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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tecnócratas y escepticismo

Mario Monti, presidente del Gobierno de Italia, y Herman van Rompuy, presidente del Consejo de la Unión Europea, lanzaron el pasado sábado la idea de una cumbre extraordinaria en Roma para hablar del futuro de la idea de Europa y contrarrestar el crecimiento de los populismos y el euroescepticismo. La cuestión es importante en un momento en que partidos populistas de distinto signo crecen no sólo en cuotas de poder, sino sobre todo en capacidad de conformar el discurso público, haciendo bandera de su oposición a la integración europea en nombre del pueblo y su soberanía. Pero la iniciativa proviene de dos dirigentes de endeble legitimidad democrática y puede resultar equivocada si intenta poner en un mismo paquete a los distintos populismos con la crítica necesaria al actual proceder de la UE.

Si la cuestión no fuese tan seria, parecería una ironía: los dos únicos líderes que se sientan en el Consejo de la Unión Europea sin haber tenido que presentarse a elección popular para ello proponen una cumbre para corregir a la opinión pública y la ciudadanía del ‘error’ del euroescepticismo. Lo hacen tras su participación en el exclusivo Foro Ambrosetti, un encuentro que reúne cada año a selectos políticos y hombres de negocios italianos e internacionales en un lujoso hotel junto al lago  Como. Justamente el tipo de evento, a imagen de Davos, que reúne a élites políticas y empresariales para hablar del curso del mundo lejos del incordio de la gente común. La propuesta de Monti a Van Rompuy es nada menos que… ¡otra cumbre extraordinaria! Cuando Europa está enferma de cumbritis, agotada de reuniones del más alto nivel que acaban por producir el más exiguo de los resultados, proponer otra más para volver a ilusionar a la ciudadanía demuestra el abismo que separa a estos líderes no electos de una gran parte de la opinión pública.

Van Rompuy y Monti representan dos variantes de la Europa tecnocrática que muchos ciudadanos, no solo los populistas, quieren dejar atrás. Van Rompuy fue nombrado con nocturnidad y por sorpresa en una cena informal de jefes de Gobierno, buscando un perfil romo para un puesto ya de por sí desprovisto de toda posibilidad de jugar papel alguno en el proceso interno político, y mucho menos de responder o conectar con los ciudadanos de modo directo. Concentra en su persona las contradicciones de la alambicada estructura institucional puesta en marcha por el Tratado de Lisboa y la voluntad de los Estados de eliminar cualquier figura carismática que pueda ejercerles de contrapeso. Monti representa una nueva variedad de gobierno tecnocrático, que fuerza hasta el límite los mecanismos políticos normales de los Estados miembros para sustituir a políticos electos cuando éstos no son capaces de asegurar la credibilidad del Gobierno para llevar a cabo reformas y recortes en el tiempo y forma elegidos por los centros de decisión europea – Bruselas, Fráncfort (sede del Banco Central Europeo) y Berlín.

Es difícil que los técnicos puedan llenar el vacío de legitimidad por el que se extiende el populismo

La crisis de la moneda única pone en cuestión el sexagenario Método Monnet, consistente en ir avanzando sin ruido en la integración a base de pequeños pasos que hagan inevitable la siguiente cesión de soberanía y cuestiona algo más que el método: la legitimidad de unos pocos para tomar decisiones de enorme trascendencia para los ciudadanos de los Estados miembros sin someterse a su control mediante las urnas. Monti y Van Rompuy, nacidos en los años cuarenta, no son el futuro, sino los últimos representantes de ese grupo que quiso gobernar para el bien de los europeos en nombre de la paz, sin darse cuenta de la necesidad de reforzar las credenciales democráticas del proyecto. Hay que reconocer que los dos presidentes por lo menos aciertan en el tema: es importante hablar de política y defender el proyecto integrador no sólo de los embates de los mercados, sino también de la desilusión ciudadana. Pero difícilmente pueden ser ellos quienes llenen de contenido el vacío de legitimidad por el que se está extendiendo el populismo. En especial, su iniciativa puede resultar perniciosa si se dedica a combatir desde una frágil e indirecta legitimidad posturas políticas perfectamente democráticas. El escepticismo, hasta ahora el enemigo a batir por los partidarios de una Europa unida, ha demostrado ser un componente importante en el debate europeo: de habérsele dado más cabida en debates fundamentales de las dos pasadas décadas ¿quién sabe si se hubiesen podido subsanar algunos errores de diseño del proyecto integrador y ahorrarnos parte de la actual turbulencia? Más que cargar contra populistas y euroescépticos, los decisores de la UE deberían preocuparse de desactivar sus críticas mejorando la calidad democrática del sistema. No sería buena idea, a la larga, que a los demócratas nos hicieran elegir entre populistas electos o europeístas tecnócratas.

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