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PERFIL POLÍTICO

Un presidente sin pasiones

Herman van Rompuy, un gran desconocido e intrascendente para el Parlamento Europeo

Soledad Gallego-Díaz
Banderas de varios países europeos ondean delante del Parlamento Europeo.
Banderas de varios países europeos ondean delante del Parlamento Europeo.GEORGES GOBET (AFP)

Detesto la pasión. Siempre termina mal. No importa qué pasión, pasión por una ideología, pasión en el amor”. Herman van Rompuy (64 años, casado, cuatro hijos), el primer presidente del Consejo Europeo, cuyo mandato acaban de renovar por otros dos años y medio los jefes de Gobierno de la UE, ha reconocido siempre que es un hombre frío, amante de la política, pero muy poco dado a las “visiones”. Lo que nadie le ha negado nunca es que sea un hombre hábil. Lo suficientemente hábil como para haber estrenado el cargo en mitad de la peor crisis jamás sufrida por la Unión Europea, sin levantar en estos dos años y medio ni la menor polémica o discusión. “The grey mouse” (el pequeño ratón gris), le caricaturizan en Gran Bretaña. Para algunos es una virtud. Para otros, un defecto.

 El primer presidente de la UE es muy apreciado entre los jefes de Gobierno por su discreción, pero a mitad de su mandato sigue siendo alguien perfectamente desconocido para los ciudadanos e irrelevante para el propio Parlamento Europeo, donde cada vez se le identifica más como un buen servidor de los dos grandes —Alemania y Francia— y donde sus comparecencias, obligadas después de cada cumbre, pasan sin la menor polémica o impacto mediático. Desde luego, Herman van Rompuy no responde a la pregunta que formuló en su día Henry Kissinger: ¿A quién tengo que llamar si quiero hablar con Europa? Cuando el Consejo Europeo decidió finalmente aprobar la segunda tacada de ayudas para Grecia, a Barack Obama, por ejemplo, no se le pasó por la cabeza llamar a Van Rompuy para felicitarle. Cogió el teléfono y habló inmediatamente con la canciller alemana, Angela Merkel.

El presidente del Consejo Europeo no se inmuta cuando se le reprocha su falta de visibilidad o protagonismo. “Si yo fuera capaz de parar el tráfico en Pekín, estaría muy pronto solo”, confesó en una de las pocas entrevistas que ha concedido en su vida. A Tony Blair, en quienes algunos pensaron como un posible primer presidente de la UE, le habría pasado exactamente eso. Van Rompuy sigue en su puesto porque no para el tráfico, ni en Pekín ni en la mismísima Bruselas. Teóricamente, cuando viaja debería recibir honores de jefe de Estado, pero eso solo sucede cuando llega a China o India, muy cuidadosos con el protocolo. Cuando su pequeño avión alquilado aterriza en las más importantes capitales europeas, nadie le hace mayor caso.

“Es injusto reprocharle falta de protagonismo o de iniciativa, porque el Tratado de Lisboa que diseñó ese cargo no le atribuyó prácticamente competencias. Él siempre se ha calificado a sí mismo como un mediador, un facilitador que busca el consenso entre los 27 miembros de la Unión”, le defiende un miembro de su reducido equipo de colaboradores. Todo el mundo estaba seguro en Bruselas de que los jefes de Gobierno le iban a renovar en el puesto.

“No ha hecho nada equivocado. Ha sido un buen ayudante de los grandes. Incluso ha hecho algunas cosas bien. ¿Por qué no iban a reelegirle?”, explicaba esta semana en la web de Europolitics un diplomático europeo.

"No ha hecho nada equivocado. Incluso ha hecho cosas bien. ¿Por qué no iban a reelegirle?", dice un diplomático europeo
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El único peligro que podía haber corrido es su imagen de excesiva dependencia de Merkozy, algo que, según sus allegados, ha empezado a preocuparle. La evidente postergación de las instituciones europeas en estos últimos años, arrasadas por los planteamientos intergubernamentales y, sobre todo, por la potencia alemana, ha hecho verdaderos estragos en Bruselas.

“Todas las instituciones tenemos que replantearnos nuestro papel”, admite el comisario encargado de la Competencia, el español Joaquín Almunia. “El que menos ha sufrido ha sido el Banco Central Europeo, porque tiene una estructura claramente federal e independencia, pero las demás instituciones han quedado afectadas porque se han tomado muchas decisiones de manera muy poco transparente”. ¿Qué se puede esperar si, como recuerda Almunia, los jefes de Gobierno discutieron largamente cuántos minutos podía estar el presidente del Parlamento Europeo en las cumbres de jefes de Estado?

Van Rompuy no tiene ese problema porque su única competencia es, precisamente, preparar y conducir las reuniones del Consejo Europeo, pero en estos dos años y medio ha quedado también en evidencia en más de una ocasión porque Angela Merkel y Nicolas Sarkozy anunciaron acuerdos ignorando su existencia, como cuando “convocaron” un consejo extraordinario mientras él estaba de visita en Luxemburgo. El hecho de que el presidente europeo no haya expresado nunca en público el menor disgusto por esos “olvidos” ha hecho que otros países empiecen a desconfiar de su excesiva complacencia con los más fuertes.

Herman van Rompuy era un político más bien desconocido cuando fue elegido primer presidente del Consejo Europeo. Su mejor carta de presentación era ser belga. “Si alguien es capaz de gobernar Bélgica, es capaz de gobernar cualquier cosa”, es una sentencia que se atribuye al francés Jacques Attali. Y, efectivamente, Van Rompuy, dirigente de un partido democristiano flamenco, había demostrado ser capaz de gobernar su país. Fue ministro de Presupuestos y primer ministro (2008-2009). Se le atribuía también ser eficaz en la sombra, estar dispuesto a negociar ad nauseam y conocer muy bien los dosieres económicos. Y su toque “espiritual” y poético (estudió filosofía y escribe pequeños haikus, poemas de origen japonés de extremada disciplina formal) le daba cierto halo a su biografía.

El presidente europeo se afana en cultivar todos esos rasgos, que de alguna manera tapan su otra imagen, menos favorable, de rígido católico flamenco, especialista en mundos pequeños y cerrados, en los que siempre supo utilizar los movimientos subterráneos para deshacerse de enemigos políticos. Durante estos dos años y medio solo ha demostrado llevarse mal con dos personas, precisamente de su propia cuerda política: el italiano Silvio Berlusconi y el portugués José Manuel Durão Barroso.

Se cuenta que tiene un rechazo visceral por el político italiano desde que, en uno de sus primeros encuentros, Berlusconi le dijo: “Usted y yo somos católicos. Confesamos el viernes y el fin de semana vamos a pecar”. El disgusto de Van Rompuy fue patente. Su catolicismo es de otra índole: se recluye dos o tres veces al año en una de las hermosas abadías benedictinas belgas, escribió el libro El cristianismo, un pensamiento moderno y siempre ha creído que el proyecto europeo tiene que ver con su raíz cristiana (en su momento negó que Turquía, un país musulmán, pudiera ser miembro de la UE). Tanto insiste la prensa flamenca en su religiosidad, que él mismo salió un día al quite: “Tampoco hay que exagerar. La Biblia no es de ninguna ayuda cuando se trata de resolver dificultades presupuestarias”.

"La Biblia no ayuda a resolver las dificultades presupuestarias", comenta este político, católico ferviente

Sin embargo, es fácil verle en alguna de las siete parroquias del pueblo en el que vive, Sint-Genesius-Rode (casi un barrio de Bruselas, a la salida del maravilloso bosque La Forêt de Soignes). Siempre le acompaña su esposa, Geertrui Windels, una psicóloga flamenca y católica, con la que tiene cuatro hijos. El matrimonio Van Rompuy no ha cambiado de casa, pese al sustancioso sueldo que recibe como presidente del Consejo, unos 30.000 euros mensuales (idéntico al que cobra el presidente de la Comisión).

Con Barroso, un democristiano portugués, los problemas son de otra índole que con Berlusconi. En este caso se trata de profunda desconfianza mutua. El presidente de la Comisión tiene, según los tratados, bastantes más poderes que el presidente del Consejo, pero, según algunos testimonios, Van Rompuy intenta presentarse como la persona de la que los jefes de Gobierno pueden fiarse y construir así, poco a poco, una red de influencias internas. Y eso es precisamente lo que Durão Barroso detesta porque achica su papel.

Está claro que la Comisión no facilita la tarea de Van Rompuy, quien debe limitarse a un equipo de una treintena de personas para organizar su trabajo. Su despacho, de color blanco y despojado de papeles y de adornos (salvo una escultura de Guillaume Bill que representa tres bolas de billar en un nido de pájaro), está flanqueado por una sala, también blanca, frecuentemente alegrada con rosas blancas, en la que Van Rompuy se reúne con sus invitados.

Su agenda, por lo menos la agenda que cuelga de su web, es más bien ligera. Hay días enteros en los que no está previsto ningún encuentro, aunque sus colaboradores afirman que la agenda no registra conversaciones telefónicas. “Por ejemplo, el presidente habla todas las semanas con Angela Merkel”. Cuando no está de viaje, Van Rompuy se marcha pronto a casa, “con papeles”, mantienen en su oficina. Además de escribir haikus, a Van Rompuy no se le conocen hobbies. Se sabe que, como buen flamenco, disfruta del ciclismo y de un buen vaso de cualquiera de las grandes cervezas del lugar. Mantiene frecuentes encuentros con sus hijos y con su hermano Eric, que es también político cristiano, nacionalista, y no ha perdido el contacto con su hermana Tine, una conocida trotskista.

Van Rompuy se esforzó desde el primer momento en establecer contactos personales con todos los primeros ministros o jefes de Estado de los 27 Estados miembros de la Unión, pero no se puede decir que mantenga amistad con ninguno de ellos. Su relación es siempre formal y no se le conocen demostraciones de afecto por sus colegas. Salvo en un caso: José Luis Rodríguez Zapatero suscitó todas sus simpatías. Van Rompuy cree que el político socialista tomó decisiones impopulares con mucho valor y responsabilidad. Pidió entrevistarse con él en la última cumbre a la que asistió el español y le alabó en público: “El liderazgo de Rodríguez Zapatero ha sido vital para estabilizar la situación. Si lo que ha hecho José Luis no es coraje político, ¿qué lo es?”. Un Zapatero agotado se lo agradeció en privado: “Esta es una de las pocas tardes agradables que he pasado en las últimas semanas”.

Herman van Rompuy cultiva tanto la discreción que algunos creen que está imprimiendo un tono demasiado gris a una institución recién creada, que hubiera necesitado más calado político: “Una cosa es que el Tratado le otorgue pocas competencias, y otra que el primer presidente que tiene Europa se convierta en una especie de diplomático al servicio de Merkozy. Nada le obliga a imprimir ese tono tan gris que ha caracterizado su primer periodo”, mantiene un especialista en “comunicación europea”. En estos dos años y medio no ha habido ni un solo momento Van Rompuy, critica.

El presidente utiliza cada vez más su Twitter (@euHvR). Pero sus mensajes tienen poco impacto y sus relativamente frecuentes discursos pasan desapercibidos. Incluso sus contactos directos con la prensa son frustrantes: los que realiza en público “matan” de aburrimiento y los que practica en privado (con un grupo de 20 a 30 periodistas, a los que recibe con ocasión de cada Consejo), más divertidos, incluso con algunas menciones a la “rigidez protestante” de Alemania, son deep background, es decir, no publicables. Una táctica que le ayuda a mantenerse en buenas relaciones con la prensa de Bruselas, pero que no mejora su imagen de “ratón gris”.

Calma, insiste el primer presidente de Europa: “Hay que comprender que hay cosas que están fuera de tu alcance”. Van Rompuy hizo nada más llegar un intento de cambiar algunas cosas. Convocó en febrero de 2010 una cumbre informal en un espacio inusitado: la Biblioteca Solvay, un bello edificio de 1902, en Bruselas, donde es posible alquilar una sala deliciosa, forrada de madera y de libros, muy acogedora. Pidió a los primeros ministros o jefes de Estado que fueran solos, sin ministros de Exteriores. Se trataba de hablar relajadamente de política: cómo hacer a Europa más dinámica. “De repente, Van Rompuy se vio presidiendo un acalorado debate sobre dinero… e inmediatamente se dio cuenta de las limitaciones de su cargo”, relató The Economist.

No maneja presupuesto comunitario ni tiene a un país detrás (el suyo, para colmo, ha pasado buena parte de este periodo sin tener ni tan siquiera Gobierno). ¿Aprovechará este último periodo para dar algo más de brillo a la primera presidencia europea? Como es lógico, tiene sus propias ideas. Por ejemplo, que no es posible recortar tan deprisa los déficits sin ahogar la economía. De hecho, como primer ministro tuvo buen cuidado de no tensar demasiado esa cuerda: redujo el déficit del 5,7% del PIB al 5,3%. Cree también que “la vida es navegar en el mar del tiempo. Pero solo el mar queda”, dice uno de sus haikus más conocidos. Así que algunos temen que este “relojero de acuerdos imposibles”, como fue saludado por alguna prensa alemana, se limite a dar cuerda al cucú y deje la presidencia europea, en 2015, sin tocar ni manchar, pero también sin haber tenido una iniciativa.

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