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Columna
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El espejo escocés

Londres reconoce el principio democrático: los escoceses decidirán el futuro de sus relaciones con Reino Unido

Europa se halla en puertas de la mayor redistribución de poder que hayan visto varias generaciones. No basta con remontarse a 1989, cuando terminó la guerra fría, porque en aquel entonces el terremoto afectó fundamentalmente al antiguo bloque soviético. Tampoco sirve la fecha de 1945, tras el hundimiento del imperio hitleriano, cuando Estados Unidos y Rusia impusieron la división del continente mediante un sistema de equilibrio del terror garantizado por la seguridad de la destrucción mutua en caso de conflagración. Ni siquiera da de sí la fecha de 1815, cuando del Congreso de Viena que enterró la Europa napoleónica surgió el llamado concierto de las naciones. Este mundo que ahora empieza a trastabillar es el de los viejos Estados nación europeos, modelados entre los tratados de Westfalia (1648), firmados al finalizar la Guerra de los 30 años, y el tratado de Utrecht (1714), al acabar la guerra de sucesión española.

 A diferencia de entonces, la actual redistribución no es un movimiento tectónico dentro de Europa sino parte de los desplazamientos de poder y de riqueza dentro del mundo globalizado. Lo que nos sucede a nosotros es parte de lo que les sucede a los otros. Creíamos que éramos el ombligo del mundo pero de pronto nos damos cuenta y estamos actuando como la periferia que ya empezamos a ser. El centro de gravedad geopolítico del planeta, situado en el Atlántico durante los últimos siglos, está ahora en el Pacífico. Somos menos, más débiles, más divididos y más dependientes. También más endeudados. Nuestro modelo de vida y de sociedad está en cuestión. Y somos causa y efecto a la vez. Hay redistribución de poder y riqueza en Europa y en el interior de sus Estados nación porque hay un nuevo reparto de cartas en el juego global. No hay como antaño superpotencias que vigilen con sus armas la estabilidad del continente. La OTAN se ocupa de las áreas exteriores cuando se ocupa de algo. Europa no se halla en ninguna de las alarmas del Departamento de Estado. Los márgenes de libertad, de pronto, se han ensanchado. También los peligros, la incertidumbre.

La redistribución del poder europeo va a funcionar en tres direcciones. Una de transferencia hacia arriba, otra de transferencia hacia abajo y una tercera de disgregación centrífuga, resultado de la ruptura de las actuales estructuras por los puntos más débiles. Hay noticias que acompañan a cada una de las tres tendencias. Hacia arriba señala el proyecto de unión fiscal y bancaria que los 17 socios del euro tienen encima de la mesa, urgida por la crisis de las deudas soberanas de los países periféricos, y notablemente España e Italia. La flecha que señala hacia abajo tiene en Escocia su punta más aguda, no la única: en dos años, habrá un referéndum sobre la independencia. Con una sola pregunta, clara y precisa, de modo que solo permita la respuesta afirmativa o la negativa. También de Londres llega la noticia sobre la ruptura de la Unión Europea, esbozada ya por David Cameron el pasado diciembre cuando rechazó la unión fiscal propuesta por Francia y Alemania y ahora reforzada por su negativa a aprobar las perspectivas financieras de la Unión Europea hasta 2020 y su disposición a desdoblar los presupuestos europeos, uno para los miembros del euro y otro para quienes conservan sus monedas nacionales. Ya tendremos dos Europas en vez de una.

La redistribución organizada y civilizada es la única vía sólida y segura. El euroescepticismo británico se ha acomodado fácilmente a realizarla pacífica y amablemente dentro del Reino Unido, primero en Irlanda del Norte y ahora con Escocia. Pero tiene dificultades insalvables para disolver su soberanía nacional en la europea. Exactamente lo contrario de lo que sucede en España, donde no es la transferencia hacia Bruselas y Francfort la que tensiona, sino las reclamaciones de las nacionalidades históricas, con Cataluña a la cabeza, para convertirse en agentes directamente protagonistas del nuevo empuje federal europeo. Si las transferencias de poder en dirección vertical, arriba y abajo, se realizan razonablemente bien, serán escasas las rupturas disgregadoras y mayores las fortalezas europeas. Con menos poder, Europa será capaz de jugar en la escena internacional como un agente que cuente. Pero si predominan las fuerzas centrífugas, Europa añadirá mayor debilidad a su actual debilidad.

La imagen que nos devuelve el espejo escocés es aleccionadora y dice mucho en favor del talante democrático del primer ministro británico David Cameron y del talento político del premier escocés Alex Salmond. Londres reconoce el principio democrático: los escoceses decidirán el futuro de sus relaciones con Reino Unido. Será gracias a la negociación bilateral de Edimburgo con Londres. Por autorización del Parlamento de Westminster. No habrá consulta sobre una tercera vía, la llamada devolution max, lo más parecido al pacto fiscal que proponía Artur Mas o al actual régimen de concierto vigente en Euskadi y Navarra. Las encuestas favorecen de momento a quienes prefieren seguir en el Reino Unido, pero en caso de un resultado contrario habrá otra negociación para organizar una independencia en la que Escocia mantendría al jefe del Estado y la libra esterlina, al menos hasta ingresar en el euro. La apuesta por la claridad y la democracia que hace Londres reforzará a Europa después de debilitarla. ¿Qué haremos nosotros?

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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