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Tribuna
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La renuncia

El abandono de Benedicto XVI es también un mensaje para la sociedad política y para el resto de las instituciones, y suscita una reflexión sobre los límites del poder y la dificultad de retirarse a tiempo

Francisco G. Basterra

Pocas horas después de la extraordinaria noticia, cuando ya había caído la noche sobre la plaza de San Pedro, un rayo impactó la cúpula del Vaticano. Es la mejor imagen para comprender la dimensión histórica del gesto de un hombre frágil, de 85 años, un profesor de teología alemán que renunciaba a su enorme poder, temporal y espiritual, de monarca absoluto de la Iglesia católica. El pararrayos recogió la electricidad del fogonazo dirigido contra la Curia, la administración de la sociedad imperfecta que es la iglesia de Roma. El decano del colegio cardenalicio, Angelo Sodano, uno de los príncipes de la iglesia que más daño le ha hecho a Benedicto XVI en una labor de zapa para proteger a los obispos y sacerdotes implicados en casos de pederastia, fue franco al afirmar nada más conocer el Non habemus papam que la Iglesia había recibido el impacto de un rayo inesperado, que la ha dejado temblando. El Papa no tiene divisiones, como comprobó Stalin, pero con un comunicado leído en latín dejaba al trono de San Pedro en Sede vacante. El teólogo supuestamente antimoderno conecta con su pueblo en su última decisión, ofreciendo un supremo testimonio de racionalidad alemana, dando una leve esperanza a quienes creen en Dios pero no en la Iglesia.

Se habla mucho de lo necesario que es construir un relato, desarrollar una narrativa entendible, para dirigir las grandes instituciones: Europa no la tiene, España y su Gobierno, tampoco; Obama sí y se la ha contado a los estadounidenses en el discurso del Estado de la Unión: reducir la desigualdad entre pobres y ricos. Benedicto XVI ha impuesto su narración poniendo fin voluntariamente, en un acto de libertad y conciencia, a su imperfecto reinado en el que no concluyó casi nada de lo que pretendió. Pero su gesto de humanidad y lucidez, su Amén y bajada de la cruz, le redime y desmitifica la institución. Nadie es insustituible, ni siquiera un Papa. Con su acto final, con su impensable rebeldía frente a la deriva de la Iglesia, institución plagada de pecadores como él mismo nos viene contando, reinventa el papado y descubre la crisis de un sistema de gobierno. No puedo cambiar la Curia, entonces el que me voy soy yo, intentado un borrón y cuenta nueva. No ha sido capaz de deshacerse de su secretario de Estado, el primer ministro vaticano, cardenal Tarsicio Bertone, que ha hecho todo lo posible para poner palos en las ruedas de la institución, ni tampoco del cardenal Sodano; el destino ha querido que sean los encargados de organizar el cónclave, uno como camarlengo y el otro como el purpurado más antiguo. Benedicto ha respetado la colegialidad del gobierno eclesial y no ha querido, o no ha podido, actuar como el último monarca absoluto de los católicos. “Es revolucionario, está arrumbando lo místico a favor de lo utilitario, ser papa es un trabajo y el Papa debe estar en condiciones de realizarlo”, afirma Eamon Duffy, profesor de Historia de la Cristiandad en Cambridge. La renuncia es la única verdadera reforma de su papado, un paso revolucionario para la Iglesia católica. Un gesto, un paso atrás, o adelante, que profetizó Nanni Moretti en la película Habemus Papam, una cinta que pasó más bien desapercibida y que ahora cobra todo su sentido. El Papa, representado por Michel Piccoli, entra en pánico y, en su primera alocución a los creyentes en la plaza de San Pedro recién concluido el cónclave, anuncia que abandona.

Las ondas desencadenadas por la pedrada del obispo de Roma constituyen también un mensaje para la sociedad política y para el resto de las instituciones. Suscitan una reflexión sobre los límites del poder y la dificultad de retirarse a tiempo. ¿Cuáles son las fronteras en un mundo en el que la medicina y la genética alargan el horizonte de nuestras vidas? Cómo es posible que un hombre tan deficiente como Strauss-Khan llegara a presidir el Fondo Monetario Internacional, o que el cardenal Luciani fuera designado Papa. El cónclave, eurocéntrico, no representa a una Iglesia que vive sobre todo de su crecimiento en Asia, Latinoamérica y África. Las grandes instituciones internacionales como la ONU, el Banco Mundial o el FMI, reflejan una división del mundo que ya no existe. Los partidos políticos han dejado de representar a los electores. Esta distancia entre las cúpulas y la calle también afecta a los grandes bancos y corporaciones económicas. Nuestras monarquías ya no son absolutas pero su mecanismo de sustitución es medieval, con la excepción de Holanda. La reina Isabel de Inglaterra parece decidida a superar el larguísimo reinado de la reina Victoria mientras su heredero supera ya los 60 años. También en España, con la institución de la jefatura del Estado averiada, nos da miedo el cambio.

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