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Columna
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La doble herencia de Sarkozy

El expresidente ha legado un partido dividido y una economía francesa sin reformas estructurales

Durante mucho tiempo, la derecha francesa se burló del Partido Socialista, sus guerras entre clanes, sus congresos explosivos en los que, con la excusa de los discursos doctrinarios, las ambiciones de unos y los egos de otros se enfrentaban en medio de un gran estrépito. Mientras la izquierda, tocada por el caso Strauss-Kahn, se había impuesto a sí misma unas primarias para escoger a su candidato a la presidencia, la UMP tardó en comprender el entusiasmo de los militantes y la simpatía de los franceses por esa innovación. Sacudidos por la corta derrota de Nicolas Sarkozy hace solo seis meses, sus dirigentes concibieron un proceso similar sin ser conscientes de sus peligros, una pugna que, en lugar de ser abierta, se ha limitado a un duelo entre dos candidatos, una sed de venganza que ha difuminado las etapas del calendario político, con la vista puesta ya en las presidenciales de 2017.

Hoy, la derecha clásica nada en el psicodrama. Tras una campaña sangrienta e interminable para obtener la presidencia de la UMP, François Fillon y Jean-François Copé, el secretario general, están de pie pero noqueados, como dos boxeadores machacados. El número de votos es prácticamente el mismo, y las acusaciones recíprocas a propósito de los resultados envenenarán durante mucho tiempo las relaciones entre sus respectivos partidarios. A sus pies, esparcidos, los fragmentos de una familia política acostumbrada al culto al jefe, recompuesta hace 10 años por Jacques Chirac para ampliar la base del RPR y utilizada por Nicolas Sarkozy en su propio beneficio hasta la derrota del pasado mes de mayo.

En contra de los pronósticos de expertos y medios de comunicación, François Fillon, antiguo primer ministro, pese a su popularidad en la opinión pública, no ha suscitado el fervor de los militantes. Su discurso, clásico tanto en el fondo como en la forma, que llamaba a una derecha de gobierno razonable, creíble e integradora, según sus propios términos, no ha tenido resonancia en una población de derechas huérfana de Sarkozy, agobiada por la inmigración, la globalización, el matrimonio gay y el tufo de una ideología hostil al mérito y el esfuerzo, transmitida por la izquierda en su regreso al poder después de 10 años de ausencia. Esa gente se ha sentido galvanizada por la hosquedad y la radicalización del secretario general, Jean-François Copé: más joven, más brutal, menos pulido, sin reparos a la hora de resaltar un “racismo contra los blancos” en la sociedad francesa, lleno de una fidelidad que no se le conocía hasta ahora a un Nicolas Sarkozy que, en sus últimas semanas de campaña, no dudó en dar un giro completo a la derecha con la esperanza de arrebatar votos al Frente Nacional.

Resultado: Copé asegura haber obtenido la victoria con 98 votos de diferencia. Fillon ha rechazado la vicepresidencia del movimiento y ha denunciado una “fractura política y moral”. Sarkozy permanece callado. Sin duda, estará saboreando, como si se tratara de una tercera vuelta de su elección perdida, la confirmación de que sigue siendo el único jefe de la derecha. Pero una derecha deliberadamente reducida a su núcleo más duro, una derecha que desanima a esos centristas tanto tiempo seducidos por la participación en el poder y hoy obligados a reinventarse. Jean-Louis Borloo les tiende la mano, de nuevo convencido de su destino nacional. Marine Le Pen festeja la situación: cuanto más se desplace el eje de la cartografía política a la derecha, más se beneficiará el Frente Nacional.

En un contexto de crisis económica e inquietud social, el clima se endurece, las divisiones se agudizan, la actitud desafiante de los franceses frente a los partidos tradicionales aumenta

En la izquierda se regocijan sin demasiado pudor. El sarcasmo ha cambiado de bando... La portavoz del Gobierno, falsamente compungida, lamenta que el principal partido de la oposición se haya vuelto incapaz de desempeñar su papel. Copé, el nuevo presidente autoproclamado de la UMP, promete pelear en todos los frentes. En un contexto de crisis económica e inquietud social, el clima se endurece, las divisiones se agudizan, la actitud desafiante de los franceses frente a los partidos tradicionales aumenta. La herencia dejada por Nicolas Sarkozy se vuelve más pesada.

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En ese momento, la agencia de calificación Moody’s baja la nota a Francia y traza un balance severo de la situación económica. Un golpe contra el Gobierno socialista cuando todavía no hace ni 15 días que anunció un “pacto de competitividad”, visto como un punto de inflexión en la presidencia de Hollande hacia una actitud con más realismo y menos ideología. Las medidas anunciadas para relanzar la economía se consideran insuficientes, sobre todo las relativas a la reforma del mercado de trabajo. En la misma línea que el informe Gallois, su fuente de inspiración, Moody's denuncia dos decenios perdidos por los sucesivos Gobiernos, tanto de derecha como de izquierda, incapaces de llevar a cabo las reformas estructurales necesarias. Es decir, critica los años de Sarkozy, emprendidos bajo el signo de la ruptura y el cambio, frenados por la crisis financiera de 2008 y enredados después en una maraña de decisiones contradictorias. En este aspecto, tampoco es una herencia brillante.

No importa. Hasta en sus excesos, el expresidente ha dejado un vacío que su sucesor, convencido de que le bastaba con ser “normal”, ha infravalorado durante demasiado tiempo. Los franceses, pese a haber sufrido menos que otros, son desde hace mucho la nación más pesimista de Europa. Y ahora están convencidos de que el país ha entrado en una larga crisis. Con una presidencia todavía titubeante y una oposición notablemente fragmentada, habrá que trabajar mucho para tranquilizarlos.

Traducción de Mª Luisa Rodríguez Tapia

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