actuación conjunta.

De la misma manera, las viejas tensiones entre federalistas e intergubernamentalistas, aparentemente enterradas en el Tratado de Lisboa tras una década de debates y negociaciones institucionales, han vuelto a la superficie. Aunque la Comisión Europea ha intentado mantener la iniciativa en sus manos, los Estados no han dudado en apartarla a un lado cuando lo han considerado necesario. Y el Parlamento Europeo, aunque se ha convertido en el foro donde se ha debatido intensamente sobre la crisis, no ha conseguido tampoco forzar ni liderar los consensos necesarios para salir de ella. Al final, la crisis se ha gobernado a trompicones desde una cacofonía compuesta por Berlín, París, las agencias de calificación, los inversores privados y el Banco Central Europeo.

La crisis también ha afectado a los mimbres democráticos con los que se teje la política en los Estados. Las soluciones tecnocráticas han reavivado la crítica al déficit democrático de la UE y al sometimiento de los Estados a la lógica de los mercados. A cambio de la estabilidad, sin embargo, han proporcionado alas a los populistas y a los euroescépticos, siempre prestos a manipular la soberanía popular y los sentimientos de identidad nacional en contra del proyecto europeo. El resultado es que Europa es más ingobernable, tanto en el ámbito de las instituciones europeas como en las nacionales.

Hemos visto también resurgir las tensiones entre profundización y ampliación, que pensábamos superadas tras haber demostrado sobradamente con su crecimiento los nuevos socios del Este que habían llegado a la Unión para sumar y no para restar. Algo parecido puede decirse respecto a las grandes orientaciones macroeconómicas: donde antes de la crisis, el Pacto de Estabilidad y la Agenda de Lisboa parecían haber logrado un sano equilibrio entre el rigor presupuestario y las políticas de crecimiento y empleo, la crisis del euro ha vuelto a polarizar los debates, empujando a los Estados a posiciones antagónicas entre austeridad y estímulos económicos.

En todos estos debates, las posiciones de los gobiernos se han vuelto maximalistas e ideológicas. Así, donde en el pasado resultaba fácil construir coaliciones, intercambiar políticas, repartirse las diferencias de forma pragmática y seguir adelante, hoy la capacidad de compromiso se ha encogido de tal manera que parece que la lógica que impera no es la del consenso, sino la de vencedores y vencidos, algo que viola el código genético de la UE, construido precisamente sobre un cúmulo de victorias y derrotas de funestas consecuencias.

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Pero más allá de las dinámicas internas, el problema es que la actual crisis no sólo enfrenta a Europa a sus fantasmas internos, sino que la sitúa en una senda acelerada de declive global. Dicho de otra forma, a la hora de discutir cómo superar la situación actual, Europa no debiera perder de vista que no puede permitirse el lujo de dedicar una década a salir de esta crisis porque, incluso en el caso de que consiga salir reforzada de ella, cosa que hoy por hoy todavía es dudosa, el mundo que encontrará ahí fuera habrá cambiado tan radicalmente que constituirá, inevitablemente, un nuevo desafío. Aunque muchos no lo percibieran, Europa ya estaba en crisis (demográfica y productiva) frente a una serie de países emergentes que crecían rápida y sostenidamente. Ahora, si Europa no tiene cuidado, una crisis se engarzará en la otra y la agravará. En consecuencia, a la hora de pensar en cómo salir de la actual crisis y en los tiempos y ritmos para hacerlo, Europa tiene que tener en cuenta que no puede disociarse del mundo, volver a ensimismarse y seguir viviendo un bienestar que, hoy por hoy, es cada vez más prestado (incluso en sentido literal del término).

Que la crisis del euro genere tanta incertidumbre y tensión se debe, sin duda alguna, al hecho de que el euro ha sido la construcción más compleja a la que ha dado lugar el proyecto europeo. Pese a su materialización práctica, la unión monetaria fue siempre, en gran medida, un logro impensable.

Impensable económicamente, porque sólo la perseverancia política de los que diseñaron la unión monetaria explica que se pudiera llevar adelante un proyecto que contaba con el rechazo expreso de toda la comunidad de economistas. Economistas que machaconamente insistían en que los miembros la UE no sólo no reunían las características de “zona monetaria óptima” que permitieran asegurar el éxito del proyecto y, a la vez, tampoco incluían en el proyecto las instituciones (fueran eurobonos, un Tesoro común, un verdadero presupuesto o una política fiscal común) que garantizaran su supervivencia en caso de una crisis.

Impensable también políticamente, puesto que las resistencias ante la increíble cesión de soberanía que el proyecto significaba sólo pudieron ser vencidas por el shock político y psicológico que produjo la perspectiva de la unificación alemana. Por esa ventana de oportunidad que representó la caída del muro de Berlín se coló un líder excepcional, Helmut Kohl, que convenció a los alemanes de que a cambio de la unificación tendrían que compartir su joya más preciada, el símbolo en el que se había anclado la identidad de la Alemania surgida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial: el marco alemán.

Si la crisis actual ha servido para algo, es precisamente para ilustrar retrospectivamente hasta qué punto la nave del euro se hizo a la mar sin haber completado su diseño, sin pedir permiso a los economistas y, por supuesto, sin haber pedido permiso a los ciudadanos. Los impulsores del euro fueron perfectamente conscientes de que tenían una única oportunidad, que difícilmente se repetiría en una generación, de lanzar el proyecto europeo hacia una nueva fase completamente distinta de integración y, por ello, confiaron en que el barco se repararía en alta mar. Por tanto, aunque los que entonces criticaron el proyecto se sientan hoy reivindicados y señalen con el dedo a la vez que vociferan “¡ya lo dijimos!”, lo cierto es que se equivocan y que, hoy como entonces, demuestran no entender la historia de la integración europea ni su lógica subyacente.

Esa lógica no es otra que la de la irreversibilidad: lo que se pretendió siempre, tanto con el mercado interior como con la unión monetaria, fue desencadenar un proceso de fusión económica que llevara a la fusión de intereses políticos. Como muy bien intuyeron los padres fundadores del proyecto, ese proceso funcionaría a pesar de los líderes políticos, que se resistirían a perder poder, no gracias a ellos. En cada encrucijada, intentarían ceder el mínimo poder y preservar el máximo de autonomía, pero el contexto económico y la opinión pública les empujarían a dejar de lado sus visiones cortoplacistas y preservar la prosperidad del común.

Para algunos, esa lógica resulta asfixiante políticamente y abrasiva con sus identidades, hasta el punto de que la rechazan y combaten activamente. Pero para la mayoría de los europeos, más Europa lleva significando más bienestar, más paz y más democracia durante demasiados años como para, por más problemas que tenga el proyecto europeo, abandonarlo y arrojarse en brazos de los populismos xenófobos y antieuropeos.

Hoy como después de la caída del muro de Berlín, todas las miradas convergen sobre Alemania. Una Alemania cuyos logros son admirables y que con toda razón se merece liderar el proyecto europeo. Sin embargo, por razones que tienen que ver con su historia, economía, opinión pública y cultura política, Alemania renuncia a ser decisiva, a forzar un salto cualitativo en la integración europea. Como ocurriera en 1989-1991, Berlín tiene ante sí esa posibilidad, pero en lugar de rediseñar Europa y tirar de ella decisivamente hacia el futuro, prefiere limitarse a parchear el diseño actual e imponer controles más estrictos sobre los mecanismos existentes. Por esa razón, el debate europeo se encuentra encallado entre la austeridad y los estímulos; el papel del Banco Central Europeo como garante de la estabilidad de precios o el crecimiento; los partidarios de los recortes y los de las reformas; el cumplimiento de las reglas o el cambio de las reglas. Sabemos que de esta crisis sólo se saldrá con un gran pacto, un pacto que incluyera todos esos elementos que sabemos que son necesarios: un nuevo pacto fiscal y de austeridad, sí, pero también un nuevo papel del BCE, un Tesoro común europeo, un presupuesto común más amplio y una representación económica exterior común. Ese pacto no está hoy todavía al alcance de los los políticos europeos. Sin embargo, el pacto llegará, siquiera porque los mercados empujarán al euro hasta el límite, forzando, una vez más, a los Estados a seguir adelante. Puede que Europa toque fondo en 2012, pero difícilmente retrocederá: ha llegado demasiado lejos como para poder permitirse esa opción.

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