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Columna
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Sin noticias de la Calle Árabe

La intervención extranjera habría sido posible en Siria si millones de árabes hubieran protestado

Uno de los aspectos más descorazonadores de la tragedia que está teniendo lugar en Siria, que ya se ha cobrado 18.000 vidas, es el nulo papel que está jugando la opinión pública y la sociedad civil de los países árabes y musulmanes de la región. En el pasado, la inexistencia de esa opinión pública tuvo una justificación en la naturaleza autoritaria y represiva de los regímenes de la región. Eso significó que prácticamente las únicas manifestaciones populares que nos acostumbramos a ver en las calles de estos países tuvieran que ver con la manipulación de sentimientos antioccidentales a raíz de los episodios de intervención militar estadounidense (fundamentalmente, las dos guerras de Irak) pero, sobre todo, en defensa de la causa palestina y, especialmente, como respuesta a las operaciones bélicas de Israel en Líbano, Cisjordania y Gaza.

Fruto de esa hábil manipulación de los sentimientos panarabistas, fomentados según dictaran la ocasión y las necesidades de política interior y exterior de cada momento, desde los gobiernos o desde las mezquitas, la llamada "Calle Árabe” se convirtió en un factor político global de primer orden. Aunque algunos denunciaron, no sin razón, el mismo concepto de “Calle Árabe” como orientalista por considerar que ofrecía una imagen disminuida de los musulmanes como una turbamulta ignorante, fanatizada por el Islam y presta a la violencia irracional, lo cierto es que desde el punto de vista de los regímenes, y seguramente también para los líderes religiosos, la operación fue un éxito pues logró que las cancillerías occidentales incorporaran en sus cálculos y estrategias de acción el impacto negativo que sus políticas podrían tener sobre la opinión pública árabe y musulmana. Por eso, aunque sospecharan de la espontaneidad de esas manifestaciones, muchos Gobiernos occidentales acabaron temiendo que deslegitimaran a los regímenes moderados de la región que apoyaban o radicalizando a aquellos con los que ya antagonizaban.

Sorprendentemente, sin embargo, una vez iniciada la ola de cambios que mal que bien hemos denominado “Primavera Árabe”, no hemos asistido a un despertar equivalente de la opinión pública de estos países. Ello, pese a las evidentes similitudes, paralelismos e influencias cruzadas entre procesos en unos y otros países. Eso no quiere decir que no haya habido solidaridad, pues la ha habido, y mucha, como se pudo ver en la acogida que los tunecinos dispensaron a decenas de miles de refugiados libios. Pero como vemos en el caso de Siria, y vimos en parte en Libia, esa solidaridad no se ha convertido en una presión sobre los Gobiernos que les haya forzado a actuar más decisivamente.

Curiosamente, mientras los elementos más radicales de cada país, agrupados bajo las diversas franquicias con las que Al Qaeda viene operando, están pensando y actuando regionalmente, los Gobiernos de la región siguen anclados en las viejas prácticas de la no injerencia. Lo que es peor, en la medida que algunos Gobiernos se han mostrado más rotundos, como es el caso de Catar y Arabia Saudí, sus actuaciones (envío de armas y dinero a los rebeldes en Siria y Libia) han respondido más a una lógica geopolítica y de división religiosa entre árabes suníes y chiíes, que a una lógica cosmopolita basada en la responsabilidad de proteger o en el derecho de injerencia humanitaria. Al patetismo de Naciones Unidas se ha sumado así la miseria de la Liga Árabe, incapaz siquiera de presentarse en Moscú o Pekín y explicar con firmeza las consecuencias que sus vetos tienen sobre la vida de los ciudadanos sirios.

Hablamos a menudo de dobles raseros en la política exterior europea, pero fueron millones las personas que se manifestaron en las calles de Europa contra la pretensión de sus Gobiernos de invadir un país musulmán (Irak). Una década antes, fueron también muchos los millones de europeos que presionaron a sus Gobiernos para que pararan, primero en Bosnia, y luego en Kosovo, unos planes genocidas, nótese, dirigidos contra una población mayoritariamente musulmana. En el mismo sentido, son muchos los que han criticado la intervención europea en Libia, pero esa intervención estuvo mucho más marcada por el síndrome de Srebrenica (donde la poderosa Europa se lavó las manos y dejo morir, otra vez, a miles de musulmanes) que por razones geopolíticas y energéticas.

Llegados al caso sirio, todo desaconsejaba una intervención: el Ejército sirio, la posibilidad de una desestabilización de Líbano, la posible reacción de Irán y, para colmo, el veto de Rusia o China, decididos a garantizar que la intervención fuera prohibitiva, militar y políticamente. Pero ninguno de esos obstáculos hubiera sido insuperable si millones de árabes y musulmanes hubieran tomado las calles para exigir una intervención que parara esa carnicería.

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