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Columna
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Un pontífice ante el pasado y el futuro de América

El nombramiento de un Papa del continente exige recordar el papel que la Iglesia ha tenido y tiene en el continente

Antonio Caño
El Nuncio Apostólico de Nicaragua, Fortunatus Nwachukwu, celebra la elección del nuevo papa.
El Nuncio Apostólico de Nicaragua, Fortunatus Nwachukwu, celebra la elección del nuevo papa.HECTOR RETAMAL (AFP)

Veinticuatro años antes de la elección del nuevo papa Francisco, me tocó asistir en San Salvador al sacrificio de otro jesuita que también dejó huella profunda en América Latina, Ignacio Ellacuría Beascoechea.

Tanto la Iglesia católica como este continente han cambiado mucho desde aquel momento. La teología de la Liberación, a la que pertenecía el buen padre de Portugalete, es ya solo un recuerdo, por lo general fracasado, y la misión pastoral de sacerdotes y obispos se hace hoy desde planteamientos ideológicos más conservadores que los de aquella época.

Mucho más profunda ha sido la transformación ocurrida en los países americanos. Ellacuría fue asesinado por el Ejército de El Salvador, que tenía por colaborador con la guerrilla a cualquiera que se atreviera a levantar la voz. Ese grado de impunidad no existe ya prácticamente en ningún punto de la región, como tampoco perdura más guerrilla organizada que las arcaicas FARC colombianas.

No todas las injusticias que denunciaban aquellos curas valientes han desaparecido, pero la mayoría de los latinoamericanos eligen hoy libremente a sus gobernantes, disfrutan de libertad de expresión, disponen de instituciones democráticas y han mejorado notablemente sus condiciones de vida.

Figuras tan diferentes como Rafael Correa, en Ecuador, o Juan Manuel Santos, en Colombia, hicieron públicas alabanzas a la llegada “del primer Papa latinoamericano”

El nombramiento de un Papa del continente, más aún siendo un jesuita, exige, no obstante, recordar el papel que la Iglesia ha tenido en el pasado de América y reflexionar sobre el efecto que la gestión de Francisco puede ejercer en su futuro.

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Ellacuría no fue el primer mártir. Antes de él, otro religioso mucho más conocido, monseñor Óscar Arnulfo Romero, fue acribillado en la puerta de la catedral de San Salvador. Durante ese tiempo y hasta hoy, cientos de curas en Buenos Aires o Sao Paulo peleaban juntos los pobres y otros tantos en Santiago o Montevideo denunciaban la dictadura. También hubo los del campo contrario, los que le dieron la comunión a Augusto Pinochet o contemporizaban con Jorge Rafael Videla y Fidel Castro.

Todos ellos formaban parte de una sociedad en la que, desde la época de la colonia, el catolicismo ha estado íntimamente vinculado a su evolución. Ese componente religioso se ha manifestado de diferentes formas, según el momento y el país. Mientras en México, por ejemplo, por herencia de la revolución y de la adscripción de los católicos al bando contrarrevolucionario, el régimen se hizo laico y se llegó a prohibir la demostración pública de la fe, en Chile la Iglesia ha controlado los resortes de la economía, la política, la educación y los medios de comunicación.

Pero el elemento común ha sido siempre el de la devoción popular por la fe católica. En ese mismo México revolucionario se rinde adoración ilimitada a la virgen de Guadalupe, y esa misma Iglesia chilena al servicio de los poderosos dio lugar en los años ochenta a la Vicaría de la Solidaridad, un instrumento vital para la lucha contra la dictadura. Incluso en Cuba, el Gobierno, que ha mantenido cercada a la Iglesia durante décadas, se ha cuidado de no interrumpir el culto a la virgen de la Caridad del Cobre.

El sentimiento religioso en América Latina ha ido decreciendo a medida que los diferentes países progresaban económicamente. Como ha ocurrido en Europa, el desarrollo va unido al escepticismo religioso, y hoy hay menos católicos en la región que hace diez años. Parte de ese vacío ha sido ocupado por diferentes iglesias protestantes, más pegadas y sensibles a problemas cotidianos como el alcoholismo o el maltrato doméstico.

El nuevo papa tiene, pues, bastante trabajo por delante en lo a que su labor pastoral se refiere. Es posible, pero no seguro, que su presencia servirá para revitalizar a toda la Iglesia latinoamericana y para recuperar a alguna ovejas descarriadas. Pero el efecto más probable e inmediato puede ser el de levantar el orgullo de una población que muchas veces se ha sentido condenada y que ahora empieza creer en un horizonte de éxito.

Pese a los elogios constantes de los economistas, no hay garantía ninguna de que el actual crecimiento de la región se consolide y genere beneficios universales. Mucho más atrevido es buscar una relación entre el actual aumento del PIB latinoamericano y la decisión tomada por un grupo de cardenales en la Capilla Sixtina.

Pero el mundo se rige a veces por sensaciones y estados de ánimo, y hoy, un día después de la elección del papa Francisco, domina la autoconfianza, como recogió perfectamente Barack Obama en un comunicado en el que quiso sumarse a esa euforia porque también Estados Unidos es cada vez más parte del continente, no su dueño. Además de Obama, figuras tan diferentes como Rafael Correa, en Ecuador, o Juan Manuel Santos, en Colombia, hicieron públicas alabanzas a la llegada “del primer papa latinoamericano”.

Es sabido que no es necesario ir diariamente a misa para entender, incluso compartir, esa emoción. El catolicismo latinoamericano se vive en la calle, de donde se nutre y donde padece. Ahora esas calles están llenas de centros comerciales y de libertad. Es hora de ver si la Iglesia y América Latina pueden encontrarse también en la modernidad.

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