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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Wikileaks, epílogo

Wikileaks no ha sido el preludio de una nueva era de transparencia digital

Esta parece ser la venganza de Julian Assange: todos los que riñen con la estrella de las filtraciones están condenados a pasar la eternidad debatiendo el significado cósmico de Wikileaks. En mi calidad de director de The New York Times durante la publicación de numerosos artículos basados en el tesoro de secretos militares y diplomáticos, y por ser el afortunado a quien el fundador de Wikileaks designó como su Periodista Menos Preferido, he participado en media docena de mesas redondas y he declinado, al menos, otras tantas. No puedo quejarme de la que se celebró en Madrid, donde, después de hablar un buen rato en un auditorio lleno a rebosar, los directores estadounidense, británico, alemán, francés y español que habíamos dado las noticias basadas en Wikileaks conmemoramos la colaboración con una visita al Museo del Prado después del horario normal y una comida de 27 platos cocinada por el maestro de cocineros Ferrán Adriá (si Europa está muriéndose, pienso ir a España a celebrar el funeral).

Inolvidable también, en otro sentido, fue la retrospectiva en Berkeley, donde el propio Assange, que se encontraba, igual que hoy, en Inglaterra a la espera de conocer la decisión sobre su extradición, intervino a través de Skype en una pantalla gigante, como el gran Mago de Oz, para pontificar sobre la incompetencia de los medios de comunicación occidentales que no habían sido capaces de convertir los documentos en una especie de juicio de Nuremberg del imperialismo norteamericano. La mitad del público parecía a punto de tirar su ropa interior a la pantalla.

A eso hay que añadir los tres o cuatro documentales sobre la aventura de Wikileaks, la docena de libros —incluida, extrañamente, la autobiografía no autorizada de Assange— y un par de posibles proyectos en Hollywood, en los que tengo doble interés (1. la ligerísima posibilidad de que pueda cobrar algo de dinero por el pequeño trozo de la historia que me corresponde, y 2. la remotísima probabilidad de que un director acepte la brillante idea de mi esposa de que Tilda Swinton encarne a Assange).

Es asombroso que sigan invitándome a estas cosas, porque soy un poco aguafiestas. Mi respuesta habitual a la solemne pregunta de si WikiLeaks ha transformado nuestro mundo y cómo es: la verdad, no demasiado. Fue una historia fantástica y un increíble proyecto de colaboración, pero no fue el preludio, como les gustaría creer a los documentalistas, de una nueva era digital de transparencia. Es más, si ha tenido una consecuencia general, es más bien la contraria.

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Dado que no parece que el tema vaya a desaparecer por ahora --el próximo mes se estrenará otro melodramático documental más sobre nuestra aventura con WikiLeaks en el festival South by Southwest--, he decidido examinar qué repercusiones quedan aún de la que tal vez haya sido la mayor cascada de secretos al descubierto en la historia de Estados Unidos. Assange, que dio a un puñado de periodistas acceso a los datos robados, se ha mudado de la mansión rural de un partidario a una vivienda mucho más modesta mientras combate el intento de extraditarle a Suecia por las acusaciones de delitos sexuales. Al parecer, en Estados Unidos, un gran jurado está todavía debatiendo la posibilidad de procesarle por su papel en las filtraciones. Llevó a cabo muchas horas de entrevistas para una autobiografía, pero luego se retiró del proyecto; sin embargo, su editor --con el espíritu anarquista propio de WikiLeaks-- la publicó pese a sus objeciones. (Por supuesto, no con ánimo de lucro. Ocupa el número 1.288.313 en la lista de libros más vendidos de Amazon.)

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El último proyecto de Assange, anunciado el mes pasado, es un programa de entrevistas en televisión en el que hablará con "iconoclastas, visionarios y conocedores del poder". Eso dice la orgullosa cadena que ha comprado de su serie, RT (antes Russia Today), el brazo propagandístico en inglés del Kremlin y guardián del culto a Putin. No es broma.

Aparte de la televisión del Kremlin, Assange ha pasado de ser famoso a ser una celebridad de segunda categoría: no es lo suficientemente estrella para presentar un programa de Saturday Night Live, pero sí tuvo un cameo en el episodio del domingo de Los Simpson. Bart: "¿Cómo le va, señor Assange?" Julian: "Esa es información personal, y no tienes derecho a conocerla". ¡Tadá!

Está previsto que el soldado del ejército acusado de divulgar 750.000 documentos secretos a WikiLeaks, Bradley Manning --al que, al principio, mantuvieron preso en unas condiciones tan inhumanas que el portavoz del Departamento de Estado dimitió como protesta--, sea procesado el jueves por unos cargos que podrían implicar cadena perpetua. Sin disculpar su supuesto delito, es evidente que el verdadero pecado original de todo este drama es que esta alma atormentada tuviera acceso a tantos secretos.

Lo que no podemos saber con certeza es la suerte de los numerosos informadores, disidentes, activistas y testigos inocentes que aparecen mencionados en los cables estadounidenses. Assange publicó nombres de fuentes pese a las enérgicas protestas de los periodistas que habían tenido acceso a los datos (tuvimos cuidado de borrar los nombres en nuestros artículos) y para horror de los grupos de derechos humanos y algunos de sus colegas en WikiLeaks. Me han contado que algunos de los que quedaron expuestos huyeron de sus respectivos países con ayuda de Estados Unidos y a otros los detuvieron, y no se sabe que mataran a ninguno. ¿Pero acaso lo sabríamos? Cuando leo historias como la de Reuters de la semana pasada sobre los tres hombres decapitados en Yemen por dar informaciones a estadounidenses, no puedo evitar volver a preocuparme por los testigos inocentes que aparecían en los cables.

La publicación de tantas confidencias e indiscreciones no dio al traste con la política exterior de Estados Unidos. Pero sí complicó, al menos temporalmente, las vidas de los diplomáticos estadounidenses. Los funcionarios norteamericanos dicen que, ahora, sus homólogos de otros países se resisten más a hablar con franqueza, y que es más difícil contratar y retener a informadores en todo el mundo. Como materia prima para periodistas, el alijo de secretos ha tenido una vida larga y espléndida. Hace 10 meses que The Times, The Guardian, Der Spiegel y los demás socios del proyecto publicaron sus últimos extractos, Y todavía aparecen a diario, en algún lugar del mundo, historias basadas en los documentos, bien porque los medios locales se enteran ahora de algún escándalo que no había llamado la atención de los grandes periódicos o porque nuevos sucesos arrojan una luz más interesante sobre ciertos cables.

Los informes del Departamento de Estado sobre las vidas disolutas de los dictadores de Oriente Próximo contribuyeron a alimentar el fuego de las revueltas de la Primavera Árabe. Pero la idea de que se iban a abrir las compuertas e iba a producirse una gran inundación ha resultado completamente equivocada. Inmediatamente después de la brecha, varios medios (incluido The Times) pensaron en crear buzones seguros en internet para posibles filtraciones, imaginando que iban a surgir nuevos Gargantas Profundas de la era digital.

Pero parece evidente que la filtración de WikiLeaks fue un acontecimiento único, y que ahora resulta más difícil que nunca acceder incluso a filtraciones más pequeñas. Steven Aftergood, encargado de supervisar todo lo relacionado con la de seguridad para la Federación de Científicos Americanos, ha dicho que, desde WikiLeaks, el Gobierno ha elevado la "amenaza de las fuentes internas" a la categoría de prioridad y ha restringido el acceso al material clasificado. A instancias de un Congreso indignado, los servicios de inteligencia están trabajando en un programa de auditoría electrónica que, de funcionar, haría mucho más difícil la transferencia de secretos y mucho más fácil perseguir a quien la hiciera. "Se ha prestado mucha atención a WikiLeaks y sus pintorescos propietarios", me dice Aftergood. "Pero lo importante no son los que publican las informaciones, sino las fuentes. Y no hay muchas fuentes tan prolíficas ni tan temerarias como presuntamente lo fue Bradley Manning". No es extraño. El Gobierno de Obama ha sido mucho más agresivo que sus predecesores a la hora de perseguir y castigar a los autores de filtraciones. El caso más reciente, la detención el mes pasado de John Kiriakou, un antiguo agente de la CIA especializado en cazar terroristas, y acusado de decir a los periodistas los nombres de los colegas que participaron en la tortura con agua de sospechosos de Al Qaeda, es sintomático de la actitud al respecto. Es la sextaocasión en que este Gobierno investiga a un funcionario por revelar secretos a los medios de comunicación, más que todos los presidente anteriores juntos.

El mensaje es escalofriante tanto para los que tienen la responsabilidad de guardar secretos legítimos como para los que piensen en hacer denuncias o los funcionarios que pretendan hacer saber a la población si nuestra seguridad nacional está o no protegida. Esta es la paradoja que, hasta ahora, los documentales han pasado por alto: el legado más tangible de la campaña de WikiLeaks para lograr más transparencia es que el Gobierno de Estados Unidos se ha vuelto más hermético que nunca.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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