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Sexo y misterio en el ‘caso Petraeus’

Atractiva y bien relacionada, Jill Kelley puso al FBI sobre la pista del escándalo

Antonio Caño
Jill Kelley abandona su domicilio el pasado 13 de noviembre.
Jill Kelley abandona su domicilio el pasado 13 de noviembre.Tim Boyles (AFP)

En algún momento del pasado mes de mayo, Jill Kelley solicitó la ayuda del agente del FBI Frederick Humphries, a quien conocía lo suficiente como para que éste le hubiera mandado una foto en la que exhibía su torso desnudo, para que investigara unos correos electrónicos amenazantes que había recibido con la firma de Paula Broadwell.

“Ella le dijo: ¿Qué podemos hacer con esto? El agente le respondió: Esto es serio. Parecen ser las andanzas de un par de generales”, según el relato facilitado por un portavoz de la mujer amenazada. Los dos generales son, por supuesto: David Petraeus, el exdirector de la CIA, que tenía una relación con Broadwell, y John Allen, el jefe de las tropas en Afganistán, que intercambiaba mensajes tiernos con Kelley, quien, a su vez, era también amiga de Petraeus.

Jill Kelley no es una mujer cualquiera. Atractiva y bien relacionada, tenía suficiente influencia en Tampa, donde vive, como para entrar sin identificarse a la base aérea MacDill, uno de los mayores centros militares del país, y para haber sido invitada tres veces en los últimos seis meses a distintos eventos sociales en la Casa Blanca. Era cónsul honorario de Corea del Sur, cargo por el que creía, equivocadamente, disponer de inmunidad diplomática y en el que ha llegado a cobrar, según la cadena CNN, hasta dos millones de dólares por facilitar contactos para cierto negocio. Sus ideas están próximas al Partido Republicano, para el que, junto a su hermana, Natalie Khawam, ha organizado algunos actos en Florida.

Conocía al agente Humphries, que vive también en el área de Tampa, en Dover, de coincidir en distintas celebraciones. Eran solo amigos, según portavoces de ambos, y su foto descamisado no tenía, aparentemente, intenciones sexuales. Humphries, no obstante, estaba lo suficientemente interesado en los problemas de Kelley como para mover el caso en el departamento de delitos cibernéticos del FBI.

El agente tenía buena fama en el Bureau. Había contribuido a destapar una conocida conspiración terrorista en 1999 y se le valoraba por su arrojo y disposición. Preocupaba, al mismo tiempo, su temperamento excesivamente caliente y sus ideas excesivamente derechistas. Pese a todo, el FBI le permitió meter la nariz en los correos privados nada menos que del director de la CIA y del jefe de la misión en Afganistán, lo que, de entrada, constituye un serio motivo de preocupación sobre los límites de esa agencia de investigación.

El FBI ha dicho después que Humphries fue apartado del caso poco tiempo más tarde porque se mostraba “demasiado involucrado personalmente” en el asunto. Pero para entonces la bola de nieve bajaba ya imparable por la ladera de la montaña. Humphries, pese a todo, no se detuvo ahí. En octubre, según él, frustrado porque la investigación no avanzaba, se puso en contacto con un congresista republicano a quien conocía, Dave Reichert, quién le facilitó una entrevista con el número dos del Partido Republicano en la Cámara de Representantes, Eric Cantor. Esa conversación, según Cantor, fue el día 27, y él se tomó hasta el día 31 para informar de ello al director del FBI, Robert Mueller. También según Cantor, no se lo dijo a nadie más. El FBI niega que supiera de la iniciativa de Humphries y éste niega que su intención fuera la de facilitar a los republicanos lo que podría haber sido una bomba a 10 días de las elecciones presidenciales.

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Aunque Humphries ya no estaba oficialmente por medio, el FBI mantuvo la investigación sobre Petraeus y Allen, aunque, según la agencia, sin poner en conocimiento ni al Congreso ni a la Casa Blanca. El fiscal general, Eric Holder, bajo cuyo control está el FBI, confirmó esta semana que Barack Obama no supo del asunto hasta el miércoles de la semana pasada, dos días antes de que se hiciera pública la dimisión de Petraeus.

Algunos opinan hoy en Estados Unidos que Obama no debía de haber admitido la dimisión de Petraeus puesto que éste no había cometido ningún delito, no que se sepa hasta ahora, al menos. La CIA ha abierto una investigación oficial para comprobar si se ha producido una filtración de información secreta, y el FBI se llevó el lunes pasado documentos y ordenadores de la casa de Broadwell para tratar de saber qué es lo que esta mujer sabía. Hasta ahora solo se ha dicho que poseía, efectivamente, datos relevantes, pero ninguno procedente de la CIA.

Broadwell es una graduada de la Academia Militar de West Point y también una mujer poderosa en su entorno. Ese poder creció, indudablemente, cuando se acercó a Petraeus para escribir su biografía. Durante dos años viajó con él y se hicieron tan íntimos como para estar a su lado en el Congreso el día que lo confirmaron como director de la CIA.

Hasta aquí, la historia es, por ahora, un romance. O varios romances. Broadwell amenazó a Kelly porque sospechaba que ésta cortejaba a su general en MacDill. En esa misma base militar, Kelly trabó amistad con el general Allen, quien, según sus portavoces, encontró durante dos años tiempo para dedicarle 12 mensajes diarios de carácter “afectuoso pero platónico”. Ya parece descartado que este embrollo sentimental tenga que ver con el ataque de Bengasi. Tampoco parece que estos personajes, todos republicanos, puedan poner en peligro a Obama. Pero el escándalo no se ha acabado y algunos misterios perduran.

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