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Transición en Egipto

Clinton tiende la mano a Morsi

Estados Unidos apuesta por el éxito del nuevo presidente islamista de Egipto. La secretaria de Estado abre una nueva era diplomática en Oriente Próximo.

Antonio Caño
Clinton y Morsi, durante su reunión en El Cairo.
Clinton y Morsi, durante su reunión en El Cairo.BRENDAN SMIALOWSKI (AFP)

En un histórico giro de la política de Estados Unidos en Oriente Próximo, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, expresó ayer en El Cairo su apoyo y sus deseos de éxito a Mohamed Morsi, un líder de los Hermanos Musulmanes democráticamente elegido como presidente de Egipto. Clinton destacó que “los intereses compartidos” con este nuevo dirigente y con su país “superan ampliamente nuestras diferencias”.

Sin entrar con detalle en el difícil conflicto institucional que vive esta incipiente democracia, la secretaria de Estado destacó que la consolidación del hermoso proceso que desde sus primeros días en la plaza Tahrir cautivó la atención del mundo “exige ahora diálogo y compromiso, una verdadera demostración de política” hasta la consecución de “una completa transición a un régimen civil”.

“He venido a El Cairo”, declaró Clinton tras su encuentro con Morsi, “para reafirmar el rotundo apoyo de Estados Unidos al pueblo egipcio y a su transición democrática. Queremos ser buenos socios y queremos apoyar la democracia conseguida con el coraje y el sacrificio del pueblo egipcio”.

La presencia de Clinton en El Cairo constituye un hito de la política exterior norteamericana. Su conversación con Morsi, el líder de un partido con el que hasta hace muy poco los funcionarios norteamericanos tenían prohibidos todos los contactos por su presunta vinculación con el terrorismo, es una verdadera revolución en la forma en que Washington se ha relacionado hasta ahora con los países árabes.

Barack Obama pretendió hacer ese cambio desde los primeros días de su presidencia. En su visita a Turquía, en 2009, y en su posterior discurso en El Cairo ese mismo año ya prometió una nueva aproximación al Islam y al mundo árabe después de las divisiones ocurridas durante la anterior Administración. Pero solo ahora, con la llegada al poder de un islamista en el país más importante para la estrategia estadounidense en Oriente Próximo, se presenta claramente la posibilidad de cumplir esa promesa.

Quizá Clinton hubiera preferido ser recibida en El Cairo por un presidente secular más fácil de identificar con la noción de modernización y progreso. Pero el hecho de que no sea así, supone también una oportunidad y un gran reto para el futuro de la diplomacia norteamericana y, en ese sentido, Egipto se presenta como una prueba de fuego. Estados Unidos está obligado a hacer equilibrios entre el apoyo al proceso democrático, indiscutiblemente representado por el presidente Morsi, y sus intereses de seguridad en la región, garantizados durante varias décadas por los militares. Washington intenta no tener que tomar bruscamente partido, con la esperanza de que paulatinamente esas dos instituciones, que hoy parecen difíciles de conciliar, puedan acabar encontrando un terreno de colaboración. El control del Ejército por los civiles es la última prueba de una verdadera democracia, pero no necesariamente la primera. Egipto no sería el primer país del mundo en el que una democracia se asienta después de un periodo de tutela militar.

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Para Estados Unidos, el mantenimiento de un Ejército egipcio poderoso, unido, razonablemente laico y prooccidental, es vital de cara a la estabilidad de la región. Sería un grave inconveniente para Washington que el avance de la revolución o la consolidación democrática se hicieran al precio del desmantelamiento o el debilitamiento de sus fuerzas armadas, cosa que tratará de evitar a toda costa. Clinton transmitirá personalmente hoy esas garantías a la máxima jerarquía castrense, Mohamed Husein Tantaui.

Al mismo tiempo, peor aún sería la supervivencia de ese Ejército tan querido en el Pentágono a costa de acallar por las armas el mayor símbolo de la primavera árabe o de derrocar al primer presidente democráticamente elegido en toda la historia de Egipto. El triunfo de Morsi puede ser, por tanto, en estas circunstancias, el paso que Washington necesita para estrenar una nueva era de relaciones con el mundo árabe, una en la que no se identifique a los amigos únicamente por su sumisión inequívoca a los intereses norteamericanos.

Eso no significa que Estados Unidos se tenga que resignar a perder obligatoriamente capacidad de influencia en Oriente Próximo. EE UU, que entrega anualmente cerca de 1.500 millones de dólares de ayuda, esencialmente militar a Egipto, además de otros créditos y un paquete de asistencia prometido por Obama hace un año, puede seguir siendo un interlocutor fundamental con las fuerzas armadas y añadir ahora, además, un estimable papel de árbitro con los civiles. A estos, por su parte, no solo les apremia la cooperación económica para que los sueños revolucionarios puedan materializarse en pan y bienestar, sino que requieren un fuerte aliado internacional que les dé legitimidad y respaldo.

La misión de Clinton en Oriente Próximo no concluye en Egipto. Continúa mañana en el vecino Israel, donde el Gobierno tiene más que reticencias sobre cuál será la actitud de las nuevas autoridades egipcias respecto a la paz que en su día firmó Anuar el Sadat y que después ratificó Hosni Mubarak. Israel y Egipto comparten frontera en el Sinaí, una zona conflictiva en la que ayer mismo fueron secuestrados dos turistas norteamericanos. Una de las labores de la Administración de Estados Unidos en esta nueva era será la de despejar esas sospechas y tratar de convencer a los israelíes de que sus intereses y su seguridad están mejor salvaguardados con un sistema democrático en El Cairo.

No es una labor fácil. Egipto siempre ha tenido una gran influencia entre los palestinos. Ahora puede tener un papel relevante en la reconciliación entre las facciones palestinas enfrentadas desde hace años. Pero el actual Gobierno de Israel teme que la presencia de Morsi incline la balanza a favor de Hamás, su enemigo, y en contra de los moderados de Al Fatah, con los que tampoco ha conseguido hasta ahora establecer un diálogo fructífero.

Conservando su capacidad de presión sobre todas las partes, EE UU puede romper el círculo vicioso en el que se encuentra esta región y dar lugar a un tiempo nuevo mucho más constructivo. Pero el riesgo de que eso no ocurra y de que los recelos actuales den paso a un periodo de tensión entre Israel y Egipto y a una agudización del conflicto palestino-israelí, también es considerable.

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