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Columna
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Ofensiva populista

Religión, patria y familia son los pilares básicos del movimiento, muy crítico con la UE

 Mientras Estados Unidos se pregunta si la deriva radical de los republicanos les ha convertido en un partido inelegible por lustros a venir, en Europa la hegemonía de la derecha de raíz demócrata cristiana convive cómodamente con un ascenso de la ultraderecha. Por un lado, la derecha tradicional no ha logrado detener el crecimiento de partidos xenófobos antielitistas en países como Francia, Grecia o Finlandia. Por el otro, la derecha europea da cabida en su seno a derivas nacional-populistas con voluntad hegemónica. El peor ejemplo es Hungría, donde el partido en el gobierno, Fidesz, y su carismático líder, el primer ministro Viktor Orbán, han rediseñado la Constitución a su medida y han desarmado o capturado todas las instituciones con capacidad de control y equilibrio. Orbán aprovecha su desproporcionada mayoría parlamentaria, producto de lo que él llama una “revolución en las urnas”, para eliminar trabas a su ejercicio del poder. Las reacciones de la UE han sido relativamente tímidas, templadas por un Partido Popular Europeo reacio a criticar a uno de los suyos.

Las malas artes de Orbán no son patrimonio de la derecha húngara, ni distan tantísimo de los intentos de dos gobiernos vecinos, el del torpe Victor Ponta de Rumania y el del más discreto Robert Fico de Eslovaquia, ambos adscritos a la socialdemocracia. Sin embargo, el descaro y la celeridad con los que Orbán ha laminado el equilibrio entre poderes sin generar una fuerte reacción europea solo pueden entenderse de un modo: Orbán no está sólo. El actual gobierno húngaro se ha convertido en el mayor exponente de un nacional-populismo centroeuropeo que está mejor conectado con la derecha tradicional europea que con partidos antielitistas de vocación contestataria como los Verdaderos Finlandeses, el Frente Nacional francés o el antieuropeo UK Independence Party.

Esta constelación nacional-populista no existe como coalición formal, pero se cimienta en importantes lazos que vienen de lejos. Cuando en 2000 la UE dio la espalda al canciller conservador austríaco Schlüssel por formar gobierno con el partido del ultraderechista Jörg Haider, Orbán fue el primer dirigente internacional en visitar Austria. Entre sus valedores se encontraban Edmund Stoiber, histórico líder de la conservadora CSU de Baviera, y Silvio Berlusconi. Entre sus admiradores, el gemelo Jaroslaw Kaczynski y su ultraconservadora Ley y Justicia polaca y el primer ministro de Macedonia, el nacionalista Nikola Gruevski, al que Orbán incluso apoyó en campaña electoral. Orbán fue también amigo de Franjo Tudjman quien, siendo presidente de Croacia, se zafó de rendir cuentas por su contribución a la limpieza étnica gracias a sus buenas conexiones internacionales, en particular en el entorno germanoparlante y en el Vaticano.

Religión, patria y familia son los pilares básicos de este nacional-populismo profundamente crítico con la Unión Europea pero muy bien conectado con partidos centrales de la derecha europea. Su estrechez de miras identitaria les dificulta cooperar con regímenes y partidos parecidos a ellos en su poco gusto por la separación de poderes como la Turquía de Erdogan, la Albania de Berisha o incluso, un nivel más allá, la Rusia de Putin. Aquí es donde el Partido Conservador británico está dispuesto a jugar el papel de bisagra. El euroescepticismo, mejor dicho, la eurofobia predominante actualmente en este partido, le ha llevado a dejar el grupo popular no solo en el Parlamento Europeo sino incluso en la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, donde forman grupo con partidos de tan dudosas credenciales democráticas como son Rusia Unida de Putin y el Partido del Nuevo Azerbaiján del dictador Ilham Alíyev. Para distanciarse de la derecha pro-europea, los tories están dispuestos a ponerse en pie de igualdad con partidos-fantoche al servicio de dictadores.

La democracia cristiana fue una de las dos fuerzas políticas fundamentales para el proyecto europeo, en equilibrio con la socialdemocracia. El hundimiento de ésta ha dado a los conservadores una casi hegemonía en la dirección del proceso europeo que, a la vez, les hace particularmente responsables del lamentable estado actual de la integración europea. Por un lado, su dogma del equilibrio presupuestario está poniendo en peligro los mayores logros de la Europa de postguerra —el consenso social, el estado del bienestar y la propia integración europea— y da munición al antieuropeísmo. Por otro, su permisividad, cuando no abierta complicidad, con líderes nacional-populistas que se erigen en intérpretes de la voluntad del pueblo y guardianes del espíritu de la nación, ha abierto la puerta a un resurgir del nacionalismo identitario en toda Europa. A diferencia de Estados Unidos, la derecha europea triunfa a pesar de componérselas con sus radicales, en lo económico y en lo identitario. Pero al dar rienda suelta, incluso al apoyar tácitamente, a la ofensiva nacional-populista, la derecha moderada europea pone en peligro el proyecto europeo al que tanto contribuyó.

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