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Columna
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El caos tunecino

Las secuelas del régimen, la sublevación larvada de regiones y el fascismo salafista minan Túnez

Sami Naïr
Tunecinos desempleados en las afueras de la compañía de fosfatos Gafsa (CPG), en Metlaoui, Túnez.
Tunecinos desempleados en las afueras de la compañía de fosfatos Gafsa (CPG), en Metlaoui, Túnez.EFE

La revolución tunecina ha llegado a una encrucijada. La experimentación democrática iniciada en enero de 2011 hace aflorar todo lo que había sido reprimido, escondido, desde la independencia del país, en 1956. Es el retorno de lo ocultado. Las nuevas fuerzas políticas demuestran cada día más su falta de madurez política. Carecen de un proyecto claro, de una concepción del interés general que supere las ambiciones personales de políticos poco preparados para afrontar los retos tanto institucionales como económicos del país. Todo ello desespera a la mayoría de la población.

“Nada ha cambiado”: este lema se ha transformado en grito de frustración para muchos. La gente busca pan, empleo y seguridad, mientras que las élites se están peleando para saber quién va a ser el próximo presidente de tal o cual nueva institución. Ganadores de las elecciones para la Asamblea constituyente de octubre de 2011, los islamistas recientemente moderados de Ennahda no han satisfecho en nada estas esperanzas populares. Las plagas del antiguo régimen siguen minando el tejido de la sociedad: corrupción generalizada, nepotismo y favoritismo con, ahora, dos amenazas apremiantes: el auge de un fascismo religioso salafista a la derecha del partido Ennahda y la sublevación larvada de ocho regiones, sobre todo al oeste del país, o sea las más pobres, frente a un poder político económicamente incompetente e incapaz de asegurar el orden público.

Los islamistas de Ennahda gobiernan el país día tras día; todo parece como si la coalición en el poder, junto con dos otros pequeños partidos, tuviera como principal objetivo el equilibrio interno de fuerzas en vez de solucionar los enormes problemas de la población. La seguridad resulta casi imposible de alcanzar, algo que reconoce, a su pesar, el propio ministro de interior. Los neofascistas religiosos no son numéricamente importantes, pero sí lo son por su rabia contra la sociedad tunecina, considerada contaminada por la decadencia occidental, y por sus acciones violentas. Aterrorizan a los sectores modernos, atacan físicamente a los intelectuales laicos; intentan instaurar la ley religiosa en los lugares de enseñanza; destrozan obras de arte supuestamente sacrílegas, siembran el miedo por doquier. A ellos se unen los jóvenes parados, los delincuentes en los barrios populares, que siguen teniendo un odio sangriento hacia la policía.

Ahora bien, una reacción firme del Gobierno bastaría para paralizarlos. Pero el hecho es que, más allá de declaraciones platónicas, no se hace nada en concreto. Los ministros islamistas condenan la violencia de los integristas pero no dejan, al mismo tiempo, de condenar también a los artistas o intelectuales que defienden la libertad de creación y de expresión. Así, en el Túnez revolucionario, democrático y libre, representar a una mujer besando a un hombre es, a ojos del Gobierno islamista, un acto ¡sacrílego! Sin hablar de la guerra latente del Gobierno en contra de los medios de comunicación de momento no domesticados.

Por otro lado, los partidarios del régimen derrumbado de Ben Ali no han renunciado: aprovechan, cuando no fomentan, la violencia callejera para ahogar al sistema político. Paralelamente, antiguos dirigentes nacionalistas, hoy reunidos en un reagrupamiento llamado Desturiano —del nombre del antiguo partido Destur (Constitución)—, símbolo de legitimidad nacional, intentan volver al centro del tablero político para crear una alternativa a los islamistas en el poder. Por su parte, el exprimer ministro del Gobierno provisional (entre marzo y noviembre de 2011), Béji Caid Essebsi, ha lanzado, al amparo del respeto de la clase política tunecina, una iniciativa en este sentido, pero encuentra trabas vinculadas a la multiplicidad de partidos opuestos y cuyo objetivo es a menudo solo hacer prosperar a unos dirigentes autoproclamados. La desconfianza hacia los proyectos de la oposición está en adelante peligrosamente arraigada. La única fuerza de resistencia social, política y moderna es la de la potente Unión General de Trabajadores Tunecinos (UGTT). En realidad, el verdadero poder en Túnez está basado hoy en día en el Ejército, la policía y este sindicato. Todo depende de estos tres pilares.

La causa fundamental de la grave situación actual estriba en el estancamiento económico. Los círculos de negocio tunecinos temen invertir, el turismo está paralizado por la inseguridad, el paro es más importante que antes de la revolución, mientras la inflación se ha disparado. Ni Europa ni las instituciones internacionales se han atrevido a ayudar financieramente a las nuevas autoridades; y, obviamente, los Gobiernos árabes tampoco tienen interés en el éxito de la democracia en Túnez. Los tunecinos, es un eufemismo, no han acabado su revolución.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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