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Columna
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El volcán sirio

Una intervención extranjera fragmentaría el país en pequeños cantones étnico-confesionales

Sami Naïr

La presión para intervenir en Siria se hace cada vez más fuerte. Los argumentos a favor de esta posición se pueden reducir a uno solo: el humanitario. De hecho, Bachar el Asad está destrozando a una parte de su pueblo, culpable de haber tomado las armas. Es de sobra conocido el desarrollo de esta siniestra historia. Ha habido un levantamiento democrático en el hilo de las revoluciones árabes, una represión violenta y una “confesionalización” del conflicto por parte del clan alauí de los Asad; una radicalización de la contienda con la intervención de Catar, Arabia Saudí y Turquía; y un apoyo contrario de Rusia e Irán al dictador sirio. Todo ello para desembocar en una intervención, ya evidente, en el terreno por parte de la CIA y de los servicios secretos de varios países occidentales, transmitiendo información y proporcionando armas y ayuda a los insurgentes. Estos últimos también se han radicalizado: los islamistas más rancios y reaccionarios dirigen ahora la batalla en el terreno, la oposición exterior no cuenta para nada, y algunos gobiernos occidentales están a la búsqueda de un Gobierno de transición para conseguir una llamada a la acción armada.

Los partidarios de la intervención intentan suavizar su punto de vista, arguyendo que se trataría tan solo de una “exclusión aérea” para proteger a la población civil e impedir a la aviación del dictador acabar con el levantamiento. En realidad, van a añadir a la guerra civil siria otra guerra regional.

Primero, la intervención va a provocar la destrucción del Estado laico sirio con su consiguiente transformación o en un protectorado de Estados Unidos y Arabia Saudí o, algo mucho más probable, en una fragmentación de pequeños cantones étnico-confesionales. ¡Otro Líbano!

Segundo, la victoria de un poder islamista ultraconservador llevará, inevitablemente, a una larga guerra civil, pues la secularización del sistema institucional es una necesidad inherente al mantenimiento de Siria como conjunto político nacional independiente, debido precisamente al equilibrio interconfesional. Éste ha sido siempre el único modelo que podía reunir a todos los sirios. Por no haberlo entendido, Francia perdió su influencia en Siria después de la Primera Guerra Mundial.

Tercero, todo ello supone el éxito de la intervención extranjera. Ahora bien, nada hay menos seguro. Bien es sabido, hoy por hoy, que el Ejército sirio no está totalmente comprometido con la batalla. Son las milicias del hermano de El Asad las que están plenamente metidas en la represión. Una intervención exterior puede arrebatar las riendas a El Asad y dar lugar a una verdadera guerra de liberación nacional con un Ejército fuerte, organizado y patriótico; a diferencia de Libia, donde el Ejército era mucho más débil. Además, la intervención aérea “limitada”, tal y como se había previsto en Libia con la resolución 1773 de la ONU, es un mito. El caso libio demuestra que, una vez puesta en marcha, la zona de exclusión desarrolla una dinámica interna propia que va más allá y que puede desembocar incluso en el bombardeo de Damasco por parte de la aviación occidental. ¡Eso sin pensar en las consecuencias simbólicas y políticas en el mundo árabe! Estados Unidos no quiere ahora entrar en esta aventura; tampoco los israelíes.

Cuarto, es imposible desvincular este conflicto interno sirio de sus ramificaciones geopolíticas. Rusia no aceptará la intervención: ¡Difícilmente se puede imaginar a un Vladímir Putin empezando su nuevo mandato con una capitulación frente a Occidente! Tampoco Irán lo aceptará, pues sabe a ciencia cierta que la desaparición del régimen sirio significaría su debilitamiento definitivo en Oriente Próximo. Ambos países reaccionarían inevitablemente. Misma consecuencia para Líbano. Entrará en la guerra civil y no saldrá de ella antes de que se haya encontrado una solución para Siria.

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¿Significa todo esto que no se puede hacer nada? No. Hay que relanzar el plan de paz de Annan; proponer a Rusia y a China una interposición —incluso con soldados de ambos países— de los cascos azules de la ONU para proteger a los civiles. El nuevo enviado de la ONU para Siria, el argelino Lajdar Brahimi, lo ha dicho de forma clara: buscará una solución política frente a los que, desde las capitales occidentales, quieren añadir más sangre. Él, quien gestionó para Naciones Unidas el desastre provocado por la intervención americano-británica en Irak después de 2003, sabe de qué habla. La solución política es doble: salida negociada de El Asad y formación de un Gobierno de transición que represente no solo a los islamistas armados, sino a todas las fuerzas políticas sirias.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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