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Tribuna
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Un larguísimo camino a Ítaca

Lo preocupante en Grecia es la huida de votantes hacia los extremos del arco político

Ignacio Molina

Aunque las elecciones generales en Grecia son un acontecimiento relativamente frecuente (cinco desde 2004) nunca antes habían suscitado tanta ansiedad fuera de sus fronteras. El resto de europeos hemos esperado el desenlace de las urnas con la esperanza, algo ingenua, de que el nuevo Parlamento sea capaz de proporcionar gobernabilidad al país y estabilidad a la eurozona. Pero el resultado parece casi tan endiablado como el de mayo y, aun cuando se pudiera llegar esta vez a formar una coalición liderada por ND, no es muy probable que las noticias que vengan de Atenas en el futuro inmediato nos vayan a proporcionar muchas alegrías.

Al fin y al cabo, la política griega ha sufrido en los últimos meses un colapso solo comparable al de su economía y resultan extremadamente frágiles sus bases institucionales, partidistas e incluso sociales. Por supuesto, ambas realidades están unidas. Los pies de barro sobre los que se apoyaba una renta per capita muy inflada servían también de soporte a un bipartidismo algo artificial, que se mantenía gracias a una combinación de liderazgos carismáticos, clientelismo y expansión del sector público que tanto ND como el Pasok llevaban practicando desde hacía 30 años. En realidad, gran parte de las desconfianzas que Grecia suscita en Bruselas, en Berlín o en los mercados tiene que ver con un panorama político monopolizado por formaciones que llevan en su ADN el estatismo y el populismo y que, como subraya el profesor Takis Pappas, difícilmente se van a comprometer a fondo en la temeridad de actuar contra sus instintos promoviendo reformas liberales que redujesen su utilidad social y, por tanto, su número de votantes. Ahora, una vez agotado el dinero que pudiera permitir que ese equilibrio siguiera en pie, el país se encuentra con el mismo Estado insostenible e ineficaz de siempre, pero con el agravante de un sistema de partidos polarizado y fragmentado que dificulta aún más la gobernabilidad y el mantenimiento de la cohesión social.

Más allá de la indignidad de que la ultraderecha vuelva a colarse en las instituciones, lo más preocupante de estas elecciones es que los dos viejos partidos tradicionales —en verdad muy culpables de la situación en la que hoy se encuentra Grecia— sean castigados con una huida de votantes hacia sus respectivos extremos, aún más populistas y nacionalistas y no hacia opciones reformistas o europeístas. Eso quiere decir que los griegos están enfadados, sí, y es posible que una gestión torpe y rígida de sus dos rescates les haya dado motivos para ello. Pero también quiere decir que un elevado número de griegos no ha querido percibir la gravedad del momento.

Es verdad que podría presentarse a Syriza como una atractiva fuerza regeneracionista que denuncia la corrupción y mal gobierno, pero lo cierto es que su programa no habla a los electores con sinceridad sobre la magnitud de los desafíos a los que se enfrenta el país y, desde luego, no parece dispuesto a asumir la responsabilidad que se le exige a un miembro de la UE cuyas decisiones pueden tener un impacto muy desestabilizador en otros países; y singularmente en el nuestro.

Numerosos analistas han señalado con razón lo injusto que supone tratar a los griegos con tópicos denigratorios sobre sus capacidades individuales. Pero igualmente equivocado sería pensar que no tienen un problema en su escasa capacidad de organización colectiva y, desde luego, de autocrítica. El primer paso que deben dar es asumir sus debilidades y no proyectar tantas culpas sobre Alemania, los inmigrantes, o incluso sus propios líderes por incompetentes y amorales que sean. En cuanto se pongan a la tarea, podrán empezar a acallar con más razón a esa prensa internacional que les golpea con titulares estereotipados que solo hablan de fiesta o desgobierno eternos. Al fin y al cabo los griegos también tienen un acervo cultural impresionante, que incluye a Homero o Kavafis, y eso permite dedicarles tribunas con títulos más dignos ante la dura odisea a la que hoy se enfrentan. Su suerte será un poco la nuestra.

Ignacio Molina es profesor de Ciencia Política en la UAM e investigador en el Real Instituto Elcano.

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