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Fusiles contra tanques en Damasco

Los rebeldes sirios esperan una intervención militar internacional como en Libia

Mariela Rubio
Manifestantes con una pancarta que dice: “Serguéi Lavrov, ministro de Exteriores de Rusia, no eres bienvenido”, el martes en Damasco.
Manifestantes con una pancarta que dice: “Serguéi Lavrov, ministro de Exteriores de Rusia, no eres bienvenido”, el martes en Damasco. HANDOUT (REUTERS)

“Yalla irhal ya Bachar” (es hora de que se vaya Bachar). La pintada, de color rojo sangre, nos avisa de que ya estamos en Saqba, un suburbio de 20.000 habitantes a cinco kilómetros del centro de Damasco. Hasta la semana pasada se encontraba en poder del Ejército Libre de Siria, un conglomerado de desertores y voluntarios de origen diverso que se ha levantado en armas (escasas) contra el régimen que gobierna Siria desde hace 40 años. Un reducto insurgente desde el cual, en un día claro, se divisa sin dificultad el palacio del autócrata.

El control de este barrio a las afueras de la capital es uno de los hitos más notables de los rebeldes sirios —entre 10.000 y 30.000, según fuentes diplomáticas occidentales—, que esgrimen orgullosos sus AK-47 mientras gritan: “¡Y solo con esto, Asad! Con esto y con la ayuda de Dios”. Aparentemente, solo disponen de sus fusiles de asalto para enfrentarse a los carros de combate y la artillería de una de las maquinarias bélicas mejor engrasadas de Oriente Próximo.

Sin quitar ojo a sus Kaláshnikov, una veintena de milicianos hace guardia en el primer check point a la entrada del barrio. Unos llevan uniforme, otros van en vaqueros, pero todos completamente embozados; cubiertos con pañuelos y pasamontañas. Un atuendo que también les ayuda a combatir el intenso frío, porque aquí no hay garitas como en los puestos de control del régimen. Tampoco hay ninguna barrera física; los milicianos saben que, llegado el caso, ellos serán la barrera.

Ni sombra de la estricta formación que exhiben las fuerzas del régimen. Los rebeldes descansan aparentemente relajados sobre un muro agujereado por la artillería de Bachar el Asad en una de sus incursiones. Se incorporan al vernos llegar. Es jueves 26 de enero y el Ejército Libre de Siria nos abre las puertas de Saqba. Entramos en zona liberada.

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“Tuvimos algunos lanzagranadas, pero en noviembre nos quedamos sin munición”, asegura el jefe de este pelotón improvisado. La mitad de ellos se excusa cuando les tendemos la mano como saludo. “No puedo tocarla, soy hombre religioso”, repiten mientras señalan una cinta verde en su frente con la bandera de la Siria libre y la inscripción: “Allahu Akbar” (Ala es el más grande).

Hay cuatro puestos como este en cada una de las entradas al barrio. Su interior se ha dividido en cuadrantes copiando el sistema que utilizan las tropas del régimen. Pero esta es solo una parte menor, la más visible, de la vigilancia de Saqba; la más efectiva corre a cargo de vecinos desarmados. “Si alguno ve llegar el peligro, solo tiene que avisar a nuestro ejército, ahora no estamos solos”, dice un anciano que ha perdido a un hijo y que tiene a otro “muerto en vida” en la cárcel de las Fuerzas Aéreas de Damasco. “Si tuviera un tercero, sería miliciano”.

Pese a la propaganda de la oposición —que quizá magnifica las deserciones en las filas del Ejército sirio para minar su moral— apenas se ven desertores entre los rebeldes de Saqba, donde escasean la técnica militar y el armamento. Como no tienen nada remotamente parecido a equipos de visión nocturna, las fuerzas de El Asad atacan al caer el sol sabiéndose invulnerables. “En Libia”, recuerda un soldado que no aparenta ni siquiera los 18 años que dice tener, “los rebeldes se hicieron con los arsenales del Gobierno. Todavía no hemos llegado a eso, pero lo conseguiremos. Es cuestión de tiempo”.

Organizar la resistencia ante las arremetidas constantes de las tropas del régimen requiere mucha disciplina. Dado que no hay rangos militares en este ejército improvisado, la jerarquía se basa en el prestigio y la veteranía. Una milicia ciudadana comandada por los notables locales. Uno de ellos, mecánico de profesión y al que sus compañeros llaman Jihad, nos recibe en el sótano de una pequeña mezquita: “La ayuda llegará, las armas llegarán, vendrán de los países que nos apoyan… y entonces El Asad estará perdido, solo hay que resistir hasta que lleguen”, afirma sin titubear. La confianza en la ayuda del exterior está grabada a fuego entre los milicianos de Saqba. Igual que lo que ellos llaman “la batalla de los hermanos libios”, un modelo que sueñan con imitar.

Mientras ese día llega, decenas de heridos son intervenidos en domicilios particulares convertidos en quirófanos improvisados. Cuartuchos insalubres donde los doctores se ven obligados a operar en condiciones infrahumanas con instrumental sanitario de campaña suministrado por Arabia Saudí.

Pero más peligroso es ir a un hospital. En Saqba no se aplica la convención de Ginebra ni opera la Cruz Roja ni ninguna otra ONG. Sufrir una herida de bala sin ser un soldado del régimen es tener un billete directo a la cárcel. Y muchos prefieren arriesgarse antes que contraer infecciones mortales.

Los rebeldes de Saqba esperaban al séptimo de caballería cuando los observadores de la Liga Árabe comenzaron a retirarse de Siria la pasada semana. Seguían esperando cuando, inmediatamente después, El Asad ordenó a sus tanques aplastar este reducto opositor a tiro de piedra de su palacio. Y, aunque no hay fe que pueda plantar cara a la artillería, los milicianos de Saqba repiten que “tampoco existe artillería que pueda borrar la fe”. Y la suya es poderosa.

Mariela Rubio, periodista de la Cadena Ser, estuvo en Siria como enviada especial a finales de enero.

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