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“Es el papa, da igual de dónde venga”

El entusiasmo y el delirio se apoderan de la plaza de San Pedro tras oír el nombre del pontífice

Feligreses celebran el miércoles la elección del papa Francisco en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano
Feligreses celebran el miércoles la elección del papa Francisco en la Plaza de San Pedro, en el VaticanoVALDRIN XHEMAJ (EFE)

Una masa inmensa, como solo se ha visto en Roma en los funerales de Juan Pablo II, confluyó ayer en la plaza de San Pedro, al filo de las siete de la tarde, apenas la fumata blanca asomó por la chimenea —el comignolo— sobre el tejado de la Capilla Sixtina. La emoción inmensa de saber que el sucesor de Benedicto XVI había sido elegido al fin, tras al menos cuatro, escrutinios, embargaba a todos el mundo. Cuando el cardenal protodiácono Jean Louis Tauran, anunció en latín, con la fórmula tradicional, el nombre del nuevo pontífice, Jorge Mario, cardenal Bergoglio, un silencio profundo, casi como un cometa, cruzó la plaza.

En la vecina sala de prensa internacional, más de un vaticanista se estremeció. Nuevamente, las quinielas que daban como candidatos seguros al italiano Angelo Scola o, en todo caso, al brasileño Odilo Pedro Scherer, fracasaron. Bergoglio, un jesuita de 76 años, ha sido citado muchas veces en los días previos al inicio del cónclave. Pero no como un candidato a la elección en esta ocasión, sino por las historias que circulan sobre el papel de adversario fundamental de Joseph Ratzinger, que tuvo en abril de 2005. Algunas fuentes apuntaban que Bergoglio estuvo a punto de superar a Ratzinger en la votación final. Muchos de los italianos reunidos en la plaza de San Pedro no entendieron siquiera el nombre del nuevo papa, que no les resultaba ni vagamente familiar. Junto a las tiendas de campaña montadas por los servicios de emergencia de la región del Lazio (a la que pertenece Roma), Alesia y su marido, de Apulia, en el sur, con la niña de un año, miraban sorprendidos hacia el balcón de la basílica de San Pedro. Después de haber cantado a voz en cuello, como tanta gente en la plaza, el himno nacional italiano, interpretado por una banda municipal, los dos parecían desconcertados. ¿Esperaban un papa italiano? “No, no, eso es lo de menos. Es el papa, da igual de donde venga”.

Superado el instante de sorpresa, la gente vitoreó al nuevo papa con más fuerza. La plaza tenía una sola voz. Era una especie de rugido cuando salió, al fin, el nuevo pontífice al balcón de la loggia de la basílica. En las pantallas de vídeo apareció un hombre mayor vestido de blanco, sin la mantelina de raso roja que lució Benedicto XVI en su primera aparición como papa, el 19 de abril de 2005.

Esta vez, el ritual había funcionado a la perfección. Unos pocos minutos después de las siete de la tarde, una humareda claramente blanca ascendió hacia el cielo, desde la chimenea de la Capilla Sixtina. Las campanas de la basílica de San Pedro sonaron al unísono, en total sintonía. Y, sin embargo, hubo una larga espera hasta que el cardenal Tauran apareció en el balcón, para anunciar el Habemus papam.

Superado el instante de sorpresa, la gente vitoreó al nuevo Papa con más fuerza

Fue más de una hora la que transcurrió entre la fumata blanca y el anuncio del nuevo papa Francisco.

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Quizás Bergoglio además de llorar, rezar, y recibir el saludo de los demás cardenales, comunicó a su antecesor, Joseph Ratzinger, el resultado del cónclave antes de presentarse en público.

Cuando lo hizo, la Vía de la Conciliazione estaba colapsada ya por miles de personas, que no podían avanzar hacia la basílica. Imposible acercarse a la masa de turistas mexicanos que agitaban la bandera nacional, allá a los lejos, o al grupo de chicos, jovencísimos, que enarbolaban la española.

Era un río humano, el que confluía, —o al menos lo intentaba— en la plaza de San Pedro. Familias enteras, parejas con niños, grupos de amigos, turistas, religiosos. El pueblo de Roma entero, y los miles de extranjeros que llevan haciendo guardia en la plaza desde que comenzó el cónclave, tomaban la zona, como un inmenso ejército.

Una masa inmensa, como solo se ha visto en Roma en los funerales de Juan Pablo II, confluyó ayer en la plaza de San Pedro

En las calles del Borgo, uno de los barrios más antiguos de Roma, junto al Vaticano, decenas de coches en segunda fila, como abandonados, daban una idea de la pasión que despierta en la ciudad papal un proceso así.

El Habemus papam arrancó lágrimas en casi todos los rostros. Una repetición de lo ocurrido la tarde del 19 de abril de 2005, cuando Benedicto XVI fue elegido. Pero con una respuesta popular mucho más numerosa.

La gente llegaba a pie, en motorino, corriendo como si el pontífice fuera todavía el papa-rey que durante siglos gobernó los Estados Pontificios, y ellos fueran todavía sus vasallos.

Parejas con niños en brazos, jóvenes y gente mayor, indiferentes todos a la lluvia que ayer cayó durante horas y dificultó muchísimos los desplazamientos en Roma.

Cuando el recién elegido papa tomó la palabra, de nuevo el silencio se impuso. Un silencio imponente, roto solo por algunos gritos de tifosos argentinos que, a lo lejos, vestidos con camisetas de la selección nacional de fútbol, daban saltos entusiastas. Entre tanto entusiasmo, alguna cara larga. Camino de la plaza, una chica con plumas rojo, apretaba el telefonino contra la oreja en un intento imposible de mantener una conversación. “No, no es italiano”, decía contrariada. A su lado, dos amigas, asentían, algo decepcionadas.

No eran las únicas. La lista de papables en pleno era papel mojado a media tarde. Después de días de quinielas, ni Angelo Scola, ni Odilo Scherer, ni Peter Erdö, ni el filipino Luis Antonio Tagle, ni el hondureño Maradiaga, ni el ministro de Cultura vaticano, Gianfranco Ravasi, ni el americano simpático, Timothy Dolan. Ninguno era el nuevo papa. El sucesor de Benedicto XVI era un argentino de origen piamontés, que vive en Buenos Aires. Aunque, hay que ver un guiño al pueblo italiano en la elección del nombre, Francisco, como el monje medieval que amaba a los animales, y que es hoy el santo más famoso del mundo. Un detalle, ni siquiera intuido por los vaticanistas más expertos. Un religioso italiano explicaba anoche en un programa de la televisión pública, las razones de este fracaso. “No entienden que entre los cardenales no funcionan los esquemas de la política. No se han dado cuenta de que lo importante es la Iglesia, y no las personas”.

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