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COLUMNA
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¿Y si Hollande es un Zapatero?

Hay un descontento por la presión fiscal de este Gobierno en nombre de la justicia social y el déficit

La comparación es ya habitual en Francia y suena a amenaza: “¿Y si resulta que el equipo de François Hollande es como el de José Luis Rodríguez Zapatero?”. François Hollande y los suyos son los lejanos sucesores de François Mitterrand, como José Luis Rodríguez Zapatero y su Gobierno lo fueron de Felipe González. La diferencia entre ambas generaciones está en la profesionalidad del pasado y el amateurismo del presente. No obstante, hoy por hoy, este juicio es injusto con François Hollande, pues el presidente galo ha consumido poco más de seis meses de sus cinco años de mandato. Hollande sabía que al principio, es decir, durante los dos primeros años, tendría que afrontar lo más difícil, pero, seguramente, no había medido bien el alcance de esta dificultad. En cualquier caso, pocas veces hemos tenido en Francia un ambiente político y psicológico tan malo y cargado de nerviosismo. Por supuesto, está la crisis que azota al mundo, pero en Francia es relativa: el país no está en recesión, sino estancado. Por supuesto, François Hollande se enfrenta a una herencia, la de Nicolas Sarkozy, objetivamente catastrófica: déficit exterior sin precedentes, fuerte incremento del paro, clima de inseguridad, deuda desbocada, etcétera. Sin embargo, aunque los esfuerzos que exige la crisis tienen su parte de culpa, la verdadera razón del descontento no es esa. No, en mi opinión, la verdadera razón es la presión fiscal que este Gobierno ha impuesto al país en nombre de la justicia social y el equilibrio contable.

En 2013, se recaudarán 20.000 millones adicionales: 10.000 a cargo de las empresas, 10.000 a cargo de los particulares. Y, entre estos últimos, serán los más acomodados los que asuman la mayor parte de la factura. Así que, en lugar del aluvión de confianza que había prometido François Hollande si resultaba elegido, lo que tenemos es un aluvión de impuestos.

Con todo, resulta difícil reprocharle este enfoque al presidente, pues los impuestos habían bajado mucho durante los últimos diez años, privando al Estado de los medios para hacer frente a su déficit presupuestario. Y habían bajado sobre todo en beneficio de las clases más acomodadas. El reajuste era pues indispensable, y representa una mejor distribución del esfuerzo tributario. La dificultad radica en el hecho de que en un país que, desde luego, paga sus impuestos, pero en el que una presión fiscal exagerada fue una de las causas de una revolución, la noción de umbral es muy importante. Nadie es insensible al anuncio de una subida impositiva y, aunque unas categorías paguen más que otras, todo el mundo se siente afectado. François Mitterrand decía que los franceses tienen la sensación de que les suben los impuestos incluso cuando se los bajan.

De tal modo que a François Hollande lo mismo se le está acusando de no estimular la competitividad —cuando el 1 de febrero se pone en marcha un dispositivo en beneficio de las empresas por un monto de 20.000 millones, destinados a mejorar su competitividad—, que de no querer reducir el gasto público —cuando se ha previsto un esfuerzo de 60.000 millones en cinco años—, que de no querer reformar el mercado laboral para flexibilizarlo —cuando las negociaciones ya están en marcha—. En resumen, en mi opinión, esta crítica sistemática solo tiene una explicación: la presión fiscal. La misma que ha llevado a Gérard Depardieu a exiliarse al otro lado de la frontera norte, en Bélgica. El gesto del actor ha llamado inmediatamente la atención sobre una hemorragia de partidas, absolutamente real, bien por parte de gente muy rica que quiere escapar al impuesto sobre el patrimonio, bien por parte de jóvenes empresarios que consideran que quieren impedirles enriquecerse. Es cierto que el Gobierno ha cometido dos errores: por una parte, instaurar un umbral impositivo del 75% para los ingresos superiores al millón de euros anuales, lo que ha sido percibido como una medida confiscatoria; por otra, acompañar su política con palabras, discursos y declaraciones desagradables para los empresarios, a los que se ha considerado movidos exclusivamente por el afán de lucro, cuando no habría crecimiento ni empleo sin una importante actividad empresarial.

Por otro lado, en estos asuntos, los franceses son totalmente contradictorios: piden que se grave la riqueza, pero no quieren que se penalice a los empresarios; aprueban mayoritariamente (más del 80%) la idea de que quienes más tienen paguen más, pero también aprueban (51%) a quienes escogen el exilio fiscal... ¡Vaya usted a entenderlos! Mientras, François Hollande está atrapado entre dos descontentos: el de los asalariados, angustiados por el aumento inexorable del paro —el mismo Hollande ha anunciado que no habrá recuperación antes de finales de 2013— y el de los empresarios y todos aquellos que hacen funcionar la economía, que se sienten, o quieren sentirse, estigmatizados. El resultado es una popularidad peligrosamente baja (alrededor del 35% de confianza), que constituye un frágil escudo para atravesar unos tiempos tan difíciles como los actuales. La única solución es, evidentemente, el retorno del crecimiento. Y, como los españoles, los franceses no estamos solos. François Hollande prometió que Europa se movilizaría para reactivar el crecimiento. Y, en efecto, ya va siendo hora de que los Gobiernos europeos se movilicen y pasen a los hechos.

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