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La huelga nacional paraliza Argentina

El éxito del paro muestra la vulnerabilidad de la presidenta, que afronta un creciente malestar Fernández: "Estoy de acuerdo con el derecho a la huelga, no con las amenazas y presiones"

Francisco Peregil

Argentina amaneció hoy sin periódicos, sin servicio de recogidas de basura, ni trenes, ni camiones, ni vuelos nacionales y cancelaciones entre los internacionales. Los hospitales públicos atendieron solo en urgencias, las estaciones de combustible quedaron cerradas, los bancos inoperantes y más de 160 piquetes cortaron el tráfico en las principales carreteras y avenidas. En ese sentido, el paro nacional de 24 horas promovido por dos de las cinco centrales sindicales del país, ha sido un éxito. Mostró el inmenso poder del líder del gremio de los camioneros, Hugo Moyano, gran aliado del Gobierno de Cristina Fernández hasta hace solo un año. Y mostró también la vulnerabilidad de una presidenta que ha acumulado demasiados enemigos en apenas un año de mandato.

Apenas han transcurrido 12 días desde que en la noche del 8 de noviembre cientos de miles de personas salieron a las calles con cacerolas. Protestaron contra la inseguridad, la inflación, la manipulación de la justicia y la intención más o menos explícita del Gobierno de reformar la Constitución para permitir un tercer mandato de Fernández. Desde 2003, en que comenzó a gobernar Néstor Kirchner, nunca se había producido una protesta tan masiva en Argentina. Sin embargo, al día siguiente Fernández pronunció un discurso en el que además de no mencionar la protesta se permitió ningunearla al decir que esa semana ocurrieron “dos hechos importantísimos”: uno fue la elección del presidente de Estados Unidos y otro, la designación del presidente de China. Fernández había aclarado horas antes de aquella protesta que no pensaba “aflojar” y no aflojó.

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Este martes ocurrió algo similar. La presidenta pronunció un discurso por la tarde ante decenas de seguidores en el que dijo: “Hoy no fue huelga ni paro. Hablemos de aprietes y amenazas”. (…) "Estoy de acuerdo con el derecho a huelga. Pero no con el corte, con el bloqueo, con la amenaza, con la presión, con impedir que otros no vayan a trabajar", señaló. Declaró que la medida solo afectó a la Capital y no en el resto del país. Y advirtió: “A mí no me corre nadie, mucho menos con amenazas y patoteadas [agresiones]".

Ahora llega el turno de los sindicatos opositores. Reclaman la reducción de impuestos y, sobre todo, el aumento del salario mínimo desde los 427 euros mensuales de ahora a 560. Avisaron hace varias semanas de que paralizarían el país y en buena parte lo consiguieron. El paro se organizó sin servicios mínimos, ya que no existe ninguna regulación en el país al respecto. Aunque muchos gremios, como el de trabajadores metalúrgicos, taxistas, conductores de metro y de autobuses, no se habían sumado a la convocatoria, cientos de miles de personas no pudieron desplazarse hasta sus puestos de trabajo en la capital del país porque la mayoría de los trenes quedaron inmovilizados. El ayuntamiento de Buenos Aires había aconsejado a los vecinos no sacar la basura durante tres días, dado que los camiones no pasarían a recogerla desde la misma noche del lunes. Pero, a pesar de la advertencia, los deshechos se han acumulado en los contenedores bajo el calor del verano austral.

El paro fue convocado por dos ramas de la Confederación General del Trabajo (CGT) y la facción opositora de la Central de Trabajadores de Argentina (CTA), integrada sobre todo por trabajadores estatales. Pero el gran artífice de la huelga fue Hugo Moyano, el hombre a quien Néstor Kirchner promovió a las mayores cotas de poder sindical. Desde el Gobierno se tiene la convicción de que a Moyano solo le mueve su ambición política. Cuando Fernández lo atacó frontalmente en su discurso de asunción de la presidencia el año pasado, advirtiendo que no iba a aceptar ningún chantaje, Moyano fue desenterrando lentamente el hacha de guerra. Empezó concediendo entrevistas en los canales televisivos del Grupo Clarín, a quien tanto criticó en su día, en junio convocó la primera concentración en la Plaza de Mayo de un sindicato peronista contra la política de Cristina Fernández y desde entonces no ha cesado de atacar al Gobierno.

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En el cacerolazo del 8 de noviembre, los medios afines al Gobierno dijeron que los que protestaban eran los mismo de siempre, es decir, las clases más pujantes. Esta vez, sin embargo, muchos de los trabajadores que han ido a la huelga son votantes confesos de Cristina Fernández, y sus líderes, viejos conocidos de los miembros del Gobierno.

Aunque los intereses que mueven a la heterogénea y creciente clase media del país pueden ser distintos a los de los sindicalistas opositores al Gobierno, hay un punto clave en el que confluyen: la inflación. Aunque el Gobierno sostiene que la inflación es del 10%, tanto los sindicatos como los economistas independientes la sitúan por encima del 20%. Y en función de esa cifra se negociaban los convenios salariales. Hasta el año pasado, el Gobierno siempre accedió a promover aumentos en torno al 20%. Se podría decir que la inflación subía imparable por unas escaleras mecánicas pero el Gobierno se le anticipaba metiendo los salarios en el ascensor. Ahora, parece imposible sostener ese ritmo.

Algunos líderes sindicalistas ya han advertido que si Cristina Fernández sigue sin atender sus reclamos, el próximo paro será de 36 horas.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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