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Columna
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Enséñeme sus papeles

Los estadounidenses deberían superar su inquietud sobre un carné de identidad nacional

La ley de Arizona que exige a la policía que compruebe la situación de cualquier inmigrante del que se sospeche que puede haber entrado en el país de manera ilegal –un estatuto que la semana pasada obtuvo la bendición del Tribunal Supremo de Estados Unidos— es una invitación al abuso. Existen demasiadas probabilidades de que se utilice, como el propio tribunal parecía temer, para intimidar y humillar a personas con un acento o un color de piel que no encajen, una situación que daría al presidente Barack Obama una ventaja de voto entre los hispanos agraviados. También es posible, aunque menos probable, que se aplique más o menos como los registros aleatorios de seguridad en los aeropuertos, cosa que indignaría a todos los habitantes de Arizona por igual.

Por ahora, mientras esperamos a ver cómo se aplica la norma, prestemos atención a otro aspecto de esta ley de “enséñeme sus papeles”: ¿Enséñeme QUÉ papeles? ¿Qué documentos debe uno tener siempre a mano para convencer a la policía de que es un residente legítimo?

Bienvenidos a una paradoja típica de Estados Unidos. Este país, a diferencia de muchas otras democracias desarrolladas, no exige ningún documento nacional de identidad, porque el mismo electorado que tiene tanto miedo de que los inmigrantes ilegales se apoderen de Estados Unidos cree también que estamos a un paso de convertirnos en un Estado policial.

En alguna otra ocasión he sugerido que, como parte de una reforma global de nuestras absurdas leyes de inmigración, los estadounidenses deberían dominar la inquietud que les provoca el documento nacional de identidad. La polémica de Arizona refuerza mi convicción.

Este no es un asunto menor. La razón por la que Arizona y otros Estados han decidido utilizar a los agentes de policía como funcionarios de inmigración aficionados –y de que piensen en la posibilidad de hacer lo mismo con directores de centros escolares, enfermeros de los servicios de urgencia y otros empleados de la Administración— es que hemos sido completamente incapaces de fortificar la línea de defensa más evidente. Que no es la frontera mexicana, sino los empresarios. Al fin y al cabo, los puestos de trabajo son el principal polo de atracción para la inmigración ilegal. Si contáramos con una manera fiable de hacer a los empresarios responsables de comprobar la situación legal de los candidatos a un puesto, con la obligación de rendir cuentas, no tendríamos la necesidad de todos estos controles secundarios.

Lo que tenemos hoy es un programa ridículamente ineficaz, llamado E-Verify, que consiste en que los empresarios envían la información que les dan los candidatos a un puesto para que se compare con las bases de datos de la Seguridad Social o el Departamento de Seguridad Interior. El estudio más exhaustivo realizado sobre este programa, que se hizo público en 2009, descubrió que era tan fácil engañar al sistema con documentos robados o falsificados que se dio luz verde a más de la mitad de los solicitantes de empleo no autorizados.

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Como no hay un sistema federal creíble, los estados, en su frustración, están improvisando sus propios controles. Por ejemplo, ahora, en muchos estados, hay que demostrar que se es ciudadano estadounidense o residente legal para obtener el carné de conducir. Es de suponer que ese es el documento que la mayoría de la gente en Arizona enseñará a la policía si se aplica la ley del “enséñeme”. Pero, al convertir un permiso de conducir en una especie de pasaporte interno, Arizona y otros estados con leyes similares han creado un problema distinto: los inmigrantes ilegales no dejan de conducir por ello, sino que se limitan a hacerlo sin carné, sin un examen previo y sin seguro.

Comprendo que la idea de un documento nacional va acompañada de cierta historia escalofriante, y por eso se oponen a él activistas de derechas y de izquierdas, el libertario Cato Institute y la ACLU (Asociación Americana de Libertades Civiles), People for the American Way y la Unión Conservadora Americana. Para quienes se oponen, las tarjetas de identidad van unidas a redadas nazis, la clasificación racial de la Sudáfrica del apartheid y los males del imperio soviético. Los defensores de los derechos civiles creen que un carné de identidad –sobre todo, si se exige para votar— evoca los impuestos sobre el sufragio y las pruebas de lectura y escritura que se utilizaban para impedir que acudieran a las urnas los negros en el sur segregacionista de Estados Unidos. En los últimos años, las informaciones sobre los fallos en bases de datos de personas vigiladas y el aumento de los casos de usurpación de identidad alimentan los miedos a perder la privacidad. El argumento más poderoso contra la existencia de un documento nacional es la posibilidad de que el Gobierno –o algún pirata informático—pueda acceder a nuestra información y utilizarla para destrozarnos la vida.

“Lo único que sabemos con seguridad sobre las bases de datos es que crecen”, dice Marc Rotenberg, director ejecutivo del Centro de Información sobre Privacidad Electrónica, que incluye los documentos nacionales de identidad en sus listas de elementos amenazadores. El impulso nacional de acumular y utilizar información, dice, “adquiere vida propia”.

Sin embargo, a la hora de hablar de intimidad y privacidad, somos un país ambivalente. Los estadounidenses –en especial los más jóvenes, que nadan en un mar de informaciones compartidas— se toman lo que colocan en la red con una despreocupación que raya en la imprudencia.

Lo importante, y no digo que sea siempre fácil, es distinguir entre lo que es razonable y constructivo y lo que es invasivo y desmesurado. Queremos que la vendedora de Gap sepa que nuestra tarjeta de crédito es válida, pero no que tenga acceso a todo nuestro historial de crédito. Queremos que nuestros médicos compartan nuestros historiales unos con otros, pero es de suponer que no con nuestro jefe. Podemos querer, o no, que las tiendas sepan qué tipo de libros leemos, qué tipo de coche conducimos y adónde estamos pensando ir de viaje. Podemos querer, o no, que quienes nos siguen en Internet sepan en todo momento dónde estamos o cuál es nuestro verdadero nombre.

Imaginemos, pues, que quisiéramos diseñar un documento de identidad capaz de controlar de manera eficaz la contratación ilegal sin despertar temores sobre el Gran Hermano. Sería un documento con un solo propósito, que no contendría más que la información necesaria para garantizar que la persona tiene derecho a trabajar en Estados Unidos. Igual que se necesita el pasaporte para viajar al extranjero y el carné de la biblioteca para sacar libros en préstamo, el documento de identidad sería necesario para empezar a trabajar. Solo se aplicaría a los que busquen trabajo en el futuro, con el fin de no obligar a los empresarios a participar en una caza de brujas nacional.

Podríamos empezar con la tarjeta de la Seguridad Social. Habría que emitir una versión en plástico, con un chip que contuviera los datos biométricos: una huella dactilar, un escaneo ocular o una foto digital. El empresario pasaría la tarjeta por una máquina y la compararía con la persona real. A diferencia de la tarjeta actual, la nueva versión no le serviría de nada a un ladrón, porque en el chip contendría el identificador personal. No haría ninguna falta que la información fuera a ninguna base de datos.

La imprenta del Gobierno ya introduce los datos biométricos en los pasaportes –75 millones, hasta ahora—y muchos otros documentos, como las tarjetas electrónicas de paso de fronteras para los estadounidenses que van y vienen todos los días a México y Canadá y los pases de seguridad para el FBI. Y existe una gran empresa que ya está desplegando un sistema de documentos de identidad biométricos para los millones de empleados y contratistas con los que trabaja: el Gobierno federal. No estoy hablando de ninguna tecnología exótica. Acabo de estar en un hotel en Barcelona que utiliza un lector de huellas dactilares en vez de llave para entrar en la habitación.

Establecer y mantener el sistema tendría un coste elevado, pero es razonable suponer que parte de ese dinero podría recuperarse cobrando una módica suma y mediante multas a los infractores.

Esta solución no dejará satisfechos a quienes temen que cualquier medida de ese tipo puede convertirse en “una herramienta de control social", como dice Chris Calabrese, de la ACLU. Pero la única forma de eliminar por completo los riesgos de un mundo interconectado es quemar todos los papeles, tirar el teléfono móvil a la basura, prescindir de Internet y vivir fuera del sistema.

La propuesta que acabo de describir ya está siendo objeto de discusión. Los senadores Charles Schumer y Lindsey Graham la incluyeron en su programa para la reforma total de la inmigración en 2010. Por motivos comprensibles, no dijeron nada de un documento nacional de identidad. Lo llamaron “una tarjeta de la Seguridad Social mejorada”.

Como casi todo lo demás, la reforma de la inmigración está aparcada por el rodillo del partidismo en un año electoral. Y, si el Congreso vuelve a dedicarse alguna vez a tratar de resolver problemas, una ley de inmigración que sea humana y sensata debe tener en cuenta muchos elementos; entre otros, expandir la inmigración legal y facilitar una vía para que muchos de los que ya están aquí puedan adquirir la nacionalidad. Ahora bien, uno de esos elementos esenciales del paquete es un documento nacional de identidad que esté a prueba de fraudes y tenga un uso limitado.

Entonces, la policía de Arizona podrá volver a trabajar en lo que de verdad le corresponde.

© 2012 New York Times Service

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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