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Entre Pablo VI y Benedicto XVI

El nuevo Pontífice inaugura su papado con el anillo en plata de Montini y el palio de su antecesor

A la izquierda Benedicto XVI con el 'camauro', el antiguo gorro que despertó tanta curiosidad. A la derecha, Pablo VI, papa entre 1963 y 1978.
A la izquierda Benedicto XVI con el 'camauro', el antiguo gorro que despertó tanta curiosidad. A la derecha, Pablo VI, papa entre 1963 y 1978.AP / UPI

El papa Francisco se presentó ayer al mundo sentado en un trono bajo palio de terciopelo rojo. Grandes alfombras del mismo color creaban un espacio exclusivo, en el sagrado de la basílica de San Pedro. Un escenario magnífico creado por Guido Marini, el maestro de ceremonias de su antecesor, en perfecta ejecución de una normativa, la del rito de inauguración del pontificado, establecida por Benedicto XVI.

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La misa de entronización del papa jesuita fue, en parte, una manifestación de los gustos de su antecesor, Joseph Ratzinger, un amante de las viejas liturgias, que ha visto siempre en la magnificencia del ceremonial de la Iglesia un símbolo de su espiritualidad. No fue la única huella de Benedicto XVI en la misa de ayer. Los cardenales que concelebraron con el Papa repitieron casulla dorada, la misma que lucieron en la misa de 24 de abril de 2005, cuando comenzó la era Ratzinger, y el papa Francisco recibió un palio (una tela de lana color crudo, símbolo de su ministerio), idéntico al de su antecesor. La misa se desarrolló como estaba previsto, al aire libre, bajo un sol suave de primavera, en un altar entoldado de blanco.

Los cantos en latín y en griego acompañaron a las lecturas en inglés y en español. El Papa, vestido con casulla blanca, de diseño simple y líneas rectas, y tocado con una discreta mitra, recorrió el camino previsto, sin saltarse el protocolo. Rezó ante la tumba del apóstol San Pedro, en la cripta vaticana, acompañado por los líderes de las iglesias orientales, y atravesó la imponente basílica al frente de una procesión larguísima de cardenales y diáconos.

Pero no todo era herencia de su antecesor. El otro símbolo de su ministerio, el anillo del pescador que le entregó el cardenal decano, Angelo Sodano, era una reproducción en plata, bañada en oro, del que llevara Pablo VI, hace más de 35 años. No sería difícil atribuir algún simbolismo a este gesto. Frente a la joya exquisita, en oro, que portaba Ratzinger, Bergoglio se inclina por la plata y el diseño sobrio de Giovanni Battista Montini, el papa que llevó a término el Concilio Vaticano II.

El Pontífice se atuvo punto por punto al ritual marcado por Ratzinger, aunque con la sobriedad que le caracteriza. En idéntica situación, hace ocho años, Benedicto XVI lució una casulla dorada rutilante, y envuelto en ella se paseó entre la multitud a bordo de un jeep, al final de la misa que le coronaba como 265º pontífice de la Iglesia Católica.

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Francisco se atuvo al ritual marcado por Ratzinger, pero con la sobriedad que le caracteriza

Bergoglio prefirió tomar contacto con la gente, aunque manteniendo las distancias, antes de vestir los paramentos litúrgicos. Bajó del jeep un momento, para abrazar a un hombre con discapacidad, pero apareció cansado, sin sombra de la energía que ha demostrado a lo largo de esta intensa la semana. Al bajar las escaleras de la cripta vaticana, fue sostenido por sus ayudantes. También, más de una vez, al subir al altar. Como si, de repente, el peso de los problemas de la Iglesia le hubiera caído sobre los hombros.

No improvisó en ningún momento, y su discurso no tuvo frases rompedoras. Quizás no era la ocasión. Lo que parece claro es que no calzará los tradicionales zapatos rojos que hiciera famosos Ratzinger, obra de artesanía de un zapatero italiano y no de la firma Prada, como se ha repetido muchas veces. Y que no lucirá el camauro, el antiguo sombrero de terciopelo rojo forrado de armiño (sintético), que lucía Ratzinger para asombro del mundo.

El nuevo Papa tiene un estilo propio. Sigue residiendo en la suite de la Casa Santa Marta, un hotel destartalado y nada lujoso, que se construyó por orden de Juan Pablo II para albergar a los cardenales en los cónclaves. La noche de su elección cenó allí con los 114 purpurados que participaron en la elección, la mayoría de los cuales —un centenar, según el diario italiano La Repubblica— le escogieron para que dirigiera a la Iglesia e hiciera frente a los retos que plantea el siglo XXI.

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