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Dos tímidos precedentes de renuncias papales en toda la historia de la Iglesia

Apenas cuatro papas, entre ellos el monje Celestino V, dejaron la tiara, una posibilidad que contempla la Constitución de la Iglesia

El Papa Juan Pablo II, en una misa de canonización celebrada el 4 de mayo de 2003.
El Papa Juan Pablo II, en una misa de canonización celebrada el 4 de mayo de 2003.REUTERS

Benedicto XVI no habrá podido refugiarse en la Historia para justificar su decisión de dimitir como líder espiritual y material de la Iglesia católica. Su renuncia, poco antes de cumplir los 86 años, además de ser una auténtica bomba informativa, representa un cambio decisivo y sorprendente en la línea política de esta institución milenaria. A lo largo de toda su historia, se cuentan con los dedos de una mano los ejemplos similares, y hay que remontarse más bien a la protohistoria de la Iglesia para hallar precedentes parecidos.

Aun así, la decisión de Benedicto XVI no carece de base jurídica. El Código de Derecho Canónico, (una especie de Constitución interna de la Iglesia), promulgado por su antecesor, Juan Pablo II, en 1983, contempla la posibilidad de que un Papa dimita. En el capítulo primero, de la sección primera, de la segunda parte de la Constitución jerárquica de la Iglesia, canon 323, apartado dos, se señala: “Si el romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie”. Dicho en otras palabras, el Papa puede tomar la decisión soberana de abandonar, cansado de llevar sobre los hombros la pesada carga de una institución en crisis, que no quiere, no sabe o no puede adaptarse a los nuevos tiempos.

Otra cosa distinta, es que la decisión sea excepcional. De los 265 papas que ha tenido la Iglesia católica, solo ha habido cuatro dimisionarios antes de Benedicto XVI. Aunque solo la renuncia de uno de ellos, Celestino V, coronado en 1294, es considerada como un gesto personal, ajeno a presiones y asumido con absoluta libertad. Los dos primeros, de frágiles contornos históricos, se remontan al primer milenio. Se trata de Clemente I, y de Ponciano, que vivieron en el siglo II y III, respectivamente. Una etapa en la que la Iglesia católica era poco más que una secta minúscula, con un puñado de fieles, víctimas de persecuciones y atropellos. En esas circunstancias, las estructuras internas de la institución eran frágiles, y los Papas distaban de tener el poder y la importancia simbólica de un Pontífice actual. Prácticamente, hasta el Renacimiento, el líder de la Iglesia católica no adquiere verdadera importancia, política, jurídica, espiritual y material (el poder temporal de la Iglesia se mantiene hasta bien entrado el siglo XIX).

Celestino V, es el único Papa que renunció a su posición por decisión propia y razones puramente espirituales

Se sabe más bien poco de las circunstancias en las que dimitió Clemente I, del que ni siquiera se conocen con exactitud las fechas de su entronización y muerte, en el siglo II. Al parecer, en aquellos tiempos de zozobra, el Papa decidió abandonar el cargo al tener noticia de que iba a ser desterrado, lo que equivalía a privar a los fieles de su pastor. Tampoco la dimisión, un siglo más tarde, de Ponciano, tiene el menor paralelismo con la del actual Pontífice, Benedicto XVI. Aquel Papa, que falleció en el año 235, se hizo a un lado para permitir un acuerdo entre facciones eclesiásticas, que se disputaban el poder. Pero ni Clemente ni Ponciano renunciaron con la libertad que lo hace hoy el alemán Joseph Ratzinger, que no llegará a cumplir los ocho años de pontificado.

En la misma liga de Clemente I y de Ponciano, estaría Gregorio XII, que vivió a comienzos del siglo XV. Porque este Pontífice llegó al trono de Pedro envuelto en los litigios infinitos del llamado cisma de Occidente, en el que al menos tres antipapas luchaban entre sí por legitimar cada uno su poder. Tras el Concilio de Constanza (1414-1418), Gregorio XII abandonó sus pretensiones. Celestino V, es el único de los Pontífices que renunció tranquilamente a su posición de líder de los católicos, por decisión propia, y razones puramente espirituales.

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Celestino, llamado Pietro di Morrone, era un monje benedictino que vivía como un ermitaño, en una cueva. A priori, sus credenciales, y su edad —79 años— no le hacían especialmente apto para liderar a la Iglesia, pero fue el elegido y él aceptó la tiara, para sacar a la institución del bloqueo en que se hallaba tras 27 meses de un cónclave interminable. Sus intenciones eran buenas, pero duró poco en un puesto que resultaba ya notablemente estresante. A los cinco meses de papado tiró la toalla, pero no pudo regresar a su vida de anacoreta. Su consejero se hizo elegir sucesor con el nombre de Bonifacio VIII, tras lo que ordenó la detención de Pietro di Morrone, que moriría en prisión.

Al cumplirse la primera legislatura de Joseph Ratzinger al frente de la Iglesia, el Papa visitó la tumba de Celestino, en L’Aquila, zona sacudida por el terremoto de 2010. Pero es difícil establecer ninguna conexión entre aquella visita, y el anuncio del Pontífice.

Resulta curioso que el Papa que firmó, en 1983, el revisado Código de Derecho Canónico que recoge la posibilidad de dejar el cargo, el polaco Karol Wojtyla, fuera el que se mantuvo aferrado a él de manera más firme. Pese a las secuelas del atentado de 1982, que dañó seriamente su salud, y a la terrible erosión del párkinson, Juan Pablo II se mantuvo al pie del cañón, indiferente a los rumores que anunciaban un día sí, y otro también, su inminente dimisión.

Los rumores se hicieron tan insistentes en 2000, que el órgano oficioso de la Iglesia católica, L’Osservatore Romano, que ya había abordado el tema en 1977, cuando declinaba la salud de Pablo VI, volvió a rechazar por escrito la posibilidad de que un Papa abandonara su puesto.

La tesis, con distintas variantes, ha sido siempre la misma, el oficio de Papa nada tiene que ver con el de máximo ejecutivo de una empresa. Un Papa no puede dimitir porque su misión espiritual es totalmente ajena a las cuestiones de edad.

Benedicto XVI, evidentemente, no comparte este criterio.

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